En esta última entrega descubrimos si Beatriz, la protagonista, no se ha adentrado demasiado en las profundidades del mundo de los sueños.
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EL ONIRIUM
Un relato de D. D. Puche
7
Beatriz llevaba varios días sin salir de casa; iba de la cama al sofá y
del sofá a la cama, en una rutina que sólo interrumpía alguna visita al cuarto
de baño o al frigorífico. Su estado de ánimo andaba por los suelos, no quería
saber nada de nadie, y hasta desconectó el teléfono. No había vuelto a tener ningún
otro sueño, desde aquel en el que cruzó el espejo. Y lo peor es que no
recordaba nada de ése: la ciudad encantada de altas agujas irguiéndose hacia
una enorme luna, que había visto al otro lado del misterioso espejo, era lo
último que recordaba. Una vez que cruzó su superficie y entró en ese mundo,
nada de nada. Y eso la carcomía. Porque sabía que el sueño no había terminado
ahí, que no se había despertado entonces, sino que habían ocurrido cosas, cosas
relevantes; pero no era capaz de evocarlas. Estaba obsesionada con rememorar el
sueño, sabía que todo dependía para ella de eso. Sin embargo, no era capaz.
Cualquier otra cosa le daba igual y podía esperar. Ni siquiera había hablado
con Gerhardt; no había ido a su consulta, y no pensaba hacerlo. Lo que soñara
ya no era asunto suyo, ella tenía que echar a andar sola, sin la guía del viejo
maestro, que hacía tiempo que la frenaba. No le explicaba lo necesario, y en
cambio, le impedía hacer cosas. Le había dicho que no cruzara puertas que la
trasladaran a otros lugares del Onirium, fuera de las regiones conocidas; y
aquel espejo, claro está, era una de ellas. Pero Beatriz intuía claramente que
su progreso personal pasaba necesariamente por experimentar, por aventurarse a
través de puertas como aquélla, y el viejo doctor no iba a impedírselo. ¿Qué
era lo peor que podía pasarle? Ahí estaba, muerta de asco en su sofá, ¿no? De
momento, muchas advertencias sobre peligros, pero tenía claro que Gerhardt no
quería que averiguara cosas por sí misma. Así dependería siempre de él. Y eso
se había acabado.
Lo peor no era ningún peligro, no; era no poder recordar. La comezón de
no saber lo que había visto y escuchado. Tenía que volver. Pero no se le
presentaba el sueño, por algún motivo. Y estaba cayendo en una depresión, o
mejor dicho, hacía mucho tiempo que lo estaba haciendo, pero los sueños le
permitían sobrellevarla, darle un sentido a su vida que lo laboral, lo familiar
y lo sentimental ya no le daban. Gracias a los sueños, que al principio la
asustaban, había conseguido imponerse a su asfixiante realidad, pero ahora
tenía que llegar hasta el final, o todo a lo que había renunciado se le echaría
de golpe encima. Lo había apostado todo a una carta, y ganar esa mano era crucial
para ella. O todo o nada. Una vida con significado o una vida totalmente vacía
y sinsentido. Lo que ya no podía hacer era conformarse con la vida normal y previsible
de los demás. Había renunciado a las rutinas preestablecidas, a la condena de
una vida convencional que no la llenaba, que no le proporcionaba ningún
aliciente. Quien ha emprendido el camino que ella seguía, alejándose de todo en
pos de sí misma, ya no se puede conformar con eso.
No quería ni salir de casa. ¿Para qué? En sus sueños recorría un mundo mil veces más interesante y lleno de estímulos que el de la gente que se cruzaba todos los días en el metro o en el centro comercial. Una mañana la llamaron del trabajo para comunicarle que estaba despedida; podía ir a recoger sus cosas cuando quisiera, las tendrían en una caja. Su mesa había sido ya ocupada. Le dio igual. Tenía dinero en el banco para aguantar unos meses; luego ya vería. Pero sabía que de algún modo iba a conseguir ganarse la vida gracias a su conocimiento del Onirium. No sabía cómo, pero sabía que lo haría. Desde que cruzó el espejo, y aunque no recordara nada, tenía una confianza en sí misma absoluta, así como la clara sensación de moverse en la dirección en que soplaban los vientos del espíritu ‒y no en su contra, como siempre lo había hecho‒. No había soñado más, pero sí había tenido breves visiones, como rápidos fulgores, en las que veía el mundo arder, y a sí misma salir indemne de ese caos. Poderosos númenes le eran favorables. Tenía constancia de ello.
