En la quinta entrega de este relato psico-fantástico, la protagonista, Beatriz, hace un descubrimiento acerca de la naturaleza del Onirium que la cambiará para siempre. Entretanto, su vida personal sigue viniéndose abajo.
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EL ONIRIUM
Un relato escrito por D. D. Puche
5
‒¿Y no entendió el nombre que le dio? ‒preguntó Gerhardt.
‒No es que no lo entendiera; es que no lo recuerdo. Sé que en ese
momento lo oí con claridad, pero no consigo recordarlo ahora. Es como si hubiera
ruido en mi memoria de ese instante, una especie de estática que me impidiera distinguirlo.
‒Mmm… ¿Y hay más cosas que no recuerde, o sólo ésa? Me refiero a su
aspecto, a lo que hablaron…
‒No, doctor, tengo un recuerdo bastante nítido de todo lo demás.
‒Bien, entonces, hagamos una recapitulación. Dígame si me he dejado
algo ‒le dijo Gerhardt, pasando varias páginas atrás en su pequeña libreta
negra.
Estaban en su consulta, dos días después del sueño de Beatriz. Ésta lo
había llamado para adelantar la sesión que hubiera correspondido al día siguiente,
porque según ella este sueño le había parecido especialmente significativo.
El único hueco que tenía Gerhardt ese día era por la mañana, así que Beatriz
había tenido que llamar al trabajo y excusarse, diciendo que estaba enferma y
no podía ir.
‒Entonces, tras entrar en el vestíbulo del edificio, un gran hotel de
aspecto como de principios del siglo XX, sube unas escaleras de caracol que
corresponden más bien a una iglesia medieval, de piedra, estrechas y muy empinadas,
musgosas. Asciende por una inmensa torre, y llega finalmente a lo que parece un
mirador o campanario columnado, con imaginería religiosa y muchas palomas…
‒Sí. Había una única campana, enorme.
‒Ya. Y desde allí se contemplaba toda la ciudad, por encima de las
nubes.
‒Sí.
‒Ajá. Una pregunta, es importante: ¿se veían los confines de la ciudad
desde allí? ¿Murallas que la delimitaran, extensiones de campo más allá de las
edificaciones, o algo así?
Beatriz hizo memoria.
‒No, la ciudad se extendía hasta donde llegaba la vista. Como si fuera
infinita.
‒Bien ‒contestó Gerhardt, tomando unas notas rápidas.
‒¿Es importante?
‒Todo lo es. Bien, vamos a ese personaje. Masculino, alto, delgado,
vestido de negro… ¿Atractivo?
‒Pues… sí, diría que sí. No guapísimo, pero sí… eso, atractivo.
‒¿Misterioso?
‒Sí, misterioso.
‒Primera impresión, no lo piense: ¿le inspiró confianza o le pareció
turbador?
‒Pues… ‒Beatriz sí lo pensó‒. La verdad es que al principio un poco
turbador. Me dio un susto al aparecer tan de repente y saber mi nombre. Pero a
medida que hablamos me tranquilizó y me pareció de confianza.
‒Pero para eso tuvo que hablar, ¿no? No fue la primera impresión, sino
que se la ganó a usted con sus palabras.
‒Sí, diría que sí.
‒Ya veo… Y la conversación, por lo demás, duró poco, porque se despertó
usted. Pero básicamente consistió en que, tras aparecer súbitamente y
presentarse, el desconocido le dijo que es un lúcido, como usted… y ésa
fue la palabra que empleó, “lúcido”.
‒Exacto.
Gerhardt releía lo que había anotado a lo largo de la sesión, y anotaba
alguna cosa más, marginalmente, a medida que recapitulaba, como si se le
ocurrieran sobre la marcha.
‒Suena como lo que usted llama sentiente, ¿verdad?
‒Sí, suena parecido a eso, sin duda. He escuchado ese otro término
también, otras veces. No es que haya un vocabulario muy estricto para estas
cosas, ¿sabe?
‒Ya, entiendo.
‒Bien. Así que le explicó que la había detectado hace tiempo y quería
conocerla, porque él también es un viajero de los sueños y está buscando a
otros como él para obtener respuestas. ¿No es eso?
