EL MAL A LAS PUERTAS (Relato)



El mal a las puertas | El Biblioverso. Narrativa de fantasía, terror y ciencia ficción.
EL MAL A LAS PUERTAS

RELATO  |  FANTASÍA ÉPICA & TERROR
El mal a las puertas. Un relato de 1000 d. C.: Europa Oscura. Una Edad Media en la que las puertas del infierno se han abierto, llenando el continente de demonios, no-muertos y otros seres impíos; un mundo en el que los reinos humanos libran una guerra desesperada contra los ejércitos del Mal.
 
 
D. P. Díaz
03/07/2022 © El Biblioverso
 
 
 
Mérida, Reino de León
Año 1150 de Nuestro Señor
 
Año 150 del Advenimiento de la Oscuridad
 
 
Fernán avanzó a caballo por la calle de Santa Eulalia, entre el gentío que se apartaba a su paso, seguido por los doce caballeros de su partida de caza. No dejaba de maravillarle que esa gente continuara haciendo su vida normal como si no pasara nada; como si los agentes del mal no estuvieran en todas partes, como si las avanzadillas del Reino Impío no estuvieran a las puertas de la ciudad. Los tenderos, las mujeres comprando alimentos y perfumes y telas, los hombres sentados en las puertas de las tabernas, hablando y riendo entre vinos, los niños jugando en las calles y corriendo con curiosidad tras los caballos de los hombres de armas, los buhoneros y mendigos, toda la bulliciosa actividad de una ciudad como aquélla… Un mundo que quería seguir adelante como si no ocurriera nada, lo cual podía permitirse porque había hombres como ellos, que cada día salían a enfrentarse a las fuerzas que intentaban destruirlo. El mundo de los hombres se caía a pedazos y la plebe no era consciente de ello; de que estaban perdiendo la guerra, y algún día los siervos de la oscuridad lograrían atravesar aquellas vetustas murallas y los matarían a todos, sin distinguir hombres, mujeres y niños. Ni siquiera los animales escaparían a la aniquilación, porque ése era el único propósito del Reino Impío: exterminar toda forma de vida. Liquidar la Creación entera. El Enemigo llevaba milenios intentando corromperla, pero eso ya era cosa del pasado; desde el Año Infausto, su propósito había pasado a ser otro.
Pasaron al lado del antiguo templo imperial, con sus esbeltas columnas todavía reivindicando la gloria de antaño, la gloria de los tiempos de Roma. Un imperio ya caído, ruinas del pasado que muy bien podrían servir como recordatorio del destino que amenazaba a León y a los demás reinos de los hombres. Una existencia perpetuamente cercada por fuerzas que no dejaban de crecer, mientras ellos no dejaban de menguar. Fernán se aferraba a su fe pues era monje, además de guerrero y quería creer que el Señor no los abandonaría; pero su fe y su razón chocaban con frecuencia y, cada vez más, a medida que salía a defender las fronteras y veía las cosas que veía, la prudencia iba ganando terreno a sus creencias.
La multitud se volvía a su paso y les abría un corredor respetuosamente. Algunos se santiguaban a su paso, o incluso les hacían una leve reverencia. Los caballeros de la Orden de la Cruz de Plata eran admirados y temidos por todos. Y ese temor se volvía casi reverencial cuando regresaban de una salida, como esa mañana, cubiertos de sangre y con unos ojos que delataban haberse enfrentado a cosas que harían enloquecer a cualquier otro. Sus rostros y torsos estaban salpicados de pestilente sangre negra, y los brazos con que empuñaban la espada, cubiertos de la misma hasta el codo. Estaban cubiertos de esa sangre que no era de este mundo, ni de nada a lo que se pudiera llamar vivo o hijo de Dios; las hojas envainadas de sus espadas la habían bebido a grandes sorbos, y sus escudos, colgados de los laterales de las monturas, estaban asimismo llenos de sangre y abolladuras. Tanta sangre que las cruces blancas sobre los escudos y las camisolas que cubrían sus cotas de malla apenas se podían distinguir del color negro de fondo. El capellán tendría que bendecir sus armas de nuevo con los óleos santos, después de que los escuderos las hubieran lavado en las aguas del Guadiana. En cuanto a las ropas, no merecía la pena hacerlo: las quemarían, como después de cada enfrentamiento. Cuanto menos conservaran de un encuentro con los seres impíos, mucho mejor: como decía el confesor de la compañía, el hermano Juan de Teruel, nunca se sabían las formas de las que disponía el enemigo para infectar cuerpos y almas.