Al cabo de una semana, la visitó su amiga Elisa, que había sabido por Fran y otros amigos en común que Beatriz había roto lazos con todo el mundo y se estaba aislando. Era evidente que tenía algún problema serio ‒Elisa pensaba que Fran debía de ser el causante, a pesar de que fue él quien la informó de todo, muy preocupado‒, que se estaba hundiendo en los pozos de la amargura, así que, en cuanto pudo, se acercó una tarde a verla. Beatriz, no sin gran molestia, se levantó del sofá, la dejó entrar, le ofreció un café y se sentó de nuevo en el sofá, en pijama de varios días y con muy mala cara. Tenía unas profundas ojeras, como si no pegara ojo, y la voz apagada. Elisa se sintió muy alarmada. Le contó que había hablado con Fran y que éste le había dicho que ella iba cuesta abajo y sin frenos, que estaba alejándose del trabajo, de la vida social y de todo lo demás. Le preguntó qué le pasaba, si estaba deprimida, si había sufrido malos tratos, o qué. Y Beatriz le contestó, rehuyendo su mirada, que no le pasaba nada, que se encontraba perfectamente. Estaba en una época de cambios, como le ocurría al mundo; ¿es que no lo había notado? Todo se estaba transformando, como una oruga a punto de convertirse en mariposa, y ella lo veía claramente, observaba con atención lo que pasaba. Ya no se contentaba con una vida mediocre y pasiva, la vida normal de los que creen que están despiertos y son los verdaderos durmientes. Ahora formaba parte de las cosas. Naturalmente, todo cuanto decía Beatriz preocupó muchísimo a Elisa, que vio que su amiga no estaba en sus cabales.
Beatriz continuó preguntándole, con ojos vidriosos, si no veía las
noticias: todo se sumía en el horror: sólo había guerras, crisis económica, climática
y sanitaria… El mundo tal y como lo hemos conocido está a punto de caer, le
decía, y ella sabía qué hacer. «Pero esas cosas de las que hablas son
las de siempre, Bea», le replicó Elisa. «El mundo está hecho una mierda, sí,
pero, ¿qué le vas a hacer tú? ¿Crees que puedes cambiar algo? ¿Desde aquí,
desde tu salón, encerrada en casa? ¿Es que no ves lo que te está pasando? Estás
mal, Bea, necesitas ayuda… Ayuda profesional, no la de esa especie de santón al
que Fran dice que visitas; ese tío te está haciendo mucho daño. De verdad, nos
tienes muy preocupados». Elisa le tendió a Beatriz la última mano que le fue ofrecida,
el último asidero a la cordura que tendría; pero, naturalmente, lo rechazó. «Deja
todo eso y vuelve con nosotros», le decía su amiga. «Seguro que aún puedes arreglar
las cosas con Fran. Olvídate de esos cuentos chinos que te están metiendo en la
cabeza, de esa visiones y sueños. Ésa no es la salvación para ti, Bea, es lo
que te está destruyendo». Pero Beatriz ya había cruzado esa línea. «Es Fran
quien te ha pedido que vengas aquí a decirme eso, ¿verdad? Reconozco sus palabras;
son literalmente las que él empleaba. Quiere recuperarme y te manda a ti… Es un
cobarde. Pero me da igual, yo ya he pasado de página; para mí esas cosas ya no
significan nada». Acalló una desesperada respuesta de Elisa y, lapidaria, le espetó:
«tú no puedes entenderme, eres una persona normal. Hay muchas cosas que no
serías capaz de aceptar por mucho que yo intentara explicártelas. Yo también
pasé por eso, pero no tengo tiempo para hacértelas comprender. No sabes ni de
qué estás hablando. Aprecio mucho tu preocupación, de verdad, pero es mejor que
te vayas». Y así lo hizo, muy dolida, tras unas cuentas quejas y súplicas. Beatriz
ya no volvería a ver a ningún otro ser querido.