‒Eso mismo.
‒Usted no llegó a decirle mucho de sí misma.
‒Pues… no, creo que no. Hablaba él, sobre todo. Me decía lo que le
conté antes, que lleva mucho tiempo entrando y saliendo del mundo de los
sueños, como lo llama él, y que ha conocido a otros lúcidos, pero que nadie
entiende la naturaleza de ese mundo.
‒¿Me mencionó usted? ¿Dijo que yo la guío en sus experiencias?
‒No, no lo mencioné. ¿Importa eso?
‒Sería interesante que no lo hiciera.
‒¿Por qué?
‒Como ya le he dicho otras veces, tiene que controlar la información
que comparte en el Onirium. Lo que diga a una de sus entidades, lo sabrán
otras. Si este hombre es otro sentiente, hay que diferenciar lo que él sabe de
usted de lo que sepa el propio mundo, las sombras con las que se cruza. Además…
Gerhardt dudó un momento.
‒¿Sí?
‒Hay otros seres que saben de mi existencia, y es mejor que usted no me
mencione. Por su bien.
‒¿Cómo? ¿A qué se…?
‒Es mejor que dejemos esto para otro día, Beatriz. Paso a paso, ya
sabe. Sigamos. El desconocido le dijo también que quería volver a verla, y que
escogiera usted el lugar y las circunstancias de ese encuentro. Donde y cuando
a usted le resultase cómodo y seguro.
‒Sí, eso me dijo. Y cuando le contesté que yo no sabría cómo
encontrarme con él, me dijo eso de que yo pensara un sitio y él me encontraría
a mí. Pero justo entonces fue cuando me desperté.
Gerhardt anotaba.
‒Ajá. ¿Me he dejado algo importante?
‒No, creo que eso es todo. Parece relevante, ¿verdad? O sea, un avance
claro. Voy hacia algo, al fin…
‒Habrá que verlo. No me ha dicho una cosa, Beatriz. ¿Usted quiere
volver a ver a ese desconocido? ¿Le resulta interesante? ¿Seductor? ¿No le provoca
ninguna desconfianza?
Beatriz calló unos segundos antes de contestar.
‒¿No pensará que tengo un interés sentimental? ¿Que esto es como un affaire
onírico? ¿Verdad? ‒y se rio‒. Yo ya tengo pareja, y…
‒Nada más lejos de mi intención que entrometerme en su vida privada,
Beatriz, ni mucho menos juzgarla. No crea que voy por ahí. Pero es usted, y
nadie más, la que ha tenido este sueño. Y lo significativo que sea depende en
gran medida del componente emocional que despierte en usted. Eso nos ayudará a
distinguir cosas.
‒Ya… pues… no sé qué decirle. La situación me pone un poco nerviosa.
Pero supongo que sí, que tengo interés en volver a verlo. Para saber qué tiene
que decirme, más que nada. Qué puedo averiguar gracias a él.
‒Ajá. ¿Y no le cabe ninguna duda de que es una persona real,
como usted, y no uno de esos personajes grises y huecos que ha visto tantas
veces?
‒No, imposible. Es distinto. Los otros son… eso, como títeres, parecen
autómatas, no hablan, o dicen cosas muy básicas; me dan alguna indicación y
poco más. Pero éste conversaba, tomaba la iniciativa, era auténtico.
‒Pero su aspecto es similar al de cualquier otro de esos figurantes con
los que se cruza, ¿no? Lo ha descrito vestido complemente de negro, pálido,
algo ojeroso…
‒Bueno, hay gente de carne y hueso que es así; en ningún momento me
transmitió la misma sensación que los clones. Es como que tenía… volumen, por
así decirlo. No era plano. En un sentido metafórico, claro.
Gerhardt no apuntó nada, aunque, fuera del campo visual de Beatriz, asintió
en silencio. Finalmente preguntó:
‒¿En ningún momento le dio algo, fuera material o no? ¿Un objeto, quizá?
¿O algún secreto?
‒No, nada de eso. Estábamos hablando de volver a vernos… y yo me desperté
antes de decirle dónde o cuándo. ¿Cree que volverá a aparecer en mis sueños?