Capitán, ¿os presentaréis directamente ante el regidor? le preguntó el hermano Pedro Acevedo, tras poner su caballo a su altura.
Sí, iré directamente; no conviene perder tiempo. El asunto es más importante que las formas. Los demás, acompañadme hasta las puertas del Concejo y esperadme ante ellas. No contéis nada de lo que vimos a la gente de la calle, pero dejaos ver bien.
Así se hará, señor.
Fernán de Monteazul, al que llamaban Mirada de Lobo, era caballero y capitán de la Santa Orden de la Cruz de Plata. Procedía de una familia de rancio abolengo de la nobleza leonesa, cuyo castillo y posesiones se encontraban en Astorga, pero llevaba más de media vida en el sur, moviéndose a lo largo de la oscilante Frontera, defendiendo los reinos de los hombres del avance imparable del Reino Impío. Veterano de la Guerra de las Columnas de Hércules en la que los primeros fueron derrotados y se abrió la Brecha, había perdido a muchos hermanos y compañeros de armas y había constatado el lento pero imparable retroceso de los límites humanos en los mapas. Otros, y entre ellos la inmensa mayoría de la plebe, confiaban en una victoria segura sobre el Mal, que sólo era cuestión de tiempo; la situación había de dar un vuelco en algún momento, y el contraataque expulsaría a los invasores, cuya presencia a este lado del Estrecho sólo podía considerarse tan trágica como provisional; pero él sabía que no, que el Enemigo había venido para quedarse, y que cada palmo de tierra perdido no sería recuperado a no ser que mediara un milagro.
Ésa era la cuestión: dónde estaban los milagros cuando más se los necesitaba. Por qué el Señor parecía haberlos dejado a su suerte. Pero Fernán enseguida quería quitarse estos pensamientos, estas dudas de la cabeza. No podía juzgar la voluntad del Señor, siempre inescrutable para la mente limitada de los mortales; y, en todo caso, él, como caballero que era, tenía que dar la vida en su nombre y sin cuestionar las circunstancias en que lo hacía. Ése era su juramento y su deber.
Los caballeros recorrieron la amplia y atestada calle hasta el final, pasaron bajo el arco de la Herrería y entraron en la plaza de la Villa. Frente a ellos se alzaba la catedral de Santa María, siempre en perpetuas reformas y ampliaciones, con gran actividad de canteros, escultores y demás artesanos. A su diestra se hallaba el edificio del Concejo; los otros dos lados de la plaza correspondían a edificios de tres y cuatro plantas en los que vivía gente y que tenían tiendas en sus bajos, con llamativos carteles de madera pintada colgados de cadenas. De la fachada del Concejo colgaban asimismo los pendones de León y de la Orden de la Cruz, que tenía una encomienda en la ciudad. Ésta ocupaba la vieja alcazaba romana reconstruida por los musulmanes, a la orilla del Guadiana, y protegía el puente romano. Luego irían allí a purificarse y bendecir sus armas. Pero antes había que informar de la escaramuza de la madrugada anterior a las autoridades del municipio, que además era la ciudad más importante al sur del reino y cabeza de la región fronteriza del Extremoduero.
Descabalgaron y dos de sus hombres cogieron el pesado saco que colgaba del costado de uno de los caballos. Fernán y ambos caballeros se dirigieron a las puertas mientras los demás se quedaban fuera, ante las curiosas miradas de los vecinos y tenderos. Los alguaciles los dejaron entrar con un respetuoso saludo, y uno de ellos, alabarda en mano, los precedió hasta la sala del Concejo. Allí estaban el regidor y sus concejales; esa mañana estaban discutiendo una cuestión de dineros del municipio, por lo que se encontraba allí también el tesorero. El alguacil se adelantó y los anunció:




¡Don Fernán de Monteazul, capitán de la Orden de la Cruz, y los caballeros Hernán Buendía y Martín Losange!
En cuanto recibieron el permiso, los hizo pasar solemnemente antes de retirarse.
El regidor los recibió con gran cortesía y, como correspondía, se levantó de su silla, donde normalmente recibía sentado a los visitantes. Igualmente, todos los concejales se levantaron, pero Fernán les hizo un gesto pidiéndoles que se sentaran de nuevo; no era muy amigo de ceremoniales. Los tres caballeros, no obstante, permanecieron de pie, pese a que el regidor les ofreció mandar a unos pajes a por sillas para ellos. No estaban acostumbrados a las comodidades, y no querían acostumbrarse. Cumplidas las formalidades y saludos, fueron directos al grano, no sin que antes Fernán preguntara:
¿Puedo hablar libremente, excelencia?
Vos siempre podéis, mi señor, faltaría más. Adelante, decid lo que tengáis que decir y no tengáis cuidado de ninguno de los presentes, que son de mi total confianza y absolutamente discretos. Don Marcial, vos podéis retiraros le dijo al tesorero; gracias por vuestros servicios.
El tesorero abandonó la sala y, a una señal del regidor, el alguacil que estaba en la puerta la cerró desde fuera.
Y bien, mi señor, tengo entendido que anoche salisteis con vuestros hombres a reconocer las tierras al sur de la ciudad, las que están al oeste de las granjas del camino de Almendral de Mérida, ¿me equivoco? ¿Habéis hecho algún descubrimiento? Pues veo que traéis algo con vosotros dijo, señalando el abultado saco que los dos caballeros habían dejado en el suelo. Desprendía un olor no muy agradable, que algunos concejales sentados más cerca no dejaban de mostrar que les molestaba.
No os equivocáis, excelencia contestó Fernán, e hizo un gesto a sus hombres.
Éstos desataron el saco y volcaron su contenido en el suelo, y en los semblantes del regidor y los concejales se reflejó al tiempo el horror y el asco ante lo que vieron. A sus pies, justo en medio de la U con el regidor en el medio que formaban sus escaños en la sala de vistas del Concejo, contemplaron el inmundo cadáver de lo que parecía un hombre, pero contrahecho, jorobado y de rostro deforme; tenía la piel azulada y largas uñas y dientes, así como una enorme lengua roja que salía de su boca contraída. Casi parecía más una bestia que un ser humano, pero vestía un jubón raído, calzones largos y botas, todo ello de color gris oscuro. Presentaba un largo tajo que le atravesaba el torso en diagonal desde el hombro izquierdo, y su sangre negra, ya secándose, formaba una costra maloliente. Uno de los concejales vomitó, y otro se levantó y salió corriendo hacia una ventana. El regidor se puso lívido, pero mantuvo la compostura.
Como éste, abatimos mis hombres y yo a una banda de unos treinta esta madrugada, excelencia. Rondaban la dehesa de Arroyoculebro ocultándose entre los matorrales, que por allí los hay, y debían de ir siguiendo el Guadiana. Exploradores, una avanzadilla.
¿Tan al norte? preguntó el regidor, muy preocupado.
Eso parece. El Enemigo ha conseguido infiltrar tropa ligera tras las líneas del Reino de Sevilla, incluso más allá de Llerena, nuestro último bastión, protegido por el marqués de Valmonte. Los de Sevilla ya no pueden detenerlos. Demasiado tienen con defender sus ciudades como para proteger el campo.
¡Eso es terrible! exclamó un concejal. ¡La dehesa de Arroyoculebro está sólo a unas pocas leguas de aquí! ¡Casi han llegado hasta Mérida!
Sólo era un grupo, no un ejército. Los trasgos como éste a menudo se emplean en escuadras de reconocimiento. Pero dice mucho sobre la actual extensión de la Brecha, que cada vez se abre más desde la costa. Veremos más como este de aquí.
Se armó un cierto revuelo en la sala cuando los concejales, asustados, empezaron a hablar entre sí y a lanzar preguntas desordenadamente al capitán y al regidor. Éste, finalmente, tuvo que acallarlos levantando la voz. Sólo entonces pudo uno de los concejales preguntar a Fernán:
Pero, capitán, ¿no va a enviar la Orden a más caballeros? ¡Habrá que hacer frente a esta amenaza!
Claro que habrá que hacerle frente, concejal, pero nuestras fuerzas son limitadas y están muy dispersas. Tenemos encomiendas a lo largo de toda la Frontera, en el sur, donde se concentra el ejército enemigo; pero también dentro de nuestros territorios, en el norte, para enfrentarnos a las amenazas puntuales que surgen espontáneamente, como de la nada. No damos abasto; traer más compañías aquí significaría retirarlas de otro frente, ya fuera Almadén, Valdepeñas o la ribera del Segura, que quedarían descuidados. Y ésa podría ser precisamente la estrategia del Reino Impío. Así que no; los cincuenta hombres de los que dispongo son todos los que la Orden puede ofrecer.
De nuevo murmullos, aunque esta vez más leves. El regidor dijo:
Nos hacemos cargo de sus carencias y valoramos sobremanera sus esfuerzos, capitán. Podemos contar, de todos modos, con la guardia del municipio como tropa auxiliar; aunque habría que reclutar levas adicionales… Y también están las fuerzas del duque de Torreblanca, al que pertenecen las tierras de cultivo al sur de la ciudad, así como las tropas de sus vasallos…
Se lo agradezco mucho, excelencia, en mi nombre y en el de la Orden; cualquier ayuda será poca en los tiempos venideros. Pero me temo que esas tropas quizá no estén preparadas para aquello a lo que hay que enfrentarse. Éste dijo, señalando el inmundo cadáver en el suelo es el menor de los peligros a los que tendrán que enfrentarse. Lleva años de intensa preparación física y espiritual el estar listo para ello.
Claro, yo… os entiendo.
El regidor pensó en sus alguaciles y se dio cuenta de que difícilmente se los imaginaría luchando contra seres como aquél.
¿Y las huestes del rey? La guarnición de Plasencia podría estar aquí en poco más de un día dijo otro concejal. Son hombres curtidos, con experiencia en la guerra. 
Fernán asintió con la cabeza.
Sería una ayuda nada desdeñable, desde luego. ¿Cree que bajarían hasta aquí, excelencia?
No veo por qué no respondió el regidor; habría que escribir inmediatamente al rey, que en estas fechas se encuentra en Toro, según tengo entendido; pero no creo que nos negara unas tropas que están ociosas desde que se acantonaron en Plasencia hace varios meses. Al fin y al cabo, éstas también son tierras del rey, que no querrá exponer a tamaño riesgo como nos pintáis vos, capitán.
Entonces sugiero que escriba a la corte cuanto antes, mi señor. Esos hombres guarnecerían la ciudad y yo podría, con más tranquilidad, dedicar todos los míos a batir las tierras al sur, de aquí hasta el puesto avanzado de Frexenal. Con los caballeros que tengo, podría organizar dos partidas de caza.
De hecho, podríamos acercarnos lo más posible a Sevilla, para ver con nuestros propios ojos cómo están las cosas por allí dijo el caballero Martín Losange, con su voz cavernosa. Algo raro ocurre en el Camino del Sur; los informes que nos llegan de los escasos comerciantes y peregrinos que aún hacen esa ruta son escasos e incongruentes.
Pero preocupantes, en cualquiera de los casos apostilló el valiente caballero Hernán Buendía.
No os falta razón, Martín convino Fernán.
Capitán, ¿acaso está subiendo el Enemigo más por nuestro frente que por otros? le preguntó un concejal.
Las cosas andan mal en todas partes, señor. Según las últimas noticias que he recibido, en Castilla y en Aragón también están sufriendo cada vez más ataques en sus fronteras; y como sabe, las taifas de Sevilla, Córdoba, Granada y Murcia están atenazadas y no tardarán mucho en caer. Pero sí es verdad que por nuestro frente las incursiones del Mal se han adentrado muy lejos de la costa, quizá más que por otros. Los aragoneses parece que están teniendo más suerte en esto.
 