Al fin, después de nueve desesperantes días tras el sueño del espejo,
volvió a tener otro sueño significativo. La transición fue suavísima, como lo
eran ya los límites entre la vigilia y el sueño para Beatriz. Estaba en su
salón, echada en el sofá con una manta y la tele encendida, cuando la neblina
azulada empezó a entrar en el piso, colándose por debajo de la puerta y por la ventana
apenas abierta. Al verla y comprender que estaba dormida, se levantó y, así
como estaba, en pijama y zapatillas, sin arreglar y despeinada, salió a la
calle y echó a andar sin rumbo fijo. A la vuelta de una esquina, de repente, se
encontró en pleno centro, en una plaza del Callao desdibujada por la niebla
nocturna, quizá más densa en esa ocasión. Tras ella, todo parecía más grande y lejano.
Las cosas no guardaban el equilibrio y la quietud de la vigilia, del mundo
físico, sino que parecían temblar, respirar, agitarse levemente; esa sensación
a la que ya estaba acostumbrada, tan turbadora al principio, aunque ahora ya
formaba parte de su forma de entender la realidad espiritual, viva y dinámica. En
el mundo material todo se mueve, aunque no se pueda percibir; en el Onirium
todo se percibe moviéndose, puesto que es puro percepto. En él, ser es ser
objeto de la conciencia, y la conciencia lo capta todo como puro dinamismo.
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Allí estaba, en pleno centro de la plaza, el hombre desconocido. Alto, pálido, vestido de negro, con su mirada profunda y sus gestos elegantes y pausados, destacando entre los personajes grises y anodinos que lo rodeaban, que caminaban en todas direcciones como átomos moviéndose al azar por el vacío; aunque en ese mundo, Beatriz ya lo había aprendido, nada ocurría al azar, ni siquiera el ir y venir de los “figurantes”. Él la estaba esperando, y la saludó de lejos con una leve inclinación de la cabeza, enmarcado por los edificios de la plaza que parecían mecerse como el trigo en un día de suave viento. Esa plaza era Callao, y a la vez no lo era; había estructuras absurdas aquí y allá, incorporaciones propias del Onirium, alterando la distribución habitual de ese lugar tan conocido: la boca de metro era la entrada a una mina, cubierta por un tejadillo de madera y con unos rieles de metal que conducían hasta ella una hilera de vagonetas metálicas, llenas de gente a la que la mina devoraba y escupía constantemente; además, multitud de andamios y escalerillas de cuerda conectaban las fachadas de la plaza, como puentes tendidos sobre el río de una jungla remota, formando calles por las que moverse a diferentes alturas; inmensos carteles luminosos led, en los que se proyectaba la versión de El mago de Oz de 1939, cubrían no sólo las paredes de los cines, sino todas; y por encima de los edificios de la plaza se adivinaban, desdibujadas tras la niebla y la noche, ciclópeas estructuras, torres y arcos, de diferentes épocas y estilos. Un paisaje urbano, en suma, habitual en el Onirium, del alambicado caos de esa consciencia colectiva que borra todas las distancias en el tiempo y el espacio.
Se acercó a él, que la estaba esperando. Lo saludó y le dijo lo mucho
que lo había echado de menos; le habló, con gran franqueza, de lo preocupada
que estaba por no volver a verlo. Él le dijo que no temiera, que no iba a abandonarla
y que también deseaba volver a verla; pero había estado ocupándose de asuntos
importantes relacionados con los cambios que se estaban produciendo en el
Onirium, que ella ya estaría notando ‒y ella, por supuesto, los había notado, cómo
no‒. El enigmático hombre de negro le dijo que necesitaba su ayuda, pues tenía
algo importante que hacer y no podía hacerlo solo. Había llegado el momento de enfrentarse
a ciertas cuestiones serias. Pero para ello, le dijo a una entusiasmada
Beatriz, ella tenía que estar en plena posesión de sí misma y de sus
capacidades; de lo contrario, sería muy peligroso para ambos. Debía llegar a
ser quien verdaderamente era, apoderarse de su propio ser, enajenado en el mundo
real. «¿Has cruzado ya el espejo?», le preguntó. Y le explicó que se trataba de
un acto simbólico, de un arquetipo primario al que había que dar cumplimiento.