‒Oh, seguro, seguro. Igual que ha aparecido una vez, lo hará más. Por
eso tengo que explicarle unas cuantas cosas.
‒Usted dirá, doctor.
‒Sí, mire... El espacio onírico en sí mismo es creativo, no es un simple
espejo en el que se refleje pasivamente el mundo material. Al contrario, es
activo y produce múltiples entidades cuando algo altera su equilibrio, su
estado de reposo; éstas emanan de él, por así decirlo. Como esos
autómatas con los que usted se cruza en las calles y edificios y que resultan
tan mecánicos. El Onirium reacciona ante la presencia de almas humanas e interactúa
con ellas. No es que sea consciente de ello; simplemente reacciona, como cuando
tiramos una piedra al agua y se producen ondas. Nosotros somos la piedra y las
ondas, las reacciones, son esas entidades. De ahí su carácter, pues son
simplemente eso, respuestas, funciones del mundo espiritual, que se
activan y desactivan en la medida en que son necesarias. Es el Onirium
interaccionando ciegamente con nosotros. ¿Me entiende?
‒Sí, creo que sí.
‒De acuerdo, pues escuche atentamente, que llegamos a lo más
importante. La totalidad de las almas humanas, que forman parte del Onirium se
den cuenta de ello o no, producen otro tipo de reacciones muy distintas de las individuales.
Estas otras son entidades mayores, muy autónomas, a las que llamo espíritus. Me
ha oído referirme antes al Onirium el espíritu; creo que la designación
es correcta, pero a estas entidades podríamos llamarlas espíritus, en
plural. Son fragmentos del Onirium que, animados por el alma colectiva humana,
por la suma de nuestras energías, han cobrado vida independiente. No sé si
recordará que un día, divagando, le hablé de la gravedad, de cómo el
espacio-tiempo físico se curva por el efecto gravitacional de la materia, y que
el equivalente a ésta, en el Onirium, son las almas… Bueno, éste es el punto. La
humanidad altera la simplicidad del Onirium, introduce en él grandes fluctuaciones
psíquicas, altera partes del tejido psíquico… lo curva, por seguir con la
metáfora de la física. Y el resultado es la aparición de esas entidades mayores
de las que le hablo. Están vivas; son puro Onirium, pero son pedazos
individualizados del mismo, con rasgos antropomórficos, porque nosotros las
hemos creado, por así decirlo. Son nuestro reflejo inconsciente, nuestra impronta
en el espíritu único. Y así, tienen personalidades y designios propios. Existen,
literalmente… sólo que únicamente en el Onirium. No fuera de él, claro. Ése ha
sido el gran error tradicional del ser humano, en el que han incurrido todas
las metafísicas. Proyectar fuera del mundo espiritual lo que sólo pertenece a
éste.
‒Pero, si le estoy entendiendo… ¿Me está diciendo que son…?
‒Los dioses, efectivamente. Todas las entidades sobrenaturales de las
distintas mitologías y religiones. Tenga en cuenta, además, que la única
diferencia entre una religión y una mitología es el hecho de tener o no
practicantes actualmente; no hay ninguna otra distinción objetiva entre ellas. Pero
eso en el Onirium da igual: una vez nacida una de estas entidades, un numen,
como me gusta llamarlas para diferenciarlas de las demás, existirá durante
milenios, quién sabe si más tiempo… Mientras exista el ser humano, quizá, o al
menos, mientras sea recordada, mientras pueda alimentarse de energía psíquica…
‒Entonces, ¿los dioses existen?
‒Sí, pero sólo en el mundo espiritual, no fuera de él. El universo
físico es completamente independiente de ellos. No son los creadores, sino
ellos mismos una creación, aunque involuntaria. Ahora bien, el ser humano habita
en ambos mundos a la vez, el físico y el espiritual. Tenemos un pie a cada lado
de la línea, por decirlo así.
