Reproduzco a continuación el primer capítulo de mi nuevo libro, Cristianismo sin Dios. Un ensayo filosófico.
Se trata de una reconstrucción de la base filosófica y ética que
se puede hallar en los Evangelios, prescindiendo del
concepto de un Dios trascendente (y por tanto, del sentido religioso
habitual de la doctrina), al menos tal y como éste es entendido por
creyentes y teólogos.
_________
El fundamentalismo religioso que
se extiende cada vez más por un Occidente que se creía ilustrado –amenazando
seriamente la división del Estado y la Iglesia y llevando en ocasiones al
primero a legislar en cuanto cristiano–
exige hacer una profunda reflexión acerca de Cristo. No tanto acerca del
cristianismo como de Cristo, figura histórica sobre la que se erige una
religión profesada por un tercio de la población mundial; pero lo que la
inmensa mayoría de los creyentes ignora es que no siguen en absoluto su
palabra, totalmente deformada tras dos milenios de confusiones y manipulación.
Este escrito es una meditación hecha desde un punto de vista ateo, materialista
e inmanente; parte de considerar a Cristo un ser humano (¡nada más y nada
menos!) para ensayar una reconstrucción de su mensaje originario, oculto –pero
aún hoy estimulante– bajo múltiples estratos de sedimentos teóricos e
históricos que lo hacen irreconocible para el creyente medio. Sólo en este
sentido se podría entender como un escrito “contra el cristianismo”, propósito
en realidad secundario del mismo, pues no va dirigido contra Cristo como
personaje histórico, sino contra la religión construida sobre su palabra y contra su palabra. Pero para eso antes hay que conocer ésta.
Con independencia de la
desfiguración doctrinal en que consiste el cristianismo (aunque seguramente
tenga mucho que ver, al producir una insalvable fractura entre la letra y el
espíritu de la doctrina, que no puede sino afectar a su praxis), me atrevería a
decir que no existe, desde el punto de
vista de su práctica, una religión más hipócrita; ninguna en la que se presuma
más de lo que no se es, ninguna que más se incumpla, ninguna que propicie un
mayor desencaje entre “el interior” y “el exterior” de los creyentes. Ninguna.
Desde luego, no se dan esas dislocaciones ni en el judaísmo (que sobradas
razones tendría para ser un culto a la muerte, cosa que no es en absoluto) ni
en el islam, por centrarnos en las grandes religiones monoteístas; pero tampoco
se dan en el budismo –el de verdad, el practicado en Oriente, no sus burdas
emulaciones occidentales–, el hinduismo, el taoísmo, el confucionismo, etc.
Algo que ya hace sospechoso al cristianismo histórico, de por sí, es su culto
al dolor y la muerte, que evidencia, por emplear un lenguaje nietzscheano, la
mentalidad mórbida y enfermiza que está tras él. El cristianismo ha convertido
el –siempre supuesto– mensaje de Cristo (una llamada a cierta forma de vida, al fin y al cabo; una ética) en el culto a un hombre torturado
y crucificado. Ya en el símbolo de la cruz se anuncia el falseamiento que
constituye el corazón de esta religión: la muerte y resurrección de Cristo como
ejecución del plan de la divina Providencia. Algo totalmente ajeno, como decía,
al discurso y la práctica que se pueden rescatar de los evangelios.
