Seguimos con la publicación por entregas (que ya aparecerán reunidas como libro impreso de la editorial Grimald) de nuestra próxima novela, Sam Robinson y Los piratas de ultramar, la continuación de Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown. Si no has leído el capítulo anterior, lo tienes aquí.
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Boniatos
Boniatos
Aquella
tarde (¿o fue la tarde del día siguiente?) nuestros padres vinieron en coche a
buscarnos y volvimos a casa, a nuestra casa a las afueras de Hellstown. No nos
hubiera importado quedarnos más tiempo, pero creo que ellos pensaban que quizá
íbamos a darles demasiado ajetreo a los abuelos. Naturalmente, el abuelo me
dijo que me podía llevar el libro; que tuviera, eso sí, mucho cuidado de no
perderlo o estropearlo; y yo lo metí en mi bolsa de bandolera y lo llevé
conmigo todo el viaje. De hecho, durante todo el tiempo que os voy a narrar,
llevé el libro encima, en mi bolsa, tal y como dicen que llevaba siempre
Alejandro Magno un ejemplar de la Ilíada.
¿Si me lo creo? Pues claro.
Tras
los típicos deberes del regreso, como deshacer las maletas, colocar la ropa en
los armarios, bañarse (algo que por aquella época no me agradaba demasiado) y
cenar, no tardé mucho, como os estaréis imaginando, en meterme en la cama con
mi libro. Era ya un poco tarde, cuando lo saqué de su encierro en mi bolsa y me
dispuse a abrirlo por el principio.
En
efecto, había un grabado del autor, un tipo con aspecto rudo y una profusa
barba, que tenía todo el aspecto de un lobo de mar de hace por lo menos dos
siglos. Bajo el retrato no ponía nombre alguno, lo que no me daba ninguna pista
sobre quién era aquel hombre. Ni tampoco me permitía saber si había algo más
suyo escrito por ahí. Quizá fuera ése el único libro que escribió. Tras esto se
podía leer el título, Los piratas de
ultramar, pero no indicaba nada más de editorial o editor alguno. Sí que
rezaba, en letras no muy grandes, “transcrito y encuadernado por el
contramaestre Porba, procedente del cuaderno de bitácora y de las memorias del
capitán del buque Libertad”.
Sólo
aquellas palabras, antes siquiera de empezar a leer el texto, ya me dejaron
impactado, y me sumergieron de lleno en lo que prometía ser una genuina
narración de piratas. Aquello no era sólo una novela escrita por alguien sobre
piratas, aquello era la narración real de lo que le sucedió a un verdadero
barco pirata. ¿O quizá era todo una hábil mentira para engañar al lector y
hacerle creer que era un manuscrito original, escrito por uno de los
protagonistas que de verdad estuvo allí, y que fue testigo de primera mano de
los sucesos? A mí ya me devoraban las ganas de sumergirme en la historia, sólo
de pensar que aquello fuera verídico. Aunque, por lo visto, en la literatura se
finge mucho, como recurso narrativo, haber vivido realmente ciertos sucesos o
haber hallado un escrito que en realidad es del verdadero autor del libro, y
cosas así, para jugar con el lector. Pero ése es un tema del que no tengo
tiempo de hablar ahora…
Sólo sé
que pasé la página del índice, que indicaba que el libro tenía veinticinco
capítulos numerados, sin título que reflejase su contenido, y ya estaba pasando
la página para comenzar la novela cuando de pronto apareció mi madre en la
puerta de la habitación, y me dijo que dejara de leer, que me durmiera ya,
apagando la luz al irse.
Eso me
pareció fatal, porque me moría de ganas de leer, y creía que había encontrado
algo realmente bueno en ese libro. Pero como no era la primera vez que aquello
me pasaba, y de hecho me pasaba muy a menudo, ya tenía yo un remedio para leer
sin que nadie se diera cuenta. Cogí una linterna que guardaba en el cajón de
abajo de la mesilla, me tapé con el edredón a modo de tienda de campaña, y con
la linterna encendida abordé de nuevo las páginas del libro. No daba aquella
linterna demasiada luz para leer, y seguramente no fuera muy bueno para la
vista, pero me daba igual: viendo aquel papel, más amarillento todavía, reanudé
de inmediato la lectura.