‒Me deja de piedra… Yo…
‒Por eso le voy revelando las cosas poco a poco. Y créame cuando le
digo que se las estoy mostrando más rápido de lo que yo tardé en conocerlas. Pero
sus descubrimientos progresan a gran ritmo, y no quiero que se extravíe por
haberle ocultado nada. Ha de tener mucho cuidado, pues en el Onirium se
encontrará tarde o temprano con esas presencias, los dioses, y otras criaturas
de menor poder a su servicio. Éstas orbitan en torno a aquéllas, por seguir con
la comparación tomada de la física. Forman sus cortejos psíquicos. Me
refiero a esos monstruos y demás seres terribles mitológicos... Están ahí, bajo
múltiples avatares, acechando al incauto. Pero aún hay más.
‒¿Es que puede haber más? ¿Con qué me va a asustar ahora?
Si te está gustando este relato,
ni te imaginas la diversión que te espera...
‒Ha de entender que el Onirium es irracional. Es pura voluntad, impulso
furioso; precisamente porque resulta de la vida, ya desde sus formas más
básicas. El filósofo Schopenhauer se acercó a esta intuición cuando dijo que la
voluntad es la cosa en sí kantiana, aunque se equivocó, claro está, al creer que
es el sustrato de todas las cosas; sólo lo es de las vivas, según mi aproximación.
En cualquier caso: los númenes que le he descrito son concreciones de
esa voluntad. Son deseo insaciable, grandes olas emocionales que pueden ser
extremadamente benefactoras o destructivas, sin que haya nada racional ni
predecible en ellas. Por eso siempre hay que temerlas. Son partes del Onirium,
y éste siente, es perceptivo, pero no piensa. Es una vasta consciencia, pero
carece de un yo. Esto nos cuesta entenderlo a los seres humanos, porque
identificamos ambos conceptos, pero no tienen por qué estar unidos. Bien. Pues esto
es lo que le iba a decir: igual que de ese mar espiritual nacen los númenes,
también en él perduran las almas de los difuntos.
‒O sea… ¿que hay vida tras la muerte?
‒Básicamente… Sí, eso es lo que le estoy diciendo. Porque las almas también
permanecen allí como fragmentos del espíritu. Verá, no puede nacer un alma al
margen de un cuerpo, de la carne; pero sí que pueden seguir existiendo después
de éste, una vez que ha cumplido su función… El cuerpo no es la prisión del
alma, como creía Platón, sino su huevo… Ahora bien, las almas, tras la
muerte, perduran de forma limitada, incompleta, como recuerdos de quiénes
fueron en vida, privadas de la posibilidad de tener nuevas experiencias… Son
las sombras, las ánimas de quienes fueron en vida. Ésa es la única vida de
ultratumba que nos aguarda. El Hades, pues el Onirium es, en efecto, también el
Hades. Comprendo que esto pueda sacudir sus más firmes creencias. Pero ahora no
se preocupe mucho por esto: por lo general, las ánimas están en planos muy
alejados de los que usted transitará. Eso sí, pueden aparecerse. Como
los propios númenes, a veces reclaman la atención de los vivientes. Es una
cuestión de puro equilibrio de energía.
Beatriz temblaba. Aquello era demasiado intenso para asimilarlo de golpe.
Y lo peor es que ya creía todo lo que le contaba Gerhardt. Había aprendido a
confiar en sus locas explicaciones, porque todo concordaba con su experiencia
personal en los sueños y visiones. Recordó a su padre fallecido pocos años
antes y una chispa de esperanza, la posibilidad de volver a verlo, iluminó por
un momento la negrura que la anegaba.
‒¿Y se los puede buscar? ¿A los seres queridos?
Gerhardt miró el reloj.
‒Escuche, Beatriz, dentro de siete minutos tengo otra visita y todavía
tengo cosas relevantes que contarle. Le prometo que hablaremos de esto el
próximo día. Pero hoy debo decirle a qué venían todas estas explicaciones.
‒Bueno, de acuerdo. Pero ese tema me interesa. Tenemos que retomarlo el
próximo día.
‒Como quiera. Pero ahora escuche: en su sueño hay algo que me preocupa.