 
 
    
¿Y la armada del Estrecho? ¿No puede hacer más para frenar ese avance? preguntó el regidor.
No sé demasiado de la armada replicó el capitán; las naves del rey son las naves del rey, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Sé que al oeste del Estrecho recibe el apoyo de los portugueses, y en ocasiones hasta nuestros hermanos castellanos, y los ingleses, vigilan la costa. Pero la armada no dispone de puertos importantes en el Mediterráneo, y sus efectivos no son suficientes desde que el Reino Impío tendió la cabeza de puente sobre Gibraltar; no puede abarcarlo todo. Además, no sabemos cómo llegan hasta aquí muchas de estas criaturas del diablo; sabemos que los grandes contingentes han de cruzar el mar, pero los pequeños grupos o las entidades individuales parecen surgir aquí espontáneamente o llegar por otras vías.
Santa Madre de Dios… podrían estar en cualquier parte… dijo el último concejal que había intervenido, con aire derrotado. ¿No nos va a enviar Roma a nadie? ¿Acaso no somos parte del Imperio?
El capitán miró de reojo a sus hombres antes de contestar con circunspección.
Yo no puedo hablar por Roma, concejal; sus designios sólo el Papa y su curia los conocen. Soy un hombre de armas, no entiendo de política.
Y, sin embargo, sois monje a la par que guerrero.
Por supuesto. Ambas cosas. Pero ni una ni otra me dan acceso a las alturas eclesiásticas. La Orden y Roma no siempre se han llevado demasiado bien; que nosotros hagamos bien nuestro trabajo requiere de cierta independencia. Llevar la espada y la cruz es una cosa, y la púrpura es muy otra.
A propósito de la púrpura, capitán intervino el regidor, ¿no cree posible que el Papado envíe a las Españas alguna compañía de la Legión?
No cuente con ello. La Legión Púrpura raras veces sale de Italia, donde constituye una férrea última línea de defensa. Al Papado le gusta sentirse seguro, y también a los príncipes y banqueros italianos que lo sostienen. Es muy raro que un cuerpo de la Legión se desplace tan lejos. No es que no haya ocurrido nunca, pero, en todo caso, los planes de los estrategas de Roma son siempre un enigma para nosotros. Desde los tiempos de la Guerra de las Columnas de Hércules no nos han mandado ningún refuerzo, y tras el Desastre de la Bahía de Cádiz, no los hemos vuelto a ver nunca más. Ésa fue la primera y la última vez que yo he luchado con ellos.
Y no precisamente espalda con espalda, pues nosotros estábamos en primera línea apuntó Hernán Buendía con un tono que podría haber sido irónico.
Dios nos protegerá, no debemos temer exclamó otro concejal, aunque no despertó gran entusiasmo entre los demás, y menos aún en el regidor, quien lo miró brevemente con escepticismo. No obstante, éste añadió:
Por supuesto. Dios está de nuestra parte.
Lo está remató Fernán. De esta forma pone a prueba nuestra fe. Pero es importante que comprendan, señores míos, a qué nos enfrentamos. Desde que se produjera el Advenimiento de la Oscuridad en tiempos de Silvestre II, hemos ganado batallas, pero hemos perdido casi todas las guerras. Sean cuales sean los designios de Dios, nos llevan por este viacrucis. Algo, quién sabe si nuestros pecados, abrió las puertas del infierno y desató el Juicio Final sobre el mundo de los hombres. Primero en África, al sur de las tierras de los mahometanos, y luego en los desiertos de Arabia, más allá de Tierra Santa, y por último en las inmensas estepas del este, más allá del Ducado de Polonia y el Principado de Moscú, las fuerzas del mal se desencadenaron, y desde entonces no dejan de cernirse más y más sobre nosotros y de hacernos retroceder. Cuentan con monstruos y aberraciones que creíamos que eran ensoñaciones de la Antigüedad, tales como dragones, quimeras, ogros y otras blasfemias; y también con seres parecidos a los hombres, pero que no lo son, o han dejado de serlo, como esta alma maldita que tienen aquí delante. El diablo se burla así de la suprema obra del Creador, deformándola a su imagen y semejanza. Seguramente esta vil criatura fue alguien como vuestras mercedes o yo, antes de ser corrompido y contrahecho por el poder impío. Así, sus fuerzas no dejan de crecer mientras las nuestras menguan, pues se alimentan de nuestras pérdidas para volverlas contra nosotros.
Hubo revuelo y conmoción en la sala, donde todos, o casi, ignoraban esos hechos y sólo conocían una versión dulcificada de las cosas; la versión que contaba la Iglesia en las misas y festividades para impedir que el pueblo desesperara y enloqueciera, como ya pasó siglo y medio antes al producirse el Advenimiento Oscuro. Desde entonces se había intentado controlar la verdad con suma cautela y transmitir una historia convenientemente arreglada de los terribles hechos acaecidos; y eso que la pérdida de ciudades y territorios era algo de sobra conocido por todos. Pero es sorprendente la forma en que el ser humano es capaz de soportar las contradicciones mientras resulten tranquilizadoras.
… Y eso por no contar los seres que aparecen por generación espontánea en nuestras tierras, seguramente debido a la flaqueza de nuestra fe continuó Fernán, que sabía que en eso mentía, pero era lo que debía decir. O las obras de la brujería y las artes paganas, propias de renegados que han vendido su alma a Satanás a cambio de conocimiento y poder. El peligro crece frente a nuestras líneas y tras ellas, no debemos olvidarlo nunca. Infecta hasta nuestras ciudades, villas y aldeas. Está dentro de nuestras murallas. Hemos de estar alertas en todo momento. De lo contrario, el Enemigo nos erradicará.
Esta vez se hizo un violento silencio en la sala. Finalmente, lo rompió el regidor, con voz trémula:
¿Y qué está en nuestra mano hacer ahora, capitán?
Es poco lo que podemos hacer aparte de lo que ya hemos hablado. Escriban al duque y al rey para pedirles tropas. Refuercen la guardia de la ciudad, que de alguna utilidad será. Yo intentaré que la Orden nos envíe una docena más o dos de caballeros, aunque lo veo difícil. Nuestra fe nos guiará a la hora de tomar decisiones. Pero, entretanto ‒concluyó‒, vigilemos atentamente y actuemos con diligencia. Hay que adelantarse a los ardides del Enemigo, que es sibilino y traicionero. Debemos extender las partidas tan al sur como sea posible.
¿Os ocuparéis vos personalmente de ello, capitán?
Como que me llamo Fernán de Monteazul, excelencia. Os lo juro por mi nombre y por mi honor.
 
 
 


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