CRÓNICAS DE GALADHOR

 

Retomamos las andanzas de Galadhor, nuestro héroe de fantasía medieval ibérica.
Estás en ONIRIUM, página literaria dedicada a la narrativa actual y a la fantasía, el terror y la ci-fi. The Hellstown Post, su título anterior, ahora es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes colaborar en ambas siguiendo estas indicaciones.



Crónicas de Galadhor (II de IV) | Un relato de D. D. Puche | The Hellston Post. Fantasía, terror y ciencia ficción.

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CRÓNICAS DE GALADHOR

La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca 



 
II


     El caballero subió a lomos de su fiel corcel y se encaminó calle abajo, hacia el sur. Contempló más casas de aspecto triste y vio unos cuantos burros escuálidos, tanto que se les notaban las costillas. Entonces el chico lo alcanzó al trote y se puso a caminar a su lado, mirándolo de reojo, pero sin decir nada.
Galadhor lo ignoró, aunque le echaba un ojo de tanto en tanto. Llegaban al final de la miserable calle cuando el chico habló:
−Señor… ¿No necesita un escudero?
−No, no necesito un escudero, y desde luego tú no lo eres.
−¿Un mozo, quizá, que cuide su caballo?
−No.
−Sé cazar, señor. Soy el mejor tirador del pueblo con un tirachinas. Que si le endiño bien a un conejo lo dejo seco, y le puedo traer comida cuando acampe por ahí.
−No dudo de que sepas cazar, muchacho, pero no me hace falta ayuda. Y además, ¿no te echarían tus padres de menos?
−Mi madre es la puta del pueblo, señor. Y ya sabe, un hijo que se marcha es una boca menos que alimentar… Y mi padre… A mi padre le gusta pegarme con el cinto.
−Lo siento, pero no puedo ayudarte.
Salieron de los límites del pueblo, tomando el desdibujado camino del sur, que debía llevar, en una encrucijada a cosa de una legua, a la vía real que conducía a la capital. El chico aún lo seguía, levantando el polvo al golpear en el suelo con los pies.
−Vuelve a tu casa, muchacho. No puedo cargar con más compañía que yo mismo.
−Entonces, ¿me va a dejar aquí?
−Prueba con otro viajero. Quizá alguno te lleve lejos y puedas escapar de aquí.
El chico se detuvo y se quedó contemplando cómo se alejaba al caballero, muy apesadumbrado. Levantó la voz, en un último intento.
−Lo intenté con un par de correos reales, pero ésos no hablan ni hacen caso de nadie…
−Es su labor, chico.
−Y no hubieran podido llevarme muy lejos, de todas formas. Ni siquiera llegaron a salir del pueblo.
Galadhor ordenó detenerse a Meteoro en seco. Tirando suavemente de las riendas, dio media vuelta y se dirigió hacia el chico, que había quedado unas yardas atrás.
−¿Cómo que ni siquiera llegaron a salir del pueblo? ¿Qué has querido decir? −preguntó el caballero, repentinamente interesado.
−Bueno, yo… no sé nada.
−Vaya, si sabes. Demasiado listo eres, creo yo.
−Debería hacerle caso y volver a casa…
−Hace un momento no querías volver allí. Dime lo que sabes o bajaré del caballo, te ataré a un árbol y te daré unos azotes.
El muchacho dudó unos instantes, pues sin duda algo le daba mucho miedo; pero bien pensado, tampoco le apetecía recibir los azotes de un caballero, que quizá fueran peores que los de un labriego, meditó.
−Sólo sé que en los últimos tiempos varios correos, que han pasado por el pueblo, y han parado a comer algo, nunca llegaron a salir. Y nada más puedo decir… ¡A mí no me cuentan nada!
Galadhor miró al horizonte, pensativo, tratando de decidir qué hacer, o más bien si debía hacer algo.
−¿Hay una hospedería en el pueblo?
−Oh, sí, señor. La Casa de Roque, le dicen. ¡Allí suele trabajar mi madre!
−Bien… −respondió Galadhor, con algo de asco−. Llévame allí.
−¿Me ganaré otra moneda de cobre, señor?
No era avispado ni nada, el muchacho.
−Toma, diablo −dijo Galadhor, lanzándole otra moneda−. Llévame allí cuanto antes.
Desanduvieron el trecho que habían recorrido hasta llegar de nuevo a las lindes del pueblo. En aquella época del año anochecía pronto, de modo que ya estaba el sol declinando para cuando llegaron a la plaza principal, donde estaba la hospedería del tal Roque. Galadhor puso pie en tierra.
−Detrás hay una cuadra, señor −dijo el muchacho−. Puedo dejar su caballo allí. Verá que bien está.