Representaba un rito iniciático muy importante. «Sí, lo he hecho, pero no lo
recuerdo bien. Seguí a mi doble hasta el espejo y lo atravesé, pero no recuerdo
nada del otro lado». «Eso es que en realidad no llegaste al otro lado», le
respondió; «te has quedado en el umbral, estás ahí demorada. No le dedicaste
suficiente voluntad. Tienes que avanzar, tienes que llegar hasta el final». «¿Cómo?»
«Cruzándolo otra vez. Conmigo».
De repente, Beatriz se amedrentó. Le contó que Gerhardt la había
prevenido contra cruzar puertas de cualquier tipo. Ciertamente, se sintió
estúpida en el momento mismo en que lo mencionó; fue como una confesión de
debilidad, que era precisamente lo que quería superar. Y al fin y al cabo, ya había
cruzado el espejo una vez, así que, ¿por qué no volver a hacerlo? ¿Qué temía
realmente? No tenía sentido no seguir hasta el final. Sin embargo, él la vio
reacia a hacerlo. «Tienes que superar esta prueba, Beatriz. Es el camino hacia
ti misma; eso es lo que Gerhardt no quiere que hagas. Yo te ayudaré». Y como
ella aún dudaba, añadió: «Gerhardt te ha informado mal; el mundo de los sueños no
es como él lo interpreta, a partir de sus propias limitaciones. Seguramente ha
querido protegerte, pero su visión es insuficiente e incorrecta. Es un hombre
mayor y sin fuerzas ni audacia. Beatriz, grandes cambios en el mundo están ya
en marcha, y algunos jugaremos un papel destacado en ellos. Es importante que
tengas claro si quieres formar parte de esto como protagonista o como
espectadora. Tú eres una lúcida, como yo; no te eches atrás justo en
este momento; no dejes pasar tu ocasión. Acompáñame, por favor».
Y cuando Beatriz se dio cuenta, ya no estaban en Callao, sino en la
plataforma elevada a la que llegó en su último sueño, tras seguir a su doble. Allí
estaba el alto espejo vertical, que parecía sostenerse sobre el suelo de piedra
en perfecto equilibrio, sin que nada lo sujetara; volvió a contemplar su labrado
marco de oro y su superficie mate, que sólo al mirarse en ella empezó a
mostrar, primero de forma oscura y confusa, y poco a poco más claramente, la
imagen de una ciudad maravillosa más allá de un páramo inhóspito, asolado por
vientos terribles. «Yo iré delante», dijo el hombre desconocido, metiendo una
pierna en el espejo. «¿Ves? No hay nada que temer. Estamos juntos». Y metiendo esta
vez medio cuerpo, le tendió la mano y sonrió. Ella la tomó y sintió su calidez.
Sabía que estaba haciendo lo que debía. Todas sus renuncias a una vida que
consideraba irreal la llevaban a ese momento; su destino pasaba por cruzar ese
espejo, con él, con llegar al siguiente nivel de conocimiento de sí misma y del
mundo. Sólo en el último segundo, cuando su mano ya cruzaba el umbral
invisible, se detuvo y tiró levemente de la de él, que se detuvo con paciencia;
recordó una última vez las advertencias de Gerhardt acerca de cruzar puertas
hacia lo desconocido; sobre los engaños para hacer que las traspasara; sobre
perderse en el Onirium y no regresar. Pero fue sólo un momento. Negó con la
cabeza para sacarse de ella esas ideas, que en ese momento sólo eran un freno
para su liberación, y se adentró con redoblada decisión en el nuevo mundo que
se abría ante ella. Un mundo donde sería, al fin, dueña de sí misma, esa
sensación que siempre había anhelado y que la vida le negaba. Tomaría ésta en
sus manos, se apropiaría de ella. Así que siguió a aquella enigmática figura cuyo
nombre no era, por algún motivo, capaz de recordar cada vez que despertaba.
