¿Acaso sólo buscamos en la compañía de los demás una excusa para olvidar nuestra inevitable soledad?
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Relatos cortos
Una melancólica reflexión postcoital
Por D. D. Puche
La abrazaba por la espalda y, con
un mechón de su pelo sobre la cara, olía el aroma de su piel mientras la
respiración se le serenaba. Besó su hombro y pensó que la relación ya no daba
más de sí. Acababan de echar un polvo, y había sido un buen polvo; sabía que
ella se había corrido ‒la conocía lo suficientemente bien como para que sus
señales no pudieran engañarlo‒, y él también, cómo no; había sido divertido, con
unos buenos preliminares, una ejecución técnica correcta, algún que otro giro
interesante, y una culminación apropiada en tiempo e intensidad. Le daría una
siete, o incluso un ocho, en su personal escala de polvos. Ahora bien,
emocionalmente hablando, ya no sentía nada por ella. Los días juntos se
escurrían sin pena ni gloria, rutinarios e iguales, sin mayor aliciente que la
repetición de un plan que no tenía nada de malo, pero que tampoco despertaba en
él lo que quiera que una vida en común tuviera que despertar. Aunque, ¿qué se
suponía que era eso? Él no lo sabía, en realidad. Ella sí lo tenía muy claro:
pasar a la siguiente página. Avanzar en la vida. “Crecer”, como decía a menudo,
con ese lenguaje de coaching emocional sacado a su vez del lenguaje de
los gurúes de los negocios ‒son los que habían creado el género de la
autoayuda, al fin y al cabo‒ que a él lo irritaba tanto. Ella entendía muy
bien lo que era pasar a la siguiente página: matrimonio, hipoteca,
hijos, invitar a barbacoas a los vecinos en el jardín del chalet adosado cada dos
domingos, cambiar de coche cada cinco años ‒por uno siempre más grande‒, etc. Y
cuando él pensaba en todas esas cosas lo inundaba una tristeza profunda y
sentía una vaga pero persistente angustia, una angustia que un observador
imparcial y más o menos culto, quizá algo pedante, podría calificar de angustia
existencial. Menos grave que otras, o sea, no iba tanto de depresión,
psiquiatra y pastillas, pero sí de una vida inexorablemente gris y carente de
trascendencia, y tendente de forma invariable a una infelicidad sólo atenuada
por el bienestar material ‒¡con suerte!‒, que con el tiempo iría convirtiéndose
poco a poco en resentimiento; un resentimiento que después se proyectaría sobre
los hijos, símbolos vivientes de esa vida embargada, y que con toda
probabilidad terminaría en divorcio a los cuarenta y tantos o cincuenta y con la
necesidad de empezar otra vez la Búsqueda, ese patético intento de darle
propósito, de llenar de contenido una vida, que por algún motivo se siente
llamada a algo que nunca es lo que se tiene, que nunca se contenta con nada.
Pero eso, ¿es lo normal, o
es ya en sí mismo una patología, una deformidad del alma, como la aberración de
una lente, algo que impide ver nítidamente el objeto al otro lado? Ese
persistente vacío, ¿no es ya la enfermedad de por sí, la causa del malestar, en
vez de su consecuencia? ¿Se nace enfermo de eso o se adquiere con el
paso de los años? Acarició su brazo suavemente, con la yema de los dedos, y le
susurró al oído que la quería mientras pensaba que no la quería, que todo era
falso, una especie de obra de teatro en la que él representaba su papel lo
mejor que podía, sin haber podido escogerlo. Y no, no era culpa de ella, no
tenía el más mínimo motivo para reprocharle nada, porque ella también
representaba su papel lo mejor posible, de forma convincente y honesta;
ejecutaba su parte de la Gran Farsa con buena fe y se merecía ser feliz; pero
eso no obviaba la cuestión de que él no la quería, si es que alguna vez,
realmente, lo había hecho ‒estaba bastante seguro de que sí‒. ¿Estaría ahora
mismo ella pensando algo parecido, mientras él la acariciaba, relajándose tras
el polvo? Creía que no, que ella estaba más implicada en la relación, que
esperaba mucho de ella. Pero es fácil pensar eso, y quizá ella pensaba lo mismo
de él, mientras la marea de la vida la arrastraba mar adentro.
Libros del mismo autor
¿Cuál tendría que ser el
propósito de la vida, si no es la repetición ritual de una serie de actividades
que han demostrado su eficacia durante generaciones? Los fines de semana, cine
en la ciudad o excursión a la sierra o salida a la casa del pueblo de los
padres de ella; las vacaciones, turismo nacional ‒apartotel, alquiler de moto
acuática si es de playa, cenas en restaurantes medianamente buenos‒ o en el
extranjero ‒Europa está ya muy trillada, mejor algún destino exótico y sugerente
en el norte de África o Sudamérica‒; la boda, con cuatrocientos invitados; y la
casa, de estreno, en la nueva urbanización de moda… ¿Qué más se puede pedir?
¿No es eso vivir? Viajar, conocer gente interesante, tener experiencias,
hacer amigos, tejer una red de contactos desde la secundaria que te ayudan a ser
alguien… Porque eres la suma de todo eso, ¿qué si no? Pero ahí está quizá
el problema, pensó deslizando una mano sobre el vientre de ella, cálido, y atrayéndola
hacia sí ligeramente. En tener la vida más o menos resuelta, en no sentir el
apremio de las necesidades. Eso le quita el sabor a todo, hace que todas las texturas
se homogenicen, se vuelvan iguales, que pierdan la capacidad de despertar la pasión.
Del mismo modo que la vida en común va apagando lentamente la llama, que te
cansas del mismo cuerpo y las mismas conversaciones y los mismos tics y de todo
eso que