Lo que voy a llevar a cabo a
continuación es un esbozo de arqueología
de éstos. No pretendo decir nada esencialmente nuevo, desde luego: la
bibliografía sobre el tema es abrumadora, y nada puede decirse al respecto que
no se base en las investigaciones de historiadores y filólogos que han
trabajado directamente las fuentes documentales de ese relato históricamente construido al que
llamamos “cristianismo”. Lo que sigue es el “poso” que mis lecturas sobre el
tema, así como mi propio trabajo y mi interpretación (inevitablemente
filosófica, y fuertemente marcada por Spinoza, Kant, Hegel, Feuerbach,
Nietzsche, Jung y Campbell) del Nuevo Testamento, han dejado. Una
reconstrucción, creo, no menos fiable que la de cualquier teólogo, pues al fin
y al cabo, el único hilo conductor que tenemos para “desenterrar” la palabra de
Cristo son unos textos –a no ser que creamos en revelaciones hechas a unos
pocos elegidos, lo cual ya es partir de una determinada teología– que pueden ser
leídos en múltiples claves, sin que ninguna –insisto: a no ser que
presupongamos una autoridad religiosa basada en una revelación sobrenatural,
cosa que yo desde luego no admito– pueda justificar su superioridad respecto a
las demás. Es muy difícil saber con qué quedarse y con qué no de un relato,
tras dos mil años y a partir de unos textos escritos como mínimo setenta años
después de los hechos relatados, llenos de corrupciones e influencias, y cuya
elección (el canon bíblico), ya de por sí, le da un marcado sesgo a dicho
relato histórico. Pero aun así, se puede emprender la tarea de rastrear el
espíritu originario que dio pie a esos textos. Los criterios filológicos e
históricos son muy útiles (imprescindibles, de hecho) hasta cierto punto,
llegado el cual, sin embargo, la crítica
textual debe dejar paso a un salto
hermenéutico que reconstruya, per
hypothesi, el núcleo doctrinal que todas las corrupciones históricas
esconden (y se ha de hacer precisamente en la medida en que parecen esconder
algo). Para ello hay que buscar la coherencia interna, vital, de una doctrina
que a todas luces se muestra –para el que quiera verla– entre estratos ajenos a
su propia naturaleza. Partiendo de la clave filosófica antes descrita (secular
e inmanente), el procedimiento a seguir no puede ser otro que eliminar todo lo
sobrenatural del texto para quedarse con un
sustrato claramente ético –sin que ello pueda eliminar por completo,
obviamente, su base teológico-metafísica–, que constituye aquello únicamente a
lo cual cabría llamar la “buena nueva”.
Así pues, se trata de obviar el
absurdo de la resurrección (en el
que, dos mil años después, siguen creyendo personas alfabetizadas) y demás
elementos mitológicos que
contribuyeron, no cabe duda, tanto a la corrupción del mensaje originario como
a su difusión: ciertamente, sólo falseado –adaptado a la mentalidad de aquellos
pueblos y al crisol religioso del momento– pudo extenderse como lo hizo. Lo que le ha permitido llegar hasta nosotros
es lo mismo que le impide llegar puro hasta nosotros; la doctrina sólo
puede recorrer la historia contaminándose. Esto puede decirse de todos los
“arquetipos mitológicos” que no podían faltar en la evolución de una religión
que pretendía extenderse (y llegado el momento, imponerse) por gran parte de
Oriente próximo, Europa y el norte de África, donde coexistían múltiples
religiones muy dispares. El gran triunfo del cristianismo –que le hace merecer
el nombre de católico, o sea, “universal”– fue, sin duda, saber unificar todos
esos cultos, absorbiéndolos y tomando de ellos los contenidos imprescindibles
para ser aceptado por los diversos pueblos a los que se iba extendiendo, con
las diversas modulaciones culturales que ha tenido en cada uno de ellos. En la
medida en que se hizo universal, el
cristianismo dejó de ser étnico, y ésa es la clave de su éxito.
Tenemos así el culto a las
vírgenes y los santos, muy propio del catolicismo europeo mediterráneo, y que
no es sino una clara herencia de diosas y dioses paganos anteriores a la
llegada del cristianismo (lo cual explica por qué, por ejemplo, en ciertas
regiones el culto a la virgen María es más importante incluso que el del propio
Cristo). La madre virgen del dios (del dios-hombre) es un tema recurrente en
diversas mitologías, tanto como la anunciada resurrección-regreso de éste tras
su muerte, las anunciaciones celestiales, la tentación del propio
(hombre-)dios, el ritual de la comunión (realizado simbólicamente con su carne
o sangre), etc. La construcción del relato cristiano debe mucho a otros dioses o
figuras míticas, tales como Osiris y Horus, Dioniso, Zagreo, Mitra, etc.
