Unas reflexiones (noveladas) sobre el oficio de escritor.
Estás en THE HELLSTOWN POST, página literaria dedicada especialmente (pero no sólo, como puedes ver hoy) a la fantasía, el terror y la ci-fi. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes colaborar en una u otra siguiendo las indicaciones que te dejamos más abajo. Texto e imágenes, © 2019 D. D. Puche (autor) & The Hellstown Post.
Literatura | Novela seriada
El cuaderno de Berlín
Parte 4 | Un estudiante se enfrenta a su opera prima literaria en los meses que pasa en la capital alemana
La literatura pretende –cada obra a su manera– decir la verdad acerca de algo para lo que no hay una solución última, es decir, una ecuación o fórmula que solvente el problema. Por eso no se deja de escribir acerca de las mismas cuestiones, una y otra vez. Especialmente sobre las dos que las resumen todas: el amor y la muerte.
* * *
Entonces D. dejó de escribir. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, que
le dolían. Había pasado los dos últimos días en el piso, sin pisar la calle,
leyendo y escribiendo. Sabía que tenía que salir y conocer la ciudad –y a ser
posible, también gente–, y no le gustaba estar siempre allí metido; pero
también sabía que no iba a tener, en mucho tiempo, tres meses como aquéllos, en
los que poder dedicarse en cuerpo y alma a su novela. En teoría, estaba en
Berlín para trabajar en su tesis doctoral; pero ésta, a decir verdad, le traía
sin cuidado. Podía esperar. Y a su regreso a Madrid tendría que ponerse a
preparar oposiciones, que le esperaban al verano siguiente. Así que tenía que
aprovechar la ocasión para escribir.
Se levantó y estiró un poco las piernas. Se acercó a la ventana de la
cocina para mirar las plantas del patio. Allí había un hombre trabajando. El
conserje, tal vez, al que D. aún no había visto la cara. Por casualidad, el
hombre miró hacia arriba, a su ventana. Y D., sin saber por qué, se retiró de
ella. Después se sentó un rato delante del televisor, a ver si entendía algo.
Aunque no prestaba mucha atención. Estaba bastante satisfecho con las notas que
había tomado desde que llegó a Berlín. Desde luego, el cambio de aires le resultaba
estimulante. Pero tenía que ponerse ya, de una vez por todas, a revisar el
manuscrito de la novela –de la parte que ya había escrito– y las anotaciones
que lo acompañaban. Y ello le daba una pereza terrible, porque escribir una
novela no es como llenar las páginas de un diario, sino que requiere una gran
elaboración y un trabajo intelectual agotador. Así que demoraba ese momento.
Primero se puso a pensar en las cosas que podría hacer en la ciudad, a lo largo
de la semana. Tendría que empezar a pasarse por la biblioteca de la facultad.
Luego se puso a pensar en su regreso a Madrid, y en cómo lo encontraría todo al
llegar. Y en ésas, se durmió...
* * *
Todo esto está muy bien, pero, ¿cómo demonios le doy la forma de una
novela? Si soy demasiado directo, demasiado evidente, la novela será
pretenciosa e intragable. Cosas como las que he escrito estos días atrás no son
publicables si no las paso antes por un filtro muy fino; por otro lado, en la
medida en que me aleje de esas ideas, que creo irrenunciables, la novela perderá
fuerza, y yo seré inconsecuente, y además un incapaz, y probablemente un
cobarde.
Pero hay que coger el toro por los cuernos. El problema de los
“intelectuales” es pensar demasiado y hacer poco; incluso cuando su hacer
consiste sólo en escribir. Aunque me tire los tres meses encerrado en este piso
y no vea el puto Berlín, yo salgo de aquí con algo bueno escrito.
¿Dónde están esas notas? Al final voy a llenar un cuaderno con ocurrencias, y de la novela, nada. Sí, aquí están. El caso es que estoy muy satisfecho con la idea, pero ninguno de sus desarrollos me satisface de momento. Creo que no están a la altura de la propia idea; son parciales, recogen sólo alguno de sus matices, y ello además muy limitadamente. El conjunto va quedando muy pobre. Llegué a escribir casi ochenta páginas, y ahí me quedé. El error de otros intentos, ahora lo veo, fue intentar retomar la novela siempre a partir del punto en que la había dejado. Pero probablemente ese punto sea ya un callejón sin salida; está viciado por desviaciones anteriores de la propia trama. Hay que remontarse más atrás, y sólo a partir del lugar preciso, intentar continuar. Lo que me ha perdido siempre es el intento de salvar páginas escritas. Supongo que se debe a que hay algo de mí en ellas, por malas que sean. Después de todo, son el modo en que he empleado mi fuerza de trabajo, ¿no? ¡Cuánto tiempo si pierde escribiendo! Y pensar que hay gente que disfruta con esto...