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Cosa, por cierto, que no haría nunca más; el alma de Beatriz jamás
salió de ese sueño. Gerhardt no supo de ella durante varias semanas, con una creciente
inquietud. Hasta ese momento, lo visitaba al menos cada tres días, sin falta;
tenía que hacerle huecos en su agenda para verla a deshoras; y de repente, dejó
de dar señales de vida. Últimamente, además, no había estado bien, la veía muy
desmejorada. Pese a sus intentos de guiarla, no estaba encajando emocionalmente
sus progresos en el Onirium, no conseguía integrar esa experiencia en su vida, extrayendo
de ella lo necesario para aprender a vivir mejor, que es lo que se debe hacer.
Ella lo había convertido en su finalidad, al margen de su propia vida, cuando realmente
es un medio de autognosis y de búsqueda del sentido; ciertamente, se vuelve
nocivo cuando sustituye a la vida en vez de ser una herramienta para orientarla.
Había intentado guiarla, pero ella era reacia a hacerle caso y estaba cortando todos
los cabos que la unían a su entorno, y por tanto a la cordura. Hace falta tener
asideros, y éstos son las personas y costumbres de nuestro día a día, de una
vida estructurada y normal en la que hacer florecer algo nuevo, sin tirar la propia
vida por la borda como una especie de obstáculo para una transformación total. No
hay tal cosa. Gerhardt había visto antes casos parecidos, y siempre terminaban
mal; pero Beatriz tenía muchas ideas preconcebidas en la cabeza que le era
imposible desarraigar. Había demasiada… épica en sus anhelos. El típico
exceso que pretende sobrecompensar una gran carencia previa ‒lo que él llamaba el
“síndrome de Madame Bovary”‒. El mundo siempre es insuficiente para quien ha
aspirado a tenerlo todo, en vez de lo necesario; al final, por ello mismo, no
suele conseguir nada. Todo exceso de pasión es malo, y Beatriz siempre estuvo,
en ese sentido, algo exaltada. Demasiadas prisas, demasiada ambición para conseguir
el resultado final ‒tal cosa no existe‒, en vez de saborear cada etapa que
atravesaba en el conocimiento de sí misma y de las cosas que la rodeaban. No
estaría lista cuando llegara el momento de ponerse a prueba.
Y ahora había desaparecido varias semanas, tras meses en que era ella
la que había estado detrás de él constantemente. Todo esto en una fase crítica
de su formación. El viejo profesor se preocupó y quiso ponerse en contacto con
ella, pero fue infructuoso. No contestaba al teléfono, y no le había dejado
ningún otro número de contacto. Así pues, no le cabía otra que esperar. O…
quizá podría echar él mismo un vistazo en el Onirium, a ver si averiguaba algo sobre
ella. En realidad, seguramente no pasaría nada, se decía; Beatriz creerá que ya
está preparada para todo, que puede volar sola, y se la encontraría explorando por
ahí en cuanto indagara un poco, probablemente haciendo algún uso imprudente e
impulsivo de sus nuevas habilidades, que ciertamente eran considerables.
Así que durmió pensando en ella y la buscó en el Onirium, que él conocía
muy, muy bien, pues lo había explorado intensamente durante décadas, profundizando
en sus distintos niveles como pocas personas en todo el mundo; corriendo en ocasiones
inmensos peligros y regresando con conocimientos que llenarían volúmenes
enteros. Una exploración que había dejado de lado hacía más de diez años, pues
había entidades extremadamente poderosas y hostiles que sabían de su existencia
y andaban tras él. Así que sabía que no podía alejarse mucho de la orilla que
separa la vigilia del mundo de los sueños, que no debía perder de vista la
costa del mundo físico, porque en el Onirium hay muchas más amenazas de lo que
parece al inexperto. Y no encontró a Beatriz. No supo nada concreto de ella,
aunque halló, aquí y allá, vagas referencias acerca de esa mujer, voces que le
susurraban que «estuvo aquí hace algún tiempo»; lugares que guardaban aún el
eco de su nombre y rostros que no querían salir de la oscuridad, y que, al
mencionársela, se hundían todavía más en ella y no querían saber nada del tema.
