El peor miedo es el que se esconde en lo cotidiano...
Estás en THE HELLSTOWN POST, página literaria dedicada especialmente (pero no sólo, como puedes ver hoy) a la fantasía, el terror y la ci-fi. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes colaborar en una u otra siguiendo las indicaciones que te dejamos más abajo. © 2019 D. D. Puche (autor) & The Hellstown Post.

Relatos | Suspense y terror
ELLA NUNCA ESTUVO ALLÍ
Un encuentro casual en un café puede tener consecuencias imprevisibles
Por D. D. Puche
Hacía años que no veía a Laura, desde los tiempos
de la facultad. Fue una sorpresa encontrármela aquella tarde en esa cafetería
que yo no frecuentaba, y a la que sólo entré casualmente porque estaba
lloviendo intensamente. Al verla, sentada en una mesa cerca del ventanal que
daba al parque, con la mirada perdida, algo lánguida, pero hermosa, el corazón
me dio un vuelco. Hay reacciones que parecen superadas a cierta edad, pero ante
estímulos del pasado se repiten como cuando uno no tenía la actual experiencia;
nos afectan con la misma intensidad y falta de autocontrol. Y yo estuve muy
enamorado de Laura, aunque nunca tuve el valor de decírselo. Ahora, tras media
vida, un divorcio y varias relaciones sentimentales que podría llamar
sucedáneos de pareja, me topaba con ella de nuevo. Y me sentí como un
chiquillo.
Me costó un esfuerzo titánico acercarme a ella y
saludarla, aunque era lo que más deseaba hacer. Era como debatirme entre dos
poderosas fuerzas contrapuestas, la que me arrastraba hacia ella y otra que,
entendí que a causa de esos estúpidos nervios, me decía que no, que huyera.
Pero yo ya no tenía edad de huir, ya lo había hecho en el pasado, en muchas ocasiones,
y sabía que huir es lo único de lo que uno termina arrepintiéndose el día de
mañana, mucho más que de los errores. Así que, no sin grandes dosis de
autodominio, me planté a su lado y la saludé. Ella apartó sus grandes y tristes
ojos castaños del ventanal y los volvió hacia mí. Hubo un instante de duda,
como si no me reconociera, pero duró sólo medio segundo; medio segundo en el
que sus ojos fueron tan inexpresivos como si miraran a un insecto sobre la
pared. Pero inmediatamente se iluminaron, una enorme risa llenó su rostro y me
devolvió el saludo con efusividad, se levantó y me dio dos besos, y pude
respirar aliviado.
Me invitó a sentarme. Pedí un café capuchino para
acompañar el suyo, que seguía intacto sobre la mesita, como si no lo hubiera
tocado, y charlamos. Fue increíble, porque hubo una conexión inmediata, como si
nos conociéramos bien de toda la vida ‒nunca habíamos tenido una relación tan estrecha
en los años de estudiantes‒
y lleváramos viéndonos de continuo todo este tiempo. Como el reencuentro con un
amigo íntimo, esto es, alguien a quien puedes ver por primera vez desde hace
mucho tiempo y no importa, siempre parece como si hubieras hablado con él el
día antes; todo se retoma con naturalidad. Así fue con Laura, tan encantadora e
interesante, con esos grandes ojos, tan atentos, que parecían no perder un
detalle de lo que ocurría a su alrededor, como si se bebieran la realidad. Le
expliqué que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque era el último mono
allí; le hablé de mi matrimonio roto y de cómo llevaba el divorcio, y del
apartamento que ocupaba desde que vendimos el piso común; y le conté mis
aficiones, y mis preocupaciones, y todas las pequeñas cosas que hacen una vida
y que a priori nunca parecen interesantes para ser descritas, salvo cuando das
con una de esas personas que te hacen sentirte importante al contar tus
minucias y tus anécdotas, que es lo que al fin y al cabo somos. Ella,
alternando su relato con el mío, entretejiendo unas historias con otras, y
siempre con esa enorme sonrisa cálida, me habló de los años que siguieron a los
de la universidad, y de las relaciones truncadas que también tuvo, y de sus varios
trabajos en empresas en las que no tuvo mucha suerte, hasta que terminó
abriendo una empresa de distribución que no tenía nada que ver con lo que
habíamos estudiado; y también me habló de sus hobbies y de los viajes que había hecho y de los que le gustaría
hacer, y de cómo entendía la vida, que era de un modo sorprendente y gratamente
parecido al mío.