La alta torre, las escaleras que usted sube, ese campanario lleno de palomas,
las estatuas de los santos… Todo eso revela una gran espiritualidad, tiene algo
de catártico, de proceso purificador. Es una evidente alegoría de la Ascensión,
del perfeccionamiento interior. Y además, por lo que lo contaba el otro día, es
muy bueno que no se divisen los límites de la ciudad. Ya le he hablado de lo
peligroso que es traspasarlos, salir de la esfera humana, y usted parece circunscribirse
en todo momento a ella. Bien. Pero luego… La figura que ha visto, ese desconocido
cuyo nombre no puede recordar… No me gusta. Uno de los númenes, lo que Jung
llamaría una figura arquetípica, encaja muy bien con ese perfil, con su
descripción, con ese carácter atractivo y elocuente. Si le hablo del diablo
quizá la asuste demasiado. Olvide ese nombre; tiene otros, pero siempre giran
en torno a lo mismo: es el trickster, el embaucador, el tentador. No debe
fiarse de él. Otros símbolos de su sueño me parecen tranquilizadores, fuera de
peligro por el momento, y de hecho, este personaje no resulta coherente con el escenario,
parece haberse colado en él; pero tenga suma cautela. Si estoy en lo
cierto, entidades como ésta mienten mucho e intentarán arrastrarla consigo.
‒Pero, doctor, ¿no me dijo que no corría peligro?
‒Cuanto más sepa, más peligro correrá, Beatriz. Y está aprendiendo
demasiado rápido. Lamento no poder decirle otra cosa en este momento.
Esta última sesión con Gerhardt afectó mucho a Beatriz. No dejaba de
darle vueltas a todo lo que le había revelado, y a las amenazas más que
implícitas que había en ello. Una nueva visión del mundo, incompatible con todo
lo que su crianza y su educación le habían transmitido, se abría ante ella, y
no sabía cómo encajarla en sus esquemas mentales. Dioses y ánimas… Era más de
lo que su cordura podía asimilar tan deprisa, en apenas unos pocos meses, desde
que empezara a tener sus primeras visiones. Todo iba a un ritmo vertiginoso. Y
entretanto, su relación con Fran seguía en caída libre; Beatriz se sentía sola
en este asunto y sabía que no podía contar con la comprensión de su pareja,
aunque en los momentos en que pensaba más serenamente en ello, se daba cuenta
de que difícilmente podría nadie comprender por lo que estaba pasando, pues
desafiaba toda lógica. Sin experimentar las mismas cosas que ella, cualquiera
se mostraría escéptico, y ella misma, recordaba, se largó corriendo de la
consulta de Gerhardt ‒al que ahora veía como un mentor‒ cuando éste empezó
a hablarle de todo este mundo aterrador.
Su vida, ciertamente, se caía a pedazos. En el trabajo le iba
francamente mal, y le habían dado ya varios toques de atención. Jimena, su encargada,
ya le había dicho que entendía que tuviera problemas, y que podía contar con su
apoyo para lo que fuera ‒y le había insinuado algo acerca de Fran‒, pero que su
trabajo lo tenía que hacer alguien, al fin y al cabo; así que quizá debiera ir
al médico a que le firmara una baja, porque si no ‒aunque para ella la
sororidad era lo primero‒, la empresa tendría que buscar a alguien “que pudiera
asumir su carga de trabajo”. Beatriz sabía que se estaba jugando el empleo; ya
había agotado todo el crédito de confianza que se había ganado durante tantos
años trabajando arduamente. Pero no podía evitarlo, porque sólo los sueños y las
visiones le ofrecían fragmentos significativos de vida; el resto le
parecía una asfixiante monotonía de la que necesitaba escapar. Una farsa sin
propósito. El mundo de los sueños ya era para ella más real que el físico; este
último se le antojaba cada vez más un sueño del que estuviera a punto de
despertar definitivamente. Sabía que a su vida se acercaba un gran y definitivo
cambio.
A primera hora de la tarde, cuando llegó a casa después de la
estremecedora sesión con Gerhardt, Fran la estaba esperando sentado en el sofá,
con el televisor apagado, sin música, ni radio, nada. Sólo estaba sentado, un
tanto rígido. Antes de que abriera la boca, según entraba en el saloncito y
dejaba el bolso sobre la mesa, Beatriz ya se dio cuenta de que tocaba charla,
y era lo último que necesitaba después de la que ya había tenido esa mañana. La
expresión de Fran estaba a medio camino entre el enojo y la preocupación,
aunque hacía un evidente esfuerzo por parecer tranquilo. Se levantó al verla, aunque
no se acercó a ella, y le dijo:
‒¿Qué tal en el trabajo?