El protagonista –que al cabo de ochenta páginas todavía no tenía nombre, y
tal vez sea mejor dejarlo así, como si fuera deliberado, para que parezca una
figura más enigmática– es una especie de Sócrates que deambula por Madrid
charlando con la gente, planteando al resto de personajes preguntas inesperadas
que les hacen replantearse lo inconsciente de sus vidas. Creo que esto, por sí
solo, es un buen hilo conductor para ir introduciendo las cuestiones de fondo
que me interesan. Como trasfondo, quiero hacer un retrato del típico madrileño,
del urbanita castizo posmoderno, pero elevado a arquetipo universal; una
instantánea de la Humana Comedia, representada a través de éste.
Pero el principal problema con el que me he encontrado siempre es que los
encuentros y conversaciones de este personaje son demasiado azarosos y
rapsódicos; parecen episodios de una serie de televisión repetitiva, de esas que
siguen siempre el mismo esquema en cada episodio. Tal vez tendría que introducir,
dentro de la idea general, una o más tramas secundarias, más concretas. Ése era,
precisamente, el tipo de compromiso que trataba de evitar para que la novela
tuviera un perfil más “inmortal”; pero es que, sin eso, se queda sin sustancia
narrativa. El exceso de abstracción termina por disolverlo todo en la nada. Por
ello es preciso, como decía, escenificar lo universal, darle un
decorado. ¿Acaso el Quijote, que en su mayor parte también es una colección de
encuentros y desencuentros, no encierra una gran trama, un largo arco dramático
por el que desfilan los pequeños episodios? (Aunque esa gran trama, en sí, es
ya considerablemente amplia: nada menos que nacimiento, maduración y –cuando
ésta ha culminado– muerte.) Sin la aplicación de esa regla, la novela sería
monolítica, insoportable; parecería el vasto monólogo de una conciencia
construido a partir de las imágenes que va obteniendo de sí misma al reflejarse
en cada cosa particular que la rodea. Al final resultaría, más que un retrato
de la condición humana encarnada en un tipo determinado de ser humano, la
absolutización de una visión unilateral del mundo. No, no funcionaría: algo
debe involucrar al protagonista en su mundo; no puede ser un simple
espectador ajeno a éste. Lo que no sé es si a estas alturas podré aprovechar
los episodios ya escritos, insertándolos ‒con alguna
modificación‒ en la nueva trama. No es probable; tendré que
retroceder hasta encontrar el punto adecuado. Y habrá que replantear el
comienzo también. Todo comienzo, en el fondo, está preñado del final que le
corresponde. Qué gran verdad es ésta. Deberé mencionarla.
"Reflexionamos acerca de los problemas psicosociales que angustian el ser humano". Nos entrevista el escritor Diego Maenza. Texto en: https://t.co/M6MCW5li1r pic.twitter.com/QOchk5QEeK— 𝔻. 𝔻. ℙ𝕌ℂℍ𝔼, 𝔼𝕤𝕔𝕣𝕚𝕥𝕠𝕣𝕖𝕤 (@HellstownPost) November 17, 2019
¿Cómo eran esas líneas del comienzo? A ver… «Solemos hablar poco de lo que
realmente importa, y perdemos demasiado tiempo con nimiedades. Así se nos va la
vida y, sólo al final, nos damos cuenta de todo lo que hemos dejado por decir.