Existen múltiples superposiciones y elementos absorbidos de estos y otros
cultos en el proceso de difusión del cristianismo, que compitió con sus rivales
y los derrotó tomando de ellos contenidos muy enraizados en la psicología de
los pueblos. Igualmente decisiva fue la consolidación de una
teología-metafísica sólida, de origen grecolatino, que le sirvió de base a la
nueva doctrina en su pugna con otras (así como a la hora de dirimir disputas
internas cuando la doctrina no estaba aún fijada, si es que alguna vez lo ha
estado). Asimismo, tópicos evangélicos como la curación de enfermos –y la
resurrección de muertos– no dejan de ser elementos arquetípicos de todo
“elegido”. En general, el relato de la infancia, formación, predicación y
pasión de Cristo se adapta perfectamente a los pasos del “viaje del héroe”
descrito por Campbell y que es esquema argumental de la mayoría de grandes
relatos mítico-épicos.
De ello se sirvieron los primeros
cristianos cultos –verdaderos creadores de un dogma que nunca fue una mera
“religión del pueblo”–, judíos helenizantes del este del mediterráneo (de
Egipto y Anatolia, sobre todo) que introdujeron en la doctrina abundantes
nociones extraídas del neoplatonismo y del zoroastrismo (así, por ejemplo, la
defensa de un fuerte dualismo bien-mal reflejado en la oposición del cielo y la
tierra; la subsiguiente creencia en un “dios” del mal adversario del bueno, y
en la eterna lucha entre ambos que se resolverá indefectiblemente con la
victoria de este último; la contraposición del espíritu y la materia; la
existencia de emisarios celestiales que da pie al concepto cristiano del
“ángel”, muy diferente del judío, etc.). Todas estas aportaciones van
perfilando un marco religioso distinto –por no decir irreconocible– de aquel que se percibe todavía hoy en los
evangelios, al menos tras deconstruir estos estratos. Hay que citar, por
último, las imposiciones dogmáticas de los tiempos del cesaropapismo y los
primeros grandes concilios (Nicea y Constantinopla, sobre todo), en los que las
disputas entre arrianos y partidarios de la divinidad de Cristo, primero, y más
tarde las controversias entre monofisistas, monotelistas, nestorianos y
trinitarios, fueron configurando lo que hoy en día se entiende como “el
cristianismo”, el cual muy poco tiene que ver hasta con la más superficial
lectura (con algo de sentido crítico, eso sí) de los evangelios. Estas
imposiciones dogmáticas (preñadas de un politeísmo
nunca reconocido por el cristianismo, aunque sí, por ejemplo, denunciado por el
islam) tuvieron más que ver con luchas de poder dentro de la iglesia que con la
mera teología. Podría decirse que los tres principales dogmas del cristianismo
histórico son la resurrección, la
existencia de un enemigo (Satán, el
diablo) y la espera de un Juicio Final
en el que los fieles serán recompensados y los pecadores castigados. Pero a)
estos dogmas, o muy similares, los tiene en común con otras religiones, y b)
ninguno de ellos, y esto es sin duda lo más curioso, aparece en los evangelios
–por lo menos no tal y como es entendido de forma “popular”–, con excepción del
primero, del que tendremos mucho que decir más adelante.
Cristianismo sin Dios.
Un ensayo filosófico
2ª edición revisada
© 2018 D. D. Puche & Grimald Libros
74 páginas
ISBN: 978-1548885588
Un ensayo filosófico
2ª edición revisada
© 2018 D. D. Puche & Grimald Libros
74 páginas
ISBN: 978-1548885588
No hay comentarios:
Publicar un comentario