‒Bien, una mañana como cualquier otra. ¿Cómo te ha ido a ti?
‒Bea, hace unas horas me llamaron de tu trabajo para preguntar cómo
estabas. Me han dicho que llamaste temprano para decir que no ibas a ir porque
estabas enferma. Se me ha tenido que notar la sorpresa, aunque he intentado disimular.
Esta mañana salimos los dos juntos. ¿Adónde has ido tú?
Beatriz sintió cólera al sentirse controlada de esa forma. Se quedó en
silencio, sin saber qué decir, apretando los labios, con los ojos clavados en
los de Fran.
‒¿Has ido a ver a ese loquero otra vez, verdad?
‒¡No es un loquero! ¡Yo no estoy loca!
‒¿Pero por qué no me cuentas las cosas, Bea? ¿Qué está pasando?
‒¿Qué te voy a contar, si llamas loquero a mi terapeuta? ¿Cómo quieres
que me sincere contigo, si nunca te preocupaste cuando estaba mal?
‒Pero… ¿de qué coño estás hablando?
Hubo un silencio muy violento.
‒¿Crees que puedes seguir faltando al trabajo así? No es la primera
vez. Van a terminar despidiéndote. ¿Es que no te das cuenta de lo que estás
haciendo?
‒Sé perfectamente lo que estoy haciendo, Fran. No tienes por qué
preocuparte.
‒¡Pero cómo no me voy a preocupar! ¿Tú te estás viendo? ¿No te das
cuenta de lo que haces?
De nuevo, ella no contestó. Apartó la mirada de él, hacia la pantalla
del televisor apagado. No podía soportar más aquello.
‒Y tu familia también está muy preocupada.
‒¡No metas a mi familia en esto!
‒¡Tu familia ya está metida! ¿O qué te crees? El otro día estuve
hablando una hora con tu madre. No entiende lo que te pasa.
‒¿Y qué le dijiste a mi madre?
‒¿Pues qué quieres que le diga? Que no estás centrada. Que pareces siempre
ausente. Que no rindes en el curro. Que estamos fallando como pareja.
‒¿Eso te parece?
‒¡Sí! ¡Pues claro que sí! No puede ser que lleves otra vida en
paralelo. Me escondes cosas, Bea. Me estás dejando al margen de todo.
‒Si te hubieras involucrado antes…
‒¿Pero a qué antes te refieres? ¿Cuándo no he estado ahí?
¡Dime! ¿Cuándo?
‒¡Para lo importante nunca estuviste!
‒¿Qué coño es eso importante de lo que hablas? ¿Qué es? ¡Si nunca has
querido explicármelo!
‒Mira, no voy a tener esta discusión otra vez, Fran…
‒Y si has ido a ver a ese terapeuta, ¿dónde has estado después? Porque
son horas como si regresaras del trabajo. ¿Qué has estado haciendo?
Lo cierto es que Beatriz, tras la sesión con Gerhardt, estuvo dando
vueltas por el centro, intentando procesar toda la información. No iba a dirigirse
al trabajo después de decir que estaba enferma, pero tampoco quería volver a
casa. Quería evitar, precisamente, la escena que estaba teniendo. Se cruzó de
brazos y no contestó, con los ojos clavados en el suelo.
‒¿Ves cómo no me cuentas nada? Bea, ¿crees que puedes dejar de
trabajar? ¿Cuánto tiempo crees que van a seguir tolerando esto? Voy a ir a
hablar con ese supuesto terapeuta. Quiero que me…
‒¡No, no lo harás! ¡Y si se te ocurre hacer algo así, puedes dar nuestra
relación por terminada!
Y cogiendo el bolso con un tirón, salió disparada del apartamento,
dando un portazo.
Siguieron días en los que Beatriz estaba ausente en el trabajo y
procuraba pasar poco tiempo en casa. Fran y ella no se hablaban, y sabía que
eran los últimos días de su relación. Él estaba reuniendo fuerzas para dejarla.