Rápidamente
me vi de lleno en un ambiente marino, sobre las tablas de madera de un barco
velero, con el horizonte ante mí y el sol justo encima de mi cabeza. Parecía
que la escena comenzaba in media res,
es decir, justo en mitad de algo, pues había un gran ajetreo en cubierta, y los
marineros parecían estar preparando una de las suyas. Pronto vi dos cosas:
primero, que había un joven de unos veinte años justo al borde de la cubierta,
mirando abajo, a las aguas azul marino, que ondeaban suaves alrededor del
barco; segundo, otro par de marineros traían una larga tabla y la colocaban
junto al primero, fijándola en un hueco bajo la baranda para que no se moviera.
Todos parecían gritarle, y enseguida me di cuenta de algo: ¡iban a hacer andar
al pobre chico por la tabla para tirarlo al mar!
Seguramente
era algún prisionero capturado en alta mar, o quizá algún amotinado contra el
gobierno del barco, o puede que los otros lo hubieran cogido robando algo… Sólo
sé que de pronto aquel chico me dio mucha pena, pues de un momento a otro iba a
ser pasto de los tiburones. Esos piratas no se andaban con chiquitas. Me
parecía demasiado castigo para lo que fuera que hubiera hecho. Pero, al fin y
al cabo, yo sólo era un lector, no podía intervenir en la historia…
Con
todos los marineros jaleando, el chico puso una cara seria, de concentración
(debía hacerlo, si iba a ser arrojado al mar a luchar mano a mano con aquellas
bestias sedientas de sangre, aunque de momento no vi ninguna aleta rondando por
allí), y se quitó la camisa, dejando al descubierto apenas un colgante al
cuello y unos tatuajes en cada hombro. Juraría que uno era un corazón rojo con
las palabras “amor de madre”. Es la típica cosa que uno nunca piensa… que los
piratas también tienen madre, quiero decir. Acuciado por los demás, que
gritaban su nombre, pasó al otro lado de la baranda de babor y puso los pies
sobre la tabla. Poco a poco, fue dando paso tras paso hasta llegar al borde del
tablón, y yo ya no podía más con la tensión, pues de un momento a otro lo iban
a obligar a saltar.
Y al
final, el chico dio un salto sobre el propio tablón, para después, dándose
impulso a modo de trampolín, dar un salto aún más grande hacia adelante, hacer
un doble mortal, y caer con los brazos extendidos al agua, como el mejor de los
nadadores. Yo esperaba que al momento aparecieran tiburones en el agua,
devorando al pobre infeliz, pero lo único que vi emerger del mar fue la sonrisa
del chico, que al parecer estaba muy orgulloso del salto que había dado
(ciertamente, había sido impresionante). Instantáneamente, todos los restantes
piratas, que miraban hacia el agua, expectantes, prorrumpieron en vítores y
aplausos, y prestos le lanzaron una cuerda para que subiera de nuevo. Yo lo
había interpretado mal… ¡estaban simplemente haciendo un concurso de salto
olímpico!
En
efecto, varios marineros más saltaron al agua desde lo alto, alguno incluso
desde las escalas, más alto aún, dando giros en el aire, y cayendo elegantemente
al agua. El barco estaba anclado, en un bello día de sol, y los piratas estaban
nada más que solazándose y disfrutando de la natación. ¡Vaaaya!
Yo me
quedé maravillado de aquel mágico estilo de vida, saltando con un trampolín al
agua y dándose un chapuzón alrededor de la propia nave. De entrada, me di
cuenta de que había juzgado mal a aquellos piratas, que simplemente se estaban
divirtiendo. Y cuando jaleaban al primer chico para que saltara, yo había
entendido mal al creer que le gritaban para echarle fuera de borda, cuando en
realidad le animaban por ser el reconocido mejor saltador de la tripulación.
Aquel modo de vida, lúdico y despreocupado, era mucho, pero mucho más atrayente
que mi vida convencional, y la de los otros chicos, siempre pendientes de
obedecer a los padres, la escuela, los deberes… un rollo. Por cierto, no había
tiburones en aquel sitio.
Con una
sonrisa, cerré las páginas del libro y me dispuse a dormir, ya cansado. Esta
vez no me había sentido tan atrapado por la obra, aunque ciertamente hubiera
vivido como desde dentro lo que ocurría. Pero lo que ocurría, en realidad, no
era nada, pues aquella escena apenas parecía dar pie a ninguna trama concreta.
Dormí bien aquella noche, como si se me hubiera contagiado la alegría de aquel
juego que presencié, con la clara luz del sol, el cielo despejado, y el agua
tranquila y cálida. Casi que era como si yo mismo me hubiera dado un chapuzón.