Gerhardt pasó rápidamente de la preocupación a algo bastante peor, y empezó a
comprender que algo le había ocurrido a Beatriz, algo nefasto, porque no sólo
no se sabía de ella, sino que había cierto miedo a nombrarla. Se la relacionaba
con algo que todos a los que acudió temían mencionar siquiera.
Y una noche, dormido dentro de su círculo de protección espiritual, que
le impedía vagar inadvertidamente por el mundo de los sueños ‒como el lazo que
ata al sonámbulo al pie de la cama para no alejarse de ella de noche‒, recibió
una visita. Una visita indeseable y turbadora. No podía dañarlo dentro del
círculo, mientras no se aventurara lejos de su seguridad, pero sabía causar
otro tipo de daños. Y sabía hacerlo muy bien; se había dedicado a ello durante
milenios, y su arte era extremadamente refinado. Era un viejo y odiado conocido,
que se presentaba bajo mil nombres y aspectos, nunca el mismo, pues su esencia
misma era el cambio, el disfraz, la ilusión. En esta ocasión se le presentó
como un hombre moreno, alto y delgado, pálido, con grandes ojeras azuladas,
vestido con un largo gabán negro. Tenía una voz sedosa y maneras encantadoras; pero
no podía esconder su verdadero ser a quien lo conocía. Era él, evidentemente.
El Embaucador. Y se acercó hasta los límites del círculo ‒un cerco de piedra
que delimitaba una pequeña extensión de espesa y fresca hierba, en cuyo justo
centro estaba Gerhardt‒ y desde allí le dijo a un consternado anciano:
‒¿Qué tal, viejo amigo? Cuántos años sin verte… Debes dejarte caer por
mis dominios más a menudo. Hace mucho tiempo que no tenemos el placer de hablar.
‒Nunca ha sido un placer. ¿Qué es lo que quieres? Aquí no eres bien
recibido. No estás en tu casa, y fuera de ella no tienes poder ni autoridad.
Márchate, siempre traes malos augurios.
El hombre se rio y caminó alrededor del círculo, que le llegaba por
debajo de la cintura. Sin embargo, poderosas fuerzas le impedían cruzarlo.
‒Pero, Gerhardt, estaba deseando tener noticias de ti o de tus
acompañantes. Os he echado tanto de menos… Tus amigos y ti me habéis
proporcionado grandes momentos.
‒Yo, en cambio, no quiero saber nada más de ti. Jamás. Puedes irte por
donde viniste. Aquí no hay nada para ti.
‒Oh, bueno… En realidad, lo que yo quiero ya lo he conseguido. Una vez
más, me has procurado un delicioso entretenimiento.
Gerhardt se estremeció. Aun así, contestó:
‒No sé de qué me hablas, pero no voy a escucharte. De tu boca sólo salen
la mentira y la perdición.
‒Demasiado dramático, ¿no crees? Deberías disfrutar más de estos
reencuentros, mientras quede todavía vida en tu cuerpo. Pronto tu alma pertenecerá
por completo a mi mundo y no tendrás tantas… protecciones.
‒No te preocupes por eso, sabré qué hacer cuando llegue mi hora, y no
seré súbdito de tu reino, te lo aseguro. Conozco adónde debo dirigirme y qué
protección pedir.
‒Ya lo veremos. Tienes cuentas pendientes allí; no será tan fácil que
otros te aprecien como yo lo hago.
Gerhardt no se sacaba un pensamiento turbador de la cabeza, y respondió:
‒Dime a qué has venido de una vez, y después márchate sobre tus pasos.
‒Oh, sólo quería darte las gracias.
‒¿A mí? Tú no tienes motivos para agradecerme nada. Yo sólo he
destruido tu obra, allí donde he podido.
‒Al contrario, al contrario. Tengo muchos motivos para ello. Hacía tiempo
que no me enviabas una presa tan encantadora como Beatriz; sólo quería expresarte
mi gratitud por ello. Ha sido muy divertido engañarla y arrastrarla a las profundidades.
