CRÓNICAS DE GALADHOR


Recuperemos donde las dejamos las andanzas de Galadhor,
nuestro héroe de fantasía medieval ibérica...

  

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CRÓNICAS DE GALADHOR

La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca (III de IV)



Crónicas de Galadhor (3 de 4) | Un relato de D. D. Puche | Onirium. Fantasía, terror y ci-fi.



 Por D. D. Puche © 2019
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Publicado en 7/1/2021

(Lee la Parte I)


Nadie los molestó durante las siguientes horas, en las que Galadhor pudo al fin descansar apaciblemente. Al menos hasta que, siendo todavía noche cerrada, pero no muy lejos del alba, un leve ruido sacó al héroe de sus sueños.
Un minuto después, otro ruidito. Y, poco después, otro.
Se trataba de unos guijarros golpeando la ventana. Justo cuando iba a asomarse, otra pequeña piedrecita impactó en ella. Abrió de par en par y se asomó a la calle, apenas iluminada por las estrellas. Allí vio, abajo, a Tone, con un puñadito de guijarros en la mano.
−¿Qué quieres, muchacho? ¿Por qué me despiertas?
−¡Señor! −le dijo Tone susurrando−. He visto movimiento cerca del edificio… Y su caballo se muestra inquieto. Por eso me he atrevido.
−Espera ahí abajo, en la cuadra. Enseguida bajo.
Amadora también se despertó y se levantó, cubriéndose apenas con la sábana.
−¿Qué ocurre?
−Debo marcharme −respondió escuetamente Galadhor, cogiendo sus ropas.
La mujer se asomó por la ventana.
−¡Ah! ¡Hola, hijo!
−¡Hola, madre!
Galadhor se ajustó las botas y cogió su cinto, junto con la espada envainada.
−No deberías ir −le suplicó, preocupada−. Habrán ido a por más gente. Te matarán. Espera al menos a que sea de día.
−La noche no será una ventaja para ellos. De todas formas, pronto amanecerá.
Ella lo abrazó por la espalda, pero Galadhor era demasiado valiente para quedarse esperando allí. Además, quería asegurarse de que nada le pasara a Meteoro. Salió por la ventana, apoyándose en el tejadillo entejado del piso inferior, y desde allí se descolgó, agarrándose a la celosía de la ventana de abajo, hasta el suelo. Poco más allá estaba la cuadra, con dos o tres caballos descansando junto a montones de paja, y allí se encontraba Tone, esperando junto a Meteoro. Galadhor acarició suavemente la testuz de su caballo, que relinchó al ver a su amigo.


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−¿Qué he de hacer, señor? −preguntó Tone.
−Tú quédate aquí, junto a mi caballo. No os pasará nada.
El caballero se asomó a la calle, amparado en la noche, y efectivamente, vio un par de hombres vestidos de negro, corriendo de esquina en esquina.
−¡Señor, espere! −lo llamó Tone.
−¿Qué quieres?
−¿Me ganaré otra moneda de cobre?
Todo un zorro.
−Si no me molestas más, te daré dos.
Galadhor salió al encuentro del peligro, espada en mano. En una calleja a su derecha oyó un ruido y se acercó silenciosamente, pero sólo vio un gato asustado salir corriendo ante su presencia, con un maullido. De pronto, notó algo a su espalda. No iba a dejar que un sucio palurdo acabara con su vida, de modo que, sin mirar siquiera, se giró asestando un mandoble a lo que estuviera allí. Un tipo, con un garrote en alto, sujetado con ambas manos, vio sus tripas derramarse sobre el suelo como el pescado sobre la cubierta de un barco cuando se abre la red. Cayó muerto, como iba a caer el que venía corriendo hacia él desde la misma calleja oscura por la que segundos antes había visto escabullirse al gato.
El felino le prestó un buen servicio al maullar ante otro molesto humano, ya que advirtió a Galadhor de que alguien venía. Dio una diestra estocada y el desgraciado quedó atravesado de parte a parte, ensartándose a sí mismo en la hoja con el impulso de la carrera. Antes de que se desplomara, Galadhor le cogió la enorme navaja tolettana que llevaba en la mano, y con ésta y su fiel espada, volvió atrás, hacia la calle a la que se abría la cuadra. Allí, sobre el tejadillo por el que él mismo descendió minutos antes, hacia su habitación, trepaba un indeseable, el cual recibió en la espalda el premio por su cobardía: la navaja de su compinche. Cayó desde lo alto como cae del árbol la fruta madura. 
 