A la
mañana siguiente, después de desayunar, y de chinchar un poco a mi hermana con
el secador de pelo y demás (la de tiempo que perdía delante del espejo,
cepillándose el pelo y mil cosas más, que yo no entendía para qué hacía), cogí
la bici y me fui a ver a alguien. Pero no era en esta ocasión mi amigo Frog,
como estaréis suponiendo, sino que me fui a ver al profesor Parker. El influjo
que estaba teniendo sobre mí aquel libro me estaba dejando muy desconcertado,
aun cuando apenas había comenzado a leerlo. De modo que me pareció la mejor
idea ir a consultar a la persona del mundo que más sabía de libros. Y a la
persona más sabia en general, que yo conociera.
Cuando
llegué, dejé la bici a la entrada de la casa y llamé al timbre (que resonó como
la campana de un campanario, o eso me pareció), pero no contestó nadie. Volví a
llamar unos instantes después, pero nada. No era la primera vez que me pasaba,
y ya sabía yo que muchas veces estaba el profesor en su amplio jardín,
observando algo o haciendo alguna prueba al aire libre. Una vez, en invierno,
que había anochecido temprano, fui a su casa a devolverle un par de libros
sobre los templarios que me había dejado, y lo encontré encaramado al tejado de
la casa, al que había salido por una ventana de la buhardilla, observando el
cielo con un gran telescopio. Quería ver no sé qué fenómeno astronómico, no me
enteré muy bien… No sé qué de una brecha entre dos mundos…
En
efecto, nada más dar algunos pasos, lo vi dentro de una especie de invernadero
que tenía en la propiedad, a apenas unos cuantos metros de la casa. Fui por el
jardín esquivando toda clase de objetos extraños, como una pieza de madera que
parecía un viejo arado de bueyes, una gran ancla de metal (que no sé cómo
habría llegado hasta allí), e incluso un monociclo, cuya presencia en el lugar
también me resultó incomprensible. Era curioso el desorden que tenía el profesor,
fuera de la casa; pero tampoco me extrañó demasiado, conociendo la fama de
sabios despistados que suelen tener esta clase de personas.
Cuando
llegué lo encontré muy meditabundo, con una carpeta y unas hojas en una mano, y
un lápiz en la otra, como pensando algo demasiado sesudo para que yo lo
comprendiera.
−Buenos,
días, profesor −saludé, mientras cruzaba la puerta acristalada, sacándole de su
ensimismamiento.
−Ah,
oh… vaya… Sam. Hola, ¿qué tal? No te esperaba por aquí.
−¿Le
interrumpo haciendo algo importante?
−Oh,
no, nada de eso… Estaba tratando de averiguar una cosa sobre botánica, pero
todavía no he encontrado la respuesta a mi enigma, me temo. Es apasionante, la
botánica, ¿sabes? Llena de misterios.
−Oh,
sí, desde luego −contesté, mintiendo.
−Bueno,
dime, ¿qué te trae a mi humilde morada? −dijo, mirando otra vez el papel que
tenía delante, con incomprensión.
−Venía
a hablarle de un libro…
−Oh, un
libro… Me gustan mucho nuestras pequeñas charlas sobre libros. ¿No se tratará
de un libro sobre plantas verdad? Me vendría muy bien ahora mismo…
−Ehm…
no −contesté, observando que no dejaba de prestar atención al papel que tenía
delante−. Oiga, si quiere puedo volver en otro momento.
−No,
no; no te preocupes. Sólo estaba mirando un calendario de cultivos, ¿ves?
−dijo, enseñándome unas hojas con nombres de tubérculos, cereales, y cosas así.
−¿De
qué se trata? No estará haciendo un experimento para crear una planta carnívora
mutante, ¿no? −pregunté yo, esperanzado.
−¡Cielos,
no! Es sólo que según esto ya deberían haber crecido los boniatos que planté
cuando indica esta hoja, pero no ha salido nada, y no entiendo por qué…
−explicó, rascándose la mollera con el lápiz.
−A ver…
déjeme eso −dije, cogiendo la carpeta. Parecía una hoja copiada del libro de
recetas de cocina de una bruja−. ¿Cuándo los plantó?
−Aquí
lo tengo marcado, ¿ves? Ya debería tener unos hermosos boniatos, pero nada.
−No,
mire, profesor. Aquí dice que los boniatos se han de plantar con la segunda
luna en cuarto menguante después de la lluvia de estrellas anual que cae sobre
Hellstown, y usted las plantó en el segundo cuarto creciente, ¿lo ve?