Gerhardt se mordió los labios, intentando contenerse, pero finalmente
no pudo. Sabía lo que eso significaba; y no era la primera vez.
‒¡Maldito seas! ¡Maldito! ¡Eres un cobarde! ¿No podías esperar por mí?
¿Tenías que ir a por ella, que no significa nada para ti?
Y esa entidad, cuyo nombre Gerhardt bien conocía, rio a carcajadas,
antes de que el anciano despertara muy agitado y, sentado sobre la cama, con la
cabeza entre las manos, tuviera que hacer un esfuerzo para no llorar de rabia y
de lástima por Beatriz.
Ésta, pese a sus advertencias, se había dejado llevar, había perdido de
vista los límites, las referencias seguras que él le dio. Se alejó demasiado de
lo conocido y cruzó una puerta aun lugar desconocido. Y ese ser la estaba
esperando. Ahora Gerhardt se daba cuenta de su estupidez; tendría que haber
calibrado mejor el peligro que ella estaba corriendo, a partir de lo que le
contaba. No había hecho lo suficiente para instruirla correctamente. Debería haber
sido más explícito. Pero ella tenía tantas prisas, y tantas ganas de andar sola...
No había asimilado bien todo cuanto debía, y se había precipitado ‒y, lo que
Gerhardt no sabía, Beatriz le había ocultado información vital‒. Y así, inconscientemente,
se había entregado a ese espíritu, a ese enemigo de los seres humanos que se alimenta
de almas incautas, almas que jamás regresan. En algún sitio, seguramente en su apartamento,
estaría ahora el cuerpo de Beatriz, pero ella ya no volvería en sí. Habría perdido
la cabeza por completo; el resto de su vida se limitaría a balbucear
sinsentidos, después de que su alma hubiera quedado atrapada en rincones profundos
y oscuros del Onirium, de los que nadie ha regresado. Ese viejo conocido de
Gerhardt, que ya se alimentó de las almas de otros colaboradores suyos, algunos
de ellos muy próximos a su corazón, había vuelto a triunfar. Solitûr se había
saciado una vez más.
Gerhardt quedó una buena temporada destrozado, con una irremediable
sensación de fracaso. Un fracaso suyo, pero que le había costado el alma a
Beatriz. No la había formado bien. Se equivocó totalmente: lo que ella le
contaba de sus sueños no era el aviso de algo a punto de ocurrir; era tan sólo una
trampa para ella ‒una trampa para él que pagaría ella, mejor dicho‒, y había
caído como un tonto. Era a él a quien Solitûr quería dañar con aquel elaborado juego.
Sin embargo, el engaño estuvo magistralmente planeado, pues sí era cierto que algo
estaba pasando en el Onirium, y él ya lo había notado. Una fuerza nueva estaba
cobrando vida en él; se dejaban sentir extrañas mareas psíquicas de procedencia
desconocida. Eso encubrió otros movimientos, los que Solitûr tramaba contra él,
y de esa forma aprovechó para acercarse sin ser visto. Solitûr, ese numen
antiquísimo y poderoso, conocido por mil nombres, adorado por algunos pueblos como
un dios, temido por otros como un demonio, y en algunas mitologías descrito
simplemente como un ser con el que hay que tener mucho cuidado, una personificación
de las propias debilidades y dobleces del ser humano. El que fuera su maestro,
el doctor Sinclair, ya había sufrido mucho sus ataques, desde que una vez burló
sus planes; y al propio Gerhardt casi lo destruyó, unas décadas atrás. De
hecho, él se salvó, pero ese ser maldito arrastró consigo el alma de una
persona muy amada por él. Por eso Gerhardt apenas navegaba ya por el Onirium,
que para él sólo avivaba recuerdos dolorosísimos, a los que ahora tenía que
sumar uno más.
Pero no estaba dispuesto a permitir que esto acabara así. Tenía que
saber qué estaba ocurriendo en el mundo de los sueños, y tenía que enfrentarse
una última vez a su némesis. Así que volvería a sumergirse en los rincones más
oscuros del Onirium una vez más. Estaba cerca de la muerte y ya no tenía mucho
que perder. Salvo, naturalmente… su alma.
Fin
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