Hoy, fantasía medieval ibérica.
Porque no todo ha de ser anglosajón o germánico.
Háblanos, Musa, del pasado mágico de Iberia
CRÓNICAS DE GALADHOR
La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca
o
De cómo Galadhor llegó a un pueblo fronterizo, y de cómo observó, combatió, y desfizo el entuerto que le tenía deparado el hado
I
Cuentan los más mayores que en cierta
ocasión cabalgaba nuestro héroe, Galadhor, a lomos de su fiel caballo Meteoro,
cuando arribó a las tierras baldías de Toledium. Bajo algunas curiosas y furtivas
miradas, llegó al primer pueblo fronterizo de aquel reino, siguiendo la ruta
que traía: un lugar llamado Tierraseca.
El polvo se levantaba al paso de las
patas de Meteoro. Sus herraduras quedaban marcadas en la tierra de tal forma
que cualquiera hubiera podido seguir el rastro de Galadhor desde leguas atrás.
Tal era la sequedad del lugar y la ausencia de viento. Algunos niños
contemplaban pasar al caballero castiliano como quien contemplara un prodigio, interrumpiendo
sus juegos con palos y piedras. Otras miradas, menos inocentes, observaban
desde rincones oscuros.
Tras cruzar varias míseras casas de adobe,
con descuidados tejados de paja, se acercó por la calle principal a lo que
parecía una taberna. Era su aspecto tan mísero como el de todo lo demás, pero
allí había un par de caballos atados, a la espera de sus dueños, y un
abrevadero, y esperaba encontrar dentro él mismo, y no sólo su caballo, algo
con lo que refrescar el gaznate.
En cuanto puso pie en tierra, varios
niños se le acercaron en busca de algunas monedas.
−¡Señor, señor! ¡Deje que me ocupe de
su caballo! −gritaban los niños a coro, interrumpiéndose y empujándose entre
sí−. ¡Agua fresca, mi señor, le traeré un odre de agua fresca recién sacada del
pozo!
Galadhor entregó las riendas a uno de
los muchachos, que parecía el más avispado, y le arrojó una moneda.
−Asegúrate de que beba a placer.
−¡Sí, mi señor! No se preocupe. Su
caballo tendrá las mejores atenciones.
Se fijó nuestro héroe, antes de subir
los peldaños de madera que separaban la calle de la entrada a la taberna, en
que uno de los caballos allí amarrados llevaba en sus gualdrapas el distintivo de
los correos de los reyes castilianos. Todos ellos compartían emisarios, con
idénticos colores ‒un lince pasante de oro sobre campo de sínople‒, para facilitar
las comunicaciones entre sus distintos dominios. Esos correos eran los únicos que
tenían paso franco entre los reinos, como bien sabía Galadhor. Total libertad
para moverse por los caminos de los reinos castilianos y emplear su red de
postas. Nadie los podía detener ni importunar. Era un delito grave.
Cruzó Galadhor la puerta de madera
que daba acceso al lugar, y se encontró en un triste patio parcialmente
cubierto por una techumbre de madera, en cuyos rincones, a la sombra, reposaban
‒quien sabe si de algún trabajo, pues no había visto el
caballero cultivo alguno a las afueras del pueblo‒ algunos lugareños. Todos ellos se
quedaron mirándolo al entrar, como quien viera un espectro. Se veía que era,
para el humilde poblado de Tierraseca, un día lleno de emociones.
Se acercó a la barra, al
fondo, donde bebían en ese momento otros dos hombres, y tras la cual se encontraba el
tabernero, un hombre gordo con un gran bigote descuidado y una camisa demasiado
abierta por delante, que dejaba ver una profusa mata de vello canoso. Se fijó Galadhor
en que, más allá de la barra, a su derecha, en una mesa situada al margen de
la otras, estaba sentado el correo castiliano, quien devoraba ávidamente un trozo
de carne con las manos, acompañado de pan, queso, y una jarra de vino. Su
espada se apoyaba en la silla de al lado y, sobre ella, descansaba una bolsa de cuero.