 
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Dos compinches más aparecieron por ambas esquinas de la calle; uno lo atacó con una azada, que la hoja de Galadhor detuvo en seco, mientras que el otro intentó asestarle un golpe con un pico. Detuvo a éste con una patada en el vientre, y acto seguido se revolvió para deshacerse del labriego asesino, al que ensartó como un pollo en el horno. Otro rápido golpe y el del pico perdió las manos, y a continuación, de otro tajo, la vida.
Galadhor aguardó en la calle, con la espada en alto, observando entre las sombras, y esperando otro ataque. Así estuvo un minuto entero, hasta que comprobó que nadie más venía a por él. Si había más sicarios, se habrían acobardado al ver a sus compañeros perecer tan fácilmente ante su espada.
Retrocedió y se metió de nuevo en la cuadra.
−Creo que el peligro ha pasado −dijo.
Entonces lo vio.
Uno de aquellos malnacidos sujetaba por detrás a Tone, que estaba de pie, con una navaja al cuello. Meteoro relinchaba, furioso.
−Lo siento, señor… Me cogió desprevenido −se disculpó el muchacho.
−No es culpa tuya −respondió Galadhor.
El desgraciado que amenazaba al chico, otro vecino de ese maldito pueblo, se mostraba nervioso, pero seguro de estar en una posición de superioridad, pues sonreía con su sucia boca desdentada.
−Je, je, je… Despacio, despacio… Suelta la espada.
Galadhor no le hizo caso.
−Suelta la espada o le rebano el cuello al muchacho. Lo último que verá será su propia sangre brotando como una fuente.
Galadhor clavó la espada, verticalmente, sobre un montón de paja a su lado.
−Y ahora, apártate de ella.
El caballero dio unos pasos al lado contrario.
−Si lo dañas, tú morirás instantes después −le advirtió.
−Te dijimos que te fueras de aquí… Y no nos hiciste caso −en ese momento Galadhor lo reconoció como uno de los que estaban sentados en una mesa, el día anterior, en la taberna−. Por tu culpa perdimos a ese correo… Pero nos resarciremos contigo.
Entonces Galadhor encajó todas las piezas.
−Vamos a esperar aquí a mis compañeros −prosiguió el aldeano−, y en cuanto lleguen… Oooh… Te vamos a hacer sufrir.
El caballero comprendió que no tenía demasiadas opciones. Reflexionó unos segundos, mientras miraba a los ojos a Tone.
−Tranquilo, chico −dijo.


Échale un vistazo a...



Entonces, sin que ninguno se lo esperara, gritó: “¡hop, hop!”, y Meteoro se encabritó sobre sus patas traseras, con un relincho, y golpeó con las delanteras, al caer, las espaldas de aquel bastardo. Tanto él como Tone se fueron al suelo, momento que aprovechó Galadhor para empuñar su espada y, con dos pasos, rebanar la cabeza del conspirador. Su cuerpo exangüe quedó tendido en el suelo mientras la cabeza rodaba hasta unos sacos cercanos.
−¿Estás bien, muchacho? −le dijo, ayudándolo a levantarse.
−Ehm… Sí, sí, señor. Conservo mi cuello, ¿verdad?
−Sí, lo conservas. Si no, no hablarías tanto.
−Creo que me he ganado esa moneda de plata, después de todo.
Galadhor se la dio y acudió a tranquilizar a su caballo, al que acarició cariñosamente.
−So, Meteoro, so… Buen chico, todo está bien. Caballo listo…
El corcel se calmó bajo los cuidados de su amo y amigo, mientras Tone examinaba las inmediaciones y descubría los cadáveres que Galadhor había dejado a su paso. El gallo cantó los primeros rayos del amanecer. Pronto todo el pueblo se levantaría de su pesado sueño, y se haría pública la carnicería.
Tras limpiar y envainar la espada, Galadhor salió del establo y se dirigió, por la callejuela lateral, a la parte delantera de La Casa de Roque, en la plaza central del pueblo, con Meteroro a su lado.
−¿Adónde vais, mi señor? −le preguntó Tone−. ¿Qué vais a hacer?
−Es demasiado temprano para seguir matando −contestó−. Necesito desayunar.
Las primeras ventanas y puertas se abrían ya al nuevo día, cuando Galadhor volvió a la taberna donde había comido el día antes, la cual abría ya sus puertas. Allí, el mismo gordo bigotudo barría la entrada, cuando lo vio llegar. Pareció quedarse congelado al contemplarlo. No muy lejos, se oyeron los primeros gritos, cuando alguien descubrió los cuerpos, y pronto se armó gran jaleo en todo el lugar.
−Vengo a desayunar algo −dijo Galadhor−. ¿Está ya abierto para mí?
El tabernero dudó unos instantes, pero finalmente se echó a un lado y le hizo un gesto con la mano.
−Claro, señor… Claro. Pasad.
El caballero dejó a su caballo atado en la puerta y entró.
−Desayunaré huevos y jamón. Y una buena jarra de cerveza.
−Sí… sí, señor.
Rápidamente le sirvió la bebida, y pasó a la cocina donde se puso a preparar frenéticamente unos huevos fritos. Galadhor esperó sentado, mientras a su espalda se podía escuchar un rumor creciente. Las gentes del pueblo se congregaban en torno a la taberna.
El tabernero le sirvió los huevos y unas tajadas de jamón, y se retiró a la barra, donde esperó nervioso y sudando. Galadhor se comió los huevos con abundante pan, tranquilamente, bocado a bocado. Afuera, el rumor de voces crecía más y más, hasta que todo el pueblo se congregó allí, a pesar de la hora que era. Todos esperaban ver al forastero que había causado tantas muertes, aunque nadie se atrevía a hacer nada.
Cuando Galadhor terminó por fin su desayuno, escuchó una voz procedente de fuera. Era el regidor, llamándolo a voces, con más miedo que otra cosa.
−¡Galadhor de Castelia, de apellido desconocido…! Eh… ¡Salid de modo que podamos ver vuestras manos, con la espada envainada, y responded ante la justicia… esto… por las muertes que habéis causado en las personas de varios habitantes de Tierraseca!

 

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