Si te gusta leernos, te gustará escucharnos




     −De acuerdo, llévalo y que tenga forraje fresco.
−¿Qué tal otra moneda?
−Nada de más monedas. Haz lo que te digo.
El chico tiró de las riendas de Meteoro y lo condujo por una callejuela lateral a la cuadra en la parte posteror de la hospedería.
−¡Espera, muchacho!
−¿Sí, señor?
−¿Cómo te llamas?
−Me llaman Tone, mi señor.
−Yo soy Galadhor. Galadhor de Castelia. Escúchame bien: quiero que cuides de mi caballo toda la noche, hasta el alba. Y si lo haces bien −dijo, mostrándole una reluciente moneda−, te habrás ganado una de plata.
−¿De plata? ¡Caramba!
−Ésta te la daré después de que hayas hecho el trabajo y yo esté satisfecho, ¿entendido?
−Después, sí señor. No me despegaré de él ni un minuto, señor. Dormiré a su lado, y le cantaré canciones, si hace falta. Pienso cuidarlo como si fuera la mismísima Emperatriz, señor.
−Bien… Y ahora, largo.
Tone se marchó hacia la parte de atrás del edificio, y Galadhor se encaminó a la entrada. Algunas miradas inquisitivas de paisanos en la plaza parecían decir “no te queremos aquí”.
Traspasó la puerta y se encontró en un antro miserable, como todo lo demás allí, con una pequeña y descuidada barra, varios toneles, un salón lúgubre al fondo, donde se encontraban algunos parroquianos disfrutando de la compañía femenina que ofrecía el lugar. El conjunto era encantador.
Según se entraba se topaba uno con una mujer obesa y con bigote, sentada junto a una caja de madera llena de dinero, que contaba de forma vil, y una botella de licor. Vileza era la palabra; lo que se respiraba en el ambiente, desde luego.
−Roque, supongo… −dijo Galadhor.
−Roque no está ahora. Se está beneficiando a alguna zorra de ésas… ¿Viene a cobrar alguna deuda? ¿Qué quiere?
−Una habitación. Necesito pasar la noche.
La gorda lo miró de arriba abajo y escupió al suelo.
−No tenemos habitaciones para gente noble como usted.
−Me bastará una habitación para gente que no sea noble.
La gorda dudó un par de minutos enteros, mientras le pegaba dos largos sorbos al apestoso licor que tenía sobre la mesa y eructaba sonoramente.
−No alquilamos habitaciones individuales.
−Una para mí y para mi compañía, entonces.
La gorda lo siguió mirando con desprecio, pero finalmente llamó a una de las mujeres que estaban allí, la cual esperaba clientes apoyada en una pared.
−¡Amadora! ¡Mueve el culo y atiende a este cliente! −le gritó de malas formas−. Serán seis monedas de cobre −le dijo ahora a Galadhor−: cubren la habitación, la bebida y el coño.
Era un precio claramente abusivo, al menos por dos de aquellas tres cosas, pero Galadhor se avino a pagarlo.
−Enseguida le arreglamos una habitación, en cuanto el gorrino del regidor termine con su chica favorita. ¡Cleto, acaba ya con la pobre Teresa, que la vas a aplastar! ¡Córrete ya, maldito gordo borracho!
Un escalofrío de pura repugnancia recorrió a Galadhor de pies a cabeza.
−No se preocupe por eso… Ésta es una casa honorable: cambiamos las sábanas después de cada cliente.
Eso tan sólo hizo sentirse a Galadhor un poco menos asqueado.
−Mientras, tome asiento por ahí y disfrute de la compañía y la bebida.
La tal Amadora, una puta escasamente vestida, pero que parecía menos aborrecible que todo lo demás, se aferró dulcemente al brazo de Galadhor y lo condujo a una mesa, cerca del fuego, donde lo hizo sentarse. Pese a todo, su perfume le resultó embriagador.
−¿Qué queréis que os traiga, amor mío?
−¿Qué es lo más fuerte que tenéis aquí? Me hará falta algo realmente fuerte.
−¿Lo más fuerte? −repitió Amadora−. Licor de fuego. Lo hacemos con rábanos fermentados con una pizca de veneno de jugo de sapo. Aquí lo toman mucho los que quieren olvidar.
Aquello parecía una mezcla capaz de matar a un oso.
−Mejor tráeme una simple botella de vino dulce.
−Como deseéis, cielo mío.
Galadhor se encontró, así, en mitad de aquel salón escasamente iluminado, un antro de mala muerte donde las risas de borrachos, las putas fingiendo amarlos, y el hedor de distintos tipos de alcohol casero, mezclado con el ambiente del lugar, le hicieron desear que algún dios magnánimo destruyera en aquel instante ese pueblo entero, con todos sus habitantes. Pero los dioses no escuchan…
Poco después aparecía Amadora con una botella de vino y dos copas, tratando de dar algún toque vagamente elegante a la escena. Se sentó sobre las rodillas de Galadhor, sirvió una copa, que llenó hasta arriba, y se llenó la boca del dulce vino, sin tragarlo. Entonces acercó su boca a la de él y, con un beso, dejó verterse el vino entre sus labios. Acto seguido, dejó caer otro poco de vino sobre sus senos, los cuales se descubrió, y se los arrimó a la boca a Galadhor, para que probara el vino allí también.