Échale un vistazo a nuestro canal de youtube
Galadhor se paró frente a la barra,
con todas las miradas concentradas en él, excepto la del correo, que engullía
despreocupada y sonoramente. Nadie se dirigió a él durante unos instantes. Él
tampoco abrió la boca para nada. Finalmente, el tabernero le habló:
−Salud, señor −dijo, sin demasiado entusiasmo−. ¿Qué quiere tomar?
Galadhor observó, detenidamente, cómo
los hombres apoyados sobre la barra no le quitaban ojo de encima. Tampoco los
dispersos por las mesas, a su espalda. Reinaba un completo silencio, excepto por la
ruidosa forma de mascar, tragar y beber del correo.
−Vino de miel.
El tabernero lo miró demostrando
incomprensión, como si nunca hubiera oído hablar de tal bebida.
−Lo siento, señor. Aquí no tenemos de
eso. Puedo ofrecerle vino de uva de la región, licor de hierbas, cerveza de
higo…
−¿Cerveza de higo? −lo interrumpió Galadhor.
−Es una cerveza que elaboramos en el pueblo,
hecha con higos madurados y…
−Sé lo que es −lo interrumpió de
nuevo−. Pero hacía tiempo que no bebía una. Mucho tiempo. Sírvame una jarra. Y
algo de comer. También rellenaré mi odre de agua, para el camino.
−Puedo ofrecerle guiso de cordero,
hecho hoy mismo.
Galadhor dudó unos segundos.
−¿Es lo que está comiendo él?
−preguntó.
El tabernero no entendió a quién se
refería, hasta que el brazo de Galadhor se levantó, con el dedo extendido,
señalando al correo, quien seguía tragando como si nada.
−Eh... oh, no… El correo está
comiendo… asado de pollo, señor.
−Entonces, el cordero. Y un poco de
queso, también.
−Enseguida.
El gordo bigotudo cogió una jarra y
la colocó bajo el grifo de un tonel, a su espalda, del que brotó, al abrir la espita,
la olorosa cerveza de higo. Se la dejó sobre la barra a Galadhor y marchó a la
cocina, en la parte de atrás, a ordenar la comida para el caballero.
Éste agarró la jarra por el asa y le
dio un largo trago al espeso brebaje verduzco. Tenía mucha sed, debido al viaje. Un largo
y caluroso viaje, por aquellas tierras, aunque nada dicen las historias acerca de
dónde venía.
Los dos hombres a su derecha
seguían mirándolo fijamente. Él ni se inmutó y siguió bebiendo su cerveza. Sólo
el ruido del correo devorando, de fondo, se escuchaba en el salón.
Entonces uno de ellos, el más
cercano, dejó su jarra casi vacía sobre la barra, con un golpecito; tragó lo que tenía en la
boca, se limpió la rala barba con la manga, y se dirigió a nuestro héroe.
−¿De dónde viene, compadre? −preguntó con los
escasos modales que su condición le permitían−. No es de por aquí, eso seguro.
Galadhor se giró para responderle.
−De más allá del valle, al norte de
aquí.
−Eso es como no decir nada −respondió
aquel tipo, en un tono impertinente.
−Nadie suele venir del norte −dijo el
otro, cerveza en mano−. Al menos cruzando esa llanura reseca.
−Entonces no debo de ser nadie −respondió Galadhor,
dándole otro trago a su cerveza de higo.
−¿No tiene rumbo fijo? ¿Qué es? ¿Un viajero?
−volvió a preguntar el primer tipo, en un tono más inapropiado aún.
−Podría decirse así.
−Aquí no nos gustan los viajeros
−replicó.
−No, no nos gustan −añadió el otro.
−No obstante, soy también castiliano,
así que estoy en mi tierra −dijo, sin más, Galadhor.
−Castiliano, ¿de dónde? −siguió
interrogándolo el hombre sin modales.
−De Castelia.
−¿De qué reino?
−No sabía que a los castilianos,
dentro de Castelia, se les preguntara por su origen −respondió.
−Será mejor que no se demore mucho tiempo aquí, viajero. No nos gusta la gente que viene a ojear a nuestro pueblo.
−No hay nada en vuestro pueblo que pueda interesarme ojear −le explicó Galadhor, acabando la jarra de
cerveza−. Estoy aquí de paso, para comer algo y que mi caballo descanse. Tras
ello, seguiré mi camino.