Nuestra existencia se explica mejor por lo que no hemos hecho que por lo que sí
hicimos; nadie escapa a esto. Incluso aquellos que han hecho muchas y grandes
cosas, siempre se verán a sí mismos en función de lo que no fueron capaces de
hacer». Así comenzaba la novela, sí. En la primera escena, el protagonista
entraba en un bar, buscando caras familiares con las que charlar y a las que
gorronear unos vinos. Allí se encontraba, de hecho, con un grupo de conocidos;
en ese momento sostenían una profunda discusión a la que él, por supuesto, se
sumaba –siguiendo el espíritu de esas primeras líneas–, acerca de la naturaleza
del amor... Todo ello muy platónico. Tal vez demasiado, ahora que lo veo. Demasiado
evidente. No para el lector medio, claro, pero sí para el instruido; y ése es
el que más me importa, a fin de cuentas. El protagonista desviaba la
conversación hasta llegar a la conclusión de que la felicidad consiste en tres
cosas, y que las tres tienen que darse a la vez, para ser realmente
feliz: vivir de lo que a uno le gusta, vivir en un lugar bonito, y por
supuesto, vivir con la persona amada; pero la amada de verdad, no esa que se
conoce en torno a los treinta y con la que se acaban compartiendo piso, hijos y
matrimonio, a falta de alguien mejor, sólo por miedo a acabar solo. Sus interlocutores,
a los que les ha sacado unas rondas a cambio de su sabiduría, y ya bien bebidos
‒única ocasión en la que uno dice casi toda la verdad‒, terminaban por reconocer que ninguno de ellos vivía donde quería, ni de
lo que quería –a pesar de ser profesionales bien colocados–, ni, lo que cuesta
mucho más reconocer (al menos antes de los cincuenta), con la persona que
hubieran querido. Y a continuación se hacían penosas confesiones que se habían
hecho mil veces ya, pero que el alcohol permite repetir otras mil más, cada una
de ellas con el mismo efecto catártico que la primera. El párrafo inicial
conectaba con toda esta escena a través de la descripción de unas callejuelas
que el protagonista atravesaba, reflexivo, de camino al bar; y el capítulo
terminaba con él mirando a través de las ventanas del bar, golpeadas por la
lluvia que se había desatado mientras hablaban. Todo ello era una suerte de
introducción al conjunto del libro.
A partir de ahí comenzaba la serie de encuentros del protagonista con toda
clase de personajes, representantes eminentes de diferentes tipos humanos; una serie
que debería componer el retrato, el panóptico más bien, del modo en que se vive
hoy en una ciudad como Madrid, o en cualquier otra. Y todo ello puesto en
relación con lo que no cambia, con lo universal, aquello en lo que todo ser
humano, de cualquier lugar, tiempo y condición, puede verse reflejado.
Sin embargo, ahí mismo comenzaban los problemas. Tal vez incluso deba cambiar todo el enfoque de la novela, para que funcione. ¿No sería mejor plantearla como una historia coral, en la que los distintos personajes, encarnando diversas casuísticas, se van encontrando e hilvanan la trama? Quizá el que hasta ahora era el protagonista deba verse reducido a un personaje más, entre otros... Pero estaríamos en las mismas: ¿cómo estructurar la historia, a pesar de todo? ¿Cómo darle un hilo conductor, una trabazón? Un personaje central me parece irrenunciable. Siempre me atasco en este dichoso problema, y nunca terminaré la novela porque no lo resuelvo. Por más que siga escribiendo, no hago sino demorar la cuestión. La novela no avanza porque le falta un motor. Necesita un desarrollo y un desenlace, para que la serie de acontecimientos tenga sentido retrospectivamente. Había pensado en huir de esta estructura tan tópica, pero vuelvo a ella una y otra vez. Hay que tomar decisiones, cuando se escribe. Y las decisiones conllevan renuncias. No se puede tener todo lo que se quiere.
Estoy llegando otra vez a ese punto en el que me veo incapaz de seguir.
Quizá sea, precisamente, cuando hay que insistir más, para vencer las últimas
resistencias y poder continuar. Lo importante es el trabajo, la determinación.
No dejar nada a las Musas; ésas nunca han ayudado a los vagos. Aunque lo malo
de forzarse a escribir es que la calidad baja: el estilo pierde frescura y se
aplana; las buenas ideas aparecen cada vez con menos frecuencia. Se nota mucho cuando
un escritor escribe cansado. El escritor… persiguiendo siempre su novela, de
día y de noche, con la cabeza lúcida o derrotado. En realidad, el escritor no
es más, en el fondo, que un lector descontento; el lector que no encuentra la
novela que le hubiera gustado leer, la que ansía; que reconoce un lugar vacío
en la Gran Biblioteca Universal y se cree llamado a llenarlo. ¿Se habrá
preguntado antes a sí mismo si tiene derecho a intentarlo? ¿Si su vocación no lo
engaña? Aunque, ¿cómo saber esto, hasta que uno haya escrito su primera novela,
o la segunda, o la décima? ¿Cómo saber que no se pisan arenas movedizas, que no
se es un impostor, aunque se esté seguro de no serlo? De vez en cuando
me hago estas preguntas. Ni siquiera sé si tienen respuesta. Una que no sea
seguir escribiendo.
Continuará...
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