La próxima conversación que tuvieran para algo más que poner la mesa o hacer la
compra, sería para romper. Pero ella lo veía como un destino inexorable. Fran
no podía entenderla; quien no ha compartido ciertas vivencias profundas no
puede comprender al que sí las ha tenido. Viven en mundos distintos. Como Fran
y ella desde hacía semanas, si no meses. Beatriz estaba viviendo su última
tregua. Los grandes cambios se avecinaban. Lo intuía. Todo iba a cambiar
pronto. El propio mundo parecía esperar una gran transformación, como una larva
en su crisálida. Día tras día, las malas noticias inundaban los medios. El planeta
iba sin rumbo, parecía haber entrado en una espiral sin salida de
autodestrucción. Antes, Beatriz no había prestado mucha atención a estas cosas,
pero ahora sí lo hacía. O mejor dicho: antes estaba al tanto, pero las
consideraba racionalmente, como socióloga de formación que era. Ahora
las sentía, notaba algo en la atmósfera, captaba los finos hilos
invisibles que lo conectan todo. El desastre climático, la crisis económica cronificada,
la escasez energética, los rumores de guerra… Todo eran manifestaciones de una
misma cosa. Una terrible tensión en el mundo espiritual, las contracciones
antes de un parto, el nacimiento de un mundo que suponía el ocaso de otro. Todo
convergía.
Fue una semana después de haber soñado con el desconocido de negro
cuando volvió a verlo, aunque fue un encuentro muy súbito y apenas pudo cruzar
palabra con él. En su sueño, se encontraba en una gran plaza, cerrada por tres de
sus lados por edificios de aspecto palaciego, barroco, que le recordaban los que
había visto en ciudades centroeuropeas. El tercer lado estaba abierto y daba a
un anchísimo río de aguas negras, como negra era la noche que lo envolvía todo.
La bruma azulada se extendía por toda la plaza, llena de gente, de esos
autómatas indiferentes a su presencia. Ella estaba sentada en el borde de
piedra de la gran fuente central, en torno a la cual se concentraban muchos de
aquellos grises transeúntes. Se dio la vuelta para meter la mano en el agua; el
fondo de la fuente, cristalino, estaba lleno de monedas de aspecto antiguo. El
oro, el bronce y la plata se combinaban como escamas de un gran pez
policromado. El agua estaba helada. Se quedó mirando la estatua, sobre un
pedestal en el centro de la fuente, de un hombre con una túnica, de aspecto
griego o romano. Tenía un brazo levantado, como si declamara, y bajo el otro, pegado
al cuerpo, llevaba un libro.
De repente escuchó pronunciar su nombre, muy cerca. Se giró y allí
estaba el hombre de negro, dedicándole una sonrisa enigmática. «Beatriz», le
dijo de nuevo, «¿me recuerdas?», y le dijo su nombre; ella lo escuchó
perfectamente, aunque al despertarse lo olvidaría. No era capaz de retenerlo,
quizá porque la pronunciación era extraña. Ella iba a hacerle preguntas, pero
él levanto un dedo en dirección al cielo y le dijo: «¡Mira! Vienen cosas
nuevas». Y en ese mismo instante, un relámpago iluminó el cielo, retumbó un trueno
justo sobre ellos, y empezó a llover de forma torrencial. Beatriz se cubrió la
cabeza inútilmente con los brazos, y en cuestión de segundos estaba empapada; el
pelo se le pegaba a la cara y el vestido al cuerpo. El hombre misterioso se giró
e hizo amago de irse. Ella quería hablar con él, pero no podía levantarse, no
podía ir tras él, ni tampoco a guarecerse de la lluvia. Él aún se volvió una
última vez para decirle, en voz alta, sobre el clamor de la lluvia: «Gerhardt
no te está contando muchas cosas. No te fíes de él». Retumbó otro trueno y en
ese momento se despertó. Rápidamente se levantó, encendió la lámpara de la mesilla
‒sin miedo de despertar a Fran, que llevaba varias noches durmiendo en el
sofá‒, y lo anotó todo de forma apresurada en su diario de sueños, antes de que
se le olvidaran los detalles. Lo metió de nuevo en el bolso, donde lo llevaba
siempre porque no quería dejarlo en casa y que Fran pudiera dar con él y
acceder a su intimidad.
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