El tabernero llegó de la
cocina con un gran plato repleto de humeante carne y patatas. En la otra mano llevaba uno
más pequeño, con pan y un buen pedazo de queso.
−¿Vino? ¿O más cerveza?
−Relléneme la jarra.
El tabernero lo hizo y se la puso de
nuevo en la barra, junto a la comida.
−El odre tendrá que llenarlo fuera, en el pozo.
−El odre tendrá que llenarlo fuera, en el pozo.
−Bien.
Aquel grosero tipo, y su compañero, apenas a unos palmos de Galadhor, lo observaban comer, mientras él les demostraba la mayor
indiferencia. El tabernero se quedó al otro lado de la barra, limpiando el polvo de algunos
vasos y platos con un trapo sucio. Las moscas revoloteaban por doquier. Sobre
todo a su alrededor.
Así pasaron unos minutos, en los que Galadhor
llenó su estómago con cordero, patata, pan y queso, y más cerveza de higo, hasta que el lugareño de la
barba rala, quien lo seguía mirando sin la menor cortesía, le habló de nuevo.
−¿Le gusta el guiso?
−Se puede comer −respondió el
caballero.
−Debería acabar y largarse cuanto
antes, hermano. Por si se le hace de noche.
−Yo no soy su hermano −contestó Galadhor
secamente.
El tipo parecía no esperar esa
respuesta.
−¿Cómo ha dicho? −dijo, acercando aún
más su rostro al de Galadhor, seguramente convencido de que resultaba amenazador.
El caballero le respondió sin
alterarse lo más mínimo.
−He dicho que el cordero está
pasable, y que usted no es mi hermano −y volvió a morder la especiada carne.
El bravucón del pueblo se le acercó, con aire retador, más de lo que Galadhor estaba dispuesto a aguantar.
−Escúcheme bien, viajero castiliano
procedente de ninguna parte. Debería tener más cuidado con su forma de hablar, y pensar mejor a
quién le habla, no vaya a tener un mal día, quizá incluso el último de su vida. ¿Me ha entendido?
Galadhor mascó cuidadosamente y tragó
el trozo de carne con patata que tenía en la boca. Acto seguido, echó un trago a
la cerveza, y depositó suavemente la jarra sobre la barra.
−Estoy teniendo mucho cuidado. Tanto, que estoy seguro
de que hoy no será mi último día entre los vivos.
−¿Es que no me entiende? −le gritó el
apestoso desconocido.
Galadhor se puso en pie, y todos los
presentes se pusieron en alerta al ver que allí iba a haber pelea. La tensión
se mascaba en el aire, pues Galadhor iba a dar respuesta a aquel hombre, cuando la puerta de la taberna se abrió de
golpe y entró corriendo el niño al que había encomendado su caballo.
−¡Señor, señor! ¿Quiere que haga algo
más? ¿Cepillo su caballo? ¿Necesita alguna herradura nueva? −preguntó, como
un torbellino, hasta pararse junto a Galadhor.
Todos los presentes se callaron unos
instantes. Mientras los lugareños
miraban a Galadhor, y éste al chico, el correo terminó su comida, se levantó,
dejó unas monedas sobre la barra y se fue sin decir palabra, como si lo que
ocurría a su alrededor le fuera completamente indiferente. Afuera, desató su caballo,
montó sobre él y se marchó en dirección al norte, por donde había venido Galadhor.
Así pasó un minuto entero, o más, en
completo silencio, hasta que nuestro héroe relajó un tanto la tensión al sentarse de nuevo a la barra.
−Toma esta bota −dijo,
descolgándosela del cinto− y llénala de agua fresca. También el odre que lleva el caballo. Y si cuando salga falta algo de mis alforjas,
te cortaré las manos.
−¡Sí, señor! −dijo el chico, muy alegre, y
salió corriendo por la puerta con la bota, feliz de tener un cometido.
Visita la web de nuestra novela...
Galadhor volvió a su plato, y a su
jarra de cerveza, para terminarlos. Ya no le quedaba mucho. Aunque los dos
tipos de la barra seguían allí, mirándolo, como los que estaban sentados en las mesas a su
espalda, había algo distinto en el aire. El tabernero se acercó
a la mesa donde había estado comiendo el correo y la recogió, llevando los
platos, los cubiertos y la jarra de vino vacía a la cocina. Durante los dos
minutos o tres que duró la escena, hubo un completo silencio. Galadhor terminó
su plato, abrió una bolsita de cuero, y dejó tres monedas de cobre sobre la
barra, de sobra para pagar la comida y la bebida.