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Esta vez, Galadhor no lo probó.
−¿No os gustan mis tetas, mi señor?
−Claro que me gustan. Pero esperemos a estar en la habitación.
−Como deseéis −dijo ella, y sirvió el dulce vino en la otra copa, para que Galadhor bebiera de ella.
Eso hizo, mientras miraba en derredor suyo, tratando de ver si algún rostro le resultaba familiar, o si veía algo sospechoso. Era un vino malo, pero calentó sus entrañas. Algún cliente más entró al salón, y otra puta acudió en su busca. Debía de ser el negocio más boyante del pueblo. Quizá el único.
−¿Qué os preocupa? preguntó Amadora. ¿No os gustan mis atenciones, o mi rostro? Cuando pasemos dentro sabré entreteneros mejor que aquí.
−Sois muy bella, doy fe. ¿De dónde sois, si puedo preguntarlo?
−Soy de aquí del pueblo, mi señor.
−Veo que habláis muy correctamente para ser una vulgar villana, lo que significa que habéis recibido alguna educación. Y eso no ha podido ser en este pueblo olvidado de Dios. De modo que procedéis de otro sitio, porque no creo que nadie pueda regresar jamás a este lugar. Lo cual me lleva a pensar que venís de algún sitio mayor, y quizá de una familia menos humilde de lo que vuestra profesión da a entender.
Amadora se quedó callada, sin saber qué responder, y evitó mirar a Galadhor a los ojos.
−Soy quien queráis que sea: puta, villana, o una reina, si eso es lo que os place. Decidme qué deseáis, y lo haré realidad.
Galadhor no respondió, ni siguió hurgando en esa evidente herida, que al fin y al cabo no era asunto suyo. Tan sólo siguió bebiendo, mientras Amadora esperaba sentada a su lado, sin entender muy bien qué quería el caballero de ella.
Al rato, una puerta se abrió de golpe, tras unos ahogados gritos, y por ella salió un repugnante gordo sudoroso, vistiéndose todavía, rojo como un tomate, y con expresión de satisfacción. Se acercó a la barra, se bebió de un trago un vaso de licor que tenía allí esperando la bigotuda de la entrada, le dejó unas monedas más, y se largó del establecimiento. Poco después aparecía en la puerta de esa misma habitación, tapándose con una sábana, una chica morena que apenas tendría dieciséis años, con la cara morada de golpes y a la que le costaba tenerse en pie.
Dos compañeras la sostuvieron y se la llevaron a alguna estancia posterior, mientras una vieja entraba en la habitación y parecía, en efecto, que ponía sábanas limpias. O por lo menos más limpias que las anteriores.
Galadhor estuvo tentado de hacer algo, pero se quedó en su rincón, cerca del fuego, con el muslo de Amadora sobre su regazo, bebiendo el dulce vino. Observando, nada más.
Al punto entraron, armando jaleo, un grupo de lugareños, cinco o seis, que por cómo se comportaban, y cómo exigían a la de la entrada, debían de creerse los amos del pueblo. Inmediatamente el caballero reconoció al menos a tres de ellos; uno, en particular, era al que le había atravesado la mano, el cual parecía el cabecilla de aquel grupo. Se pasearon por todo el local manoseando y agarrando a las chicas, quitando a alguna de ellas de encima de su cliente, y tomando las botellas que les apeteció.
La dueña, y su marido, el tal Roque, que en ese momento salía de otra habitación, trataron de llamarlos a la discreción sin ningún éxito; se conformaron con rogarles que no armaran gran estropicio. Sobaron a todas las putas con las que se toparon, y les dieron sucios besos, con sus apestosas bocas, que ellas trataron de evitar. Parecía que ya venían borrachos de otro sitio, y con ganas de llamar la atención.
−¡Vamos a ver! ¿Qué tenemos aquí? −dijo, en voz alta, y tambaleándose, el tipo de la mano vendada−. Tenemos dinero y hemos venido a divertirnos, ¿y esto es todo lo que hay? ¡Roque, saco de estiércol, saca tus mejores licores y llévate de aquí a estas putas viejas! ¡Queremos carne joven!
Los otros silbaban y se reían, como la patética banda que eran, siguiendo a su cabecilla. Roque, muy azorado, trataba de que la situación no se le fuera de las manos, y de una sala anexa hizo venir a varias chicas más, bastante jóvenes, a las que les tocó lidiar con semejante rebaño.
−¡Eso está mejor! ¡Venid aquí, zorras! gritó el cabecilla.
Amadora se estremeció y se arrimó aún más a Galadhor, quien permanecía en silencio, observando aquella lamentable demostración de bajeza y depravación… Y eso que aquél ya era de por sí un antro de bajeza y depravación.
Las muchachas, que serían las únicas mozas núbiles del pueblo, sólo trataban de quitárselos de encima; pero no tenían opción. Algunos de aquellos hombres se quedaron en la sala, bebiendo y armando jaleo, y obligando a sentarse a varias de las jóvenes sobre ellos. Otros dos de ellos, incluido el líder, se llevaron a rastras a dos de las chicas a las habitaciones. Una de esas habitaciones era la que habían asignado a Galadhor. El jefe de la banda cogió a una chica, se la echó sobre el hombro como si fuera un saco, entró en la habitación con ella, y nada más cruzar el umbral la lanzó sobre la cama y dio un portazo tras de sí.


Otra novela del autor de este relato



      Además de las protestas de las chicas en la sala, se podían oír gritos procedentes de las habitaciones.
Galadhor dejó su jarra sobre la mesita de madera que tenía al lado y se levantó.
−No vayáis −le susurró Amadora−. No podéis hacer nada.
−Ésa es mi habitación −respondió él−. Voy a indicarle que se ha confundido.
Avanzó entre las mesas y se dirigió al lado opuesto del salón, hasta la puerta de esa habitación. La abrió de una patada y se encontró al canalla forcejeando con la chica, apenas una niña, que trataba inútilmente de quitárselo de encima. En ese momento le estaba arrancando la ropa, y ella, con las piernas abiertas, y él, con la polla ya fuera, se quedaron mirándolo sorprendidos.
−¡Otra vez tú, maldito forastero! −le gritó, furioso, a Galadhor.
Éste desenvainó su espada y le puso la punta a la altura de la entrepierna. El tipo no abrió la boca, levantó las manos y no hizo movimiento alguno. La muchacha rápidamente se levantó y se arregló las ropas. A continuación se echó contra la pared, al otro lado de la cama, y allí se quedó, inmóvil, contemplando la situación.
−Por favor… tenga… cuidado… con eso… −balbució el canalla, menos viril que instantes antes. Ya no tenía la polla tan dura.
Mientras, a espaldas de Galadhor, se formaba un revuelo, ya que todos los presentes se habían quedado estupefactos cuando abrió la puerta de una patada. Pero ahora los camaradas del matón se arremolinaban en la puerta de la habitación −incluido el que había entrado en otra con una chica, que había salido subiéndose los pantalones al oír el jaleo−, aunque temerosos de actuar.
−Elige: ¿tus testículos o tu miembro? −preguntó Galadhor.
−¿Q… Qué? −respondió el otro, aterrado.
−Ya te he cortado una mano, lo cual no te ha impedido emborrarte e ir de putas unas horas después. Te aplaudo. Pero ahora te digo que elijas: ¿quieres que te corte tus míseros huevos, o esa ridícula verga?
El tipo, antes tan bravucón, ahora temblaba como un flan.
−Yo… no… por… por favor…
Unos gritos interrumpieron a Galadhor.
−¡Eh, tú, imbécil! ¿Qué crees que estás haciendo?
Una mano se echó sobre el hombro de Galadhor, y éste, sin girarse siquiera, dio un fuerte codazo hacia atrás, que partió los dientes del impetuoso indeseable; los pocos dientes que le quedaban, de hecho. Entonces, sin emplear siquiera su espada, se volvió para enfrentarse a los demás, que se le echaban encima. Las mujeres chillaban, aterradas, y Roque casi se mea encima.
Uno de los hombres intentó darle un puñetazo, que Galadhor esquivó sin mayor dificultad, y acto seguido le propinó tal gancho en el estómago que lo dejó sin respiración; a otro, que no debía de esperárselo, le lanzó directamente un puñetazo con la izquierda, directo a la nariz, que lo dejó fuera de combate. El tercero, un gordo, se le echó encima y ambos cayeron y rodaron por el suelo. Amadora lanzó un grito, en ese momento, asustada por su campeón. El hedor del aquel desgraciado era insoportable, de modo que Galadhor le colocó, como pudo, los pies debajo, y lo lanzó contra la pared con un fuerte impulso. Se levantó de un salto mientras el individuo pestilente se recuperaba del golpe contra la pared; Galadhor sacó su cuchillo de la funda en su cinto y lo lanzó diestramente hacia su cara. Se clavó en la madera del marco de la puerta, a apenas un cabello de la mejilla del gordo, por la que cayó un hilo de sangre. No se atrevió a intervenir más en la pelea.
Mientras todo esto sucedía, el cabecilla se había recompuesto lo suficiente como para romper una botella de vino e intentar clavársela a Galadhor por la espalda. Otro error en su cuenta. No previó los mayores reflejos de su adversario, ni que en un abrir y cerrar de ojos, con un ágil revés, rebanaría limpiamente los dedos que sujetaban el cuello de la botella, dejándolo ahora sin ninguna mano útil. El tipejo acabó en el suelo, gritando de dolor e intentando contenerse la hemorragia.
Los miembros de la panda se ayudaron unos a otros a levantarse y salieron escopetados de allí, como los vulgares cobardes que eran. Galadhor limpió la hoja en la sábana de la cama y la envainó; y acercándose al marco de la puerta donde había clavado su cuchillo, lo arrancó de la madera y lo envainó también. Ambas hojas habían bebido sangre, aunque casi de forma testimonial. Entretanto, Amadora se lanzó hacia él, y en general, todas las presentes parecían aliviadas de que aquellos buscadores de problemas se hubieran largado. Únicamente el tal Roque no parecía muy contento:
−No sabéis lo que habéis hecho −le dijo el dueño del local−. Volverán otro día, cuando vos no estéis ya aquí, y será peor para los que sí estemos.
−De nada −respondió escuetamente Galadhor.
Amadora se abrazó dulcemente a él y lo besó. Otras de las chicas se acercaron también, pero ella las apartó con un gesto.
−Es mi cliente −les dijo, y luego susurró a Galadhor: −Ven conmigo. Arriba hay otro lugar mejor. Por esas escaleras.
Condujo a Galadhor hasta unas pequeñas escaleras de madera en un rincón, que daban a un piso superior, con varias habitaciones más. Hizo pasar a una de ellas al caballero y, una vez dentro, cerró con el pestillo. Había una cama, una palangana y un pequeño armario. Le ayudó a quitarse sus armas y su vestimenta.
−Nadie nos molestará aquí.
Cuando lo hubo desnudado, se desnudó ella también, y lo condujo a la cama, donde se tumbó a su lado.
−Has de saber que yo nunca pago a mujeres para yacer con ellas −dijo Galadhor.
−Olvidad que habéis pagado por mí. Considerad esto un regalo inesperado… para ambos.
Amadora lo besó dulcemente, y se entregó, con él, al hechizo de la noche. 


 
 




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