−Cielos,
es verdad. No sé cómo no me he dado cuenta. Menos mal que lo has visto tú,
porque si no podría haber estado horas aquí dándole vueltas a la cabeza sin
encontrar respuesta alguna. Y sin boniatos.
−No
creo que crezca nada.
−En
fin, qué le vamos a hacer… Pero bueno, dime: venías a hablarme de no sé qué
libro.
−Sí, es
un libro muy chulo, que me ha dejado mi abuelo. Se lo enseñaré.
Saqué
el libro de mi bolsa de bandolera y se lo mostré al profesor. Al instante, el
libro pareció de nuevo emitir una especie de sensación de alta mar, de ruido de
cubierta de barco, de aves exóticas en costas nunca pisadas por el hombre… y la
cara del profesor tomó una expresión de asombro tremenda:
−¡Cielo
santo! Será mejor que vayamos dentro.
Unos
minutos después estábamos cómodamente sentados en el salón, con el gato del
profesor Parker observándonos con indiferencia desde un cojín, y los relojes de
pared sonando perfectamente acompasados. El profesor colocó ante mí, en la mesa
de centro, una bandeja con dos vasos y una estupenda jarra de limonada.
Enseguida me eché un poco y la bebí con deleite. Nunca entenderé cómo en casa
de Parker siempre parecía haber limonada recién hecha, y tan deliciosa como
aquélla. Parecía cosa de magia…
−Bueno,
Sam, ahora que estamos sentados y tranquilos, y sin pensar en boniatos ni
calendarios lunares, déjame ver otra vez ese libro.
Yo
saqué de nuevo el libro de mi bolsa y lo deposité en sus manos. El profesor lo
observó muy concienzudamente, revisando el exterior del mismo, cada esquina,
cada borde de la cubierta, el canto del papel, todo.
−Es
curioso… parece que huele a mar.
Lo
sopesó de nuevo, no sé con qué propósito, y miró fijamente las letras de la
portada, donde simplemente se leía “Los piratas de ultramar”. Yo lo observaba
atónito, sin decir palabra.
−Uhm…
−comenzó−. Es un bonito libro, este que tienes aquí, Sam. ¿Y dices que te lo
dio tu abuelo?
−Sí,
así es.
−¿Y te
dijo tu abuelo algo al dártelo?
−Sí, me
dijo que era un libro muy especial, y que tenía que estar preparado para
leerlo. Y que tuviera cuidado de no sumergirme demasiado en él…
−Sí que
es un libro muy especial, Sam. ¿Y no te dijo dónde lo obtuvo él?
−No.
Creo que lo tiene desde hace mucho tiempo.
−Ya…
Desde luego parece antiguo…
−¿Qué
puede decirme de él?
−Puedo
decirte tres cosas. Puedo decirte que nunca antes había visto este libro. No
quiero decir este ejemplar. Quiero decir este
libro, pues no creo que haya más copias por ahí. Debe de ser único en el
mundo. Sí, estoy casi seguro de que lo es. También puedo decirte que sí he
visto en otras ocasiones libros como éste. Libros… peculiares. Pero son raros,
¡muy raros!; y aunque yo me he pasado toda mi vida entre libros apenas puedo
decirte que haya tenido contacto con un puñado de éstos, aunque sí he oído de
otros que nunca he visto, o títulos que se mencionan por ahí, en catálogos
antiguos, y que hoy se consideran perdidos. Yo sólo he tenido en mis manos uno,
o a lo sumo dos, aparte de éste. A decir verdad, no creo que se conserven
demasiados, pues además, hoy ya se ha perdido el arte de hacerlos. Aunque quién
sabe, quizá estén por ahí en bibliotecas olvidadas, o en casas como la de tu
abuelo, a la vista de todos, pero sin ser vistos. Ni leídos.
−Pero,
¿por qué es tan especial? ¿Qué tiene de raro?
−Dime,
Sam… ¿Te has adentrado ya en sus páginas? ¿Has leído algo?
−Sí.
−Entonces
tú mejor que yo conoces la respuesta a esa pregunta; tú sabes lo que tiene de
especial.
−Creo
que sí. Pero, ¿no va a abrirlo?
−No sé
si debo.
−¿Por
qué no? Al fin y al cabo… sólo es un libro.
−¡Cielos,
no! Éste no es sólo un libro.
−¿Entonces
qué es?
−Esto,
Sam, lo que me has traído, lo que tengo entre las manos, es una auténtica
aventura. Pero encierra algo peligroso. Muy peligroso.
Sam Robinson y Los piratas de ultramar
© D. D. Puche & Grimald Libros, 2018
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