−Y ahora, lárguese de una vez −le
espetó el tipo de antes, que al parecer no se cansaba de hablar, y parecía muy enojado.
−¿Sabe? Creo que nunca había
escuchado a un plebeyo dirigirse de forma tan poco respetuosa a un caballero −respondió Galadhor.
−¿Sí? Pues ya lo ha oído su merced −le dijo
aquel hombre, que debía de ser demasiado ignorante para saber a quién tenía
delante−. ¡Váyase de mi pueblo, o lo sacaré yo a rastras!
En ese momento, cometió un error. Debió de malinterpretar el gesto de Galadhor al llevarse la bolsa al cinto, para guardarla tras pagar, porque se
lanzó a coger el cuchillo que había sobre la barra, con el que aquél había estado
comiendo. Pero el caballero, rápidamente, sacó el suyo de su funda y atravesó la
mano de aquel desdichado, dejándola clavada en la madera. Lo hizo sin
levantarse siquiera, y sin que al canalla le diera tiempo de reaccionar.
−¡¡¡Aaaahhh!!! −gritó, loco de
dolor, mirando estupefacto su propia mano ensartada.
Todos en la taberna dieron un brinco.
El amigo del que ahora tenía la mano como una brocheta de pollo cayó de espaldas,
y el tabernero, que en ese momento salía de la cocina, dejó caer al suelo
una botella de vino que llevaba, la cual estalló en mil pedazos.
Galadhor se puso de pie.
−En respuesta a su pregunta de antes: sí que lo entiendo. Desde que he entrado
aquí esos cuatro de las mesas llevan todo el tiempo fingiendo que beben de las mismas jarras, que ya están vacías, y no apartan las manos del cinto. Usted y su
amigo hacen lo propio, y el tabernero está tan preocupado por atenderme bien
y que me vaya cuanto antes, que no sé si estará metido en el ajo o no.
Con un fuerte tirón, sacó su cuchillo de la barra y liberó la
mano del desgraciado, que cayó de rodillas, sujetándosela con la otra mientras gemía. Galadhor
limpió la ensangrentada hoja del cuchillo con el paño del tabernero, tras cogérselo del hombro con un rápido movimiento, para a
continuación tirarlo sobre la barra, y envainó de nuevo su hoja.
−Os recomiendo −le dijo al bravucón,
mirándolo desde arriba− que en lo sucesivo os dirijáis a los caballeros que os
encontréis como “vos”, y desde luego con mejores modos. De lo contrario, podéis tener un
mal día. Puede que el último de vuestra vida.
Y se dirigió a la puerta, dejando a todos
los presentes asombrados, incapaces de articular palabra o de mover un músculo.
A la salida, la calle parecía tan mísera y desangelada como antes, pero, en efecto, había algo casi
imperceptible en el aire, que Galadhor no supo identificar. El muchacho
esperaba junto al abrevadero, con Meteoro, y con la bota y el odre llenos de agua.
−¡Su agua, señor! ¡Agua fresca del
pozo del pueblo!
−Gracias −contestó, colgando el odre con las alforjas, mientras comprobaba que no faltara nada
de ellas, y colgándose asimismo la bota del cinto.
−Señor… una moneda de cobre estaría
bien.
−¿Cómo? Ya te di una al llegar.
−Eso fue para dar de beber a su
caballo, señor. Pero este trabajo… este trabajo es otro.
Galadhor sonrió levemente por la
audacia del chico. Un auténtico chico de la calle, avispado
como un zorro. Una vez él fue así.
−Toma, truhan −dijo, lanzándole una
moneda al aire, que el chico atrapó hábilmente−. Y ahora, largo.
Contenido relacionado
¿Nunca has tenido la sensación de que todo es irreal, de que no controlas tu vida, de estar como viéndola a través de la televisión?
Te presentamos una irreverente obra que juega con los tópicos infantiles para narrar una serie de relatos empapados de humor negro y terror.
Libros del mismo autor