La charla fue tan trivial como intensa; tan cercana
como trascendente, de esas que te elevan a un grado de conexión muy alto con
una persona. La tarde dio paso a la noche, pues las horas pasaron volando, y
tras los cafés hubo unas copas en un bar, y todo fluía, y la conversación era
como seda, y a las palabras siguieron los roces, los toques, las sutiles
caricias con las yemas de los dedos, una mano que se posa sobre un brazo, otra
que se apoya en la espalda y que va bajando a la cintura, las cosas que se
dicen cada vez más cerca, al oído, hasta que los labios rozan la mejilla, y
luego la oreja, y sientes que la sangre hierve, que la vida mana a borbotones y
se inflama y quiere consumirse en un instante. Terminamos en mi apartamento,
que tantas relaciones insustanciales y vacías había contemplado, pero esa noche
fue testigo de algo importante, de uno de esos encuentros entre dos personas
que dan sentido a una vida, que son una promesa, que redimen todo un pasado de
insatisfacción y soledad, de miradas que no se encuentran y palabras que se
pierden sin respuesta.
Hacia las seis de la madrugada me desperté y ella
no estaba. Me sorprendió mucho no haberme despertado cuando se fue, no haber
sentido nada, igual que me sorprendió que ella no se despidiera, que no me
dijera que tenía que irse. Pero todo había sido tan precipitado, tan de
improviso, que tampoco podía extrañarme demasiado; y yo había tomado varias
copas de más, así que quizá no me había podido despertar antes de irse. Laura
tendría que ir al trabajo, como yo, así que me levanté, me duché y me lavé los
dientes, y casi sin tiempo ni de tomar una taza de café, me fui al estudio. Pasé
una mañana inquieta, incapaz de concentrarme en el trabajo, sin dejar de pensar
en Laura, en lo sucedido la tarde y la noche antes. Lo increíble del encuentro,
lo bien que había ido todo, la conexión tan inmediata e íntima... A mí no me
pasaban nunca cosas así, y no podía creerme mi suerte. Todavía recordaba el
olor de ella en el dormitorio, su piel, su pelo, su perfume, como una suave
neblina que se resistiera a disiparse. Ansiaba volver a hablar con ella, aunque
sólo fuera por teléfono. Poder escuchar su voz.
La llamé en un descanso, porque nos habíamos dado
los números antes de que la cosa se calentara y termináramos en mi apartamento.
Pero nada, no contestaba; la señal sonó varias veces hasta que se interrumpió
la llamada. Bueno, estará ocupada, pensé. Repetí el intento más tarde, a la
salida del trabajo, justo antes de coger el coche en el párking, y el resultado
fue el mismo. Habían pasado tres horas. No es que significara nada, pero un
profundo desasosiego creció en mí. Empezaba a tener un mal presentimiento. A
esas llamadas siguieron unas cuantas más, durante el resto de la semana, a
distintas horas del día. Nada. Nunca cogía el teléfono. Siempre daba señal
hasta interrumpirse la llamada. Tampoco saltaba un contestador. Busqué el
número en internet a ver si me salía alguna correspondencia ‒dirección de correo
electrónico, oficina, o lo que fuera‒, porque tampoco tenía ningún otro medio de
localizarla, aunque si ella no quería contestar al teléfono, poco tenía que hacer
en ese sentido. La extrañeza inicial, seguida de frustración y después de
abatimiento, poco a poco se transformó en enojo. Si después de aquel día no
quería saber de mí, que le dieran. Menuda impresentable, me decía a mí mismo
intentado convencerme de que tenía que olvidarla.
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Olvidarla. Claro. No sería posible. No podía
dormir por la noche, recordando las horas que pasamos juntos. Al echar una
mirada atrás, pasados unos meses, me parecían las únicas llenas de sentido de
mi vida; todo lo demás había sido distracción, un entretenimiento hasta que
llegó ese momento justo de mi destino. Y si en algún momento las sensaciones
comenzaron a asentarse y hacerse manejables, si parecía que empezaba a superar
el bache de aquel encuentro y la pérdida posterior, mi serenidad zozobró de la
peor manera cuando recibí una llamada al móvil. Era ella. Descolgué con el
corazón golpeando mi pecho como un martillo, intentando que las emociones
discordantes ‒esperanza, alegría,
enfado, miedo, nervios‒
se reflejaran lo menos posible en mi voz. Pero las únicas palabras, pronunciadas
antes de colgar bruscamente, fueron las suyas, que sonaban como venidas de una
distancia infinita, como si las oyera desde el otro lado de una pared y me
llegara sólo un eco incierto, algo como de cristal a punto de romperse. Y fueron
éstas, escuetas y lapidarias: "No me busques más. Nunca darás conmigo.
Nunca estarás conmigo".
Podrás imaginar la desesperación que experimenté
en ese instante, y el resto de ese día, y los siguientes. Esa llamada me hundió
por completo; si lo estaba llevando regular, y a duras penas podía decir que me
estaba recuperando, que conseguía olvidarla, después de eso ya no pude más. Fue
un acto de gran crueldad por su parte, aunque quizá ella pensó que era lo
contrario. ¿Y por qué en ese momento, transcurridos meses desde aquella noche? No
entendía nada. Estaba demacrado, me lo decían en el trabajo, y mis amigos, y mi
familia, a la que procuraba evitar para que no me vieran arrastrarme como lo
hacía. Vivía penando, me limitaba a sobrevivir, pálido y ojeroso, deprimido,
perdida la noción de la realidad y del tiempo, siempre distraído, incapaz de
hilar pensamientos. Casi perdí el trabajo, y tuve que cogerme una baja médica. Estuve
tomando antidepresivos y me costó mucho rehacer una vida normal. No tanto
porque no pudiera como porque no quería.
Es lo que ocurre en estos casos: nuestra mente nos traiciona. Nos esforzamos
mucho en autodestruirnos cuando nuestros planes nos fallan, cuando la imagen
ideal que teníamos de lo que sería nuestra vida se demuestra ilusoria. Por mucho
que no dependa de nosotros.
Pasaron como dos años, y las cosas ya estaban
relativamente bien. Rehíce mi vida. Me iba bien en el trabajo; había ascendido
y ya estaba a punto de ser nombrado socio. Tenía una relación estable con una
mujer maravillosa y salíamos regularmente con un buen grupo de amigos. Podía
permitirme ciertos caprichos que, al fin y al cabo, aun de un modo un tanto
prosaico, son lo que entendemos por felicidad. Fue entonces cuando mi cabeza se
hizo añicos. Creo que de forma irremediable. Un día, en el estudio, estaba leyendo
un titular en Twitter, un enlace a una noticia llamativa, y pinché el enlace a
un periódico digital. Para mi decepción, vi que llevaba a una noticia de hacía
cuatro años. Material informativo caducado, de ese que las redes sociales tan a
menudo venden como nuevo. Pero en esa misma página del periódico online había otra columna que hablaba de
una mujer fallecida en un accidente de tráfico, de madrugada. No pude evitar
fijarme en ella, sin saber por qué; simplemente me atrajo. Ni en el titular ni
el subtítulo de la noticia figuraba el nombre de la fallecida, pero sí unas
iniciales que coincidían con las de Laura. Eso no significaba gran cosa, pero
el corazón empezó a latirme como cuando la vi en la cafetería, como cuando
recibí su última llamada. Incluso me mareé un poco, aunque no había razón
alguna. La noticia era dos años anterior a nuestro encuentro, a aquel día
tristemente memorable. Pero la abrí con un clic. Allí estaba. Era Laura. Los
datos coincidían: nombre completo, edad, ciudad, profesión. Creyendo que me
volvía loco, hice búsquedas en la red acerca de ese accidente, y entre los
resultados me salió una foto de Laura, sin lugar a dudas ni equívocos. La familia
anunciaba su funeral. Quedé aterrado, paralizado, como catatónico. Me encontraron
en mi despacho un buen rato después; no sé cuánto tiempo transcurriría. Según
me dijeron, tenía los ojos abiertos de par en par y perdidos en el infinito.
Ahora estoy en tratamiento psiquiátrico. Mi mente
se ha quebrado, incapaz de comprender cómo pude estar con Laura aquel día. Un
día dos años más tarde de su muerte en un accidente de tráfico. El doctor cree
que nada de esto sucedió jamás. Qué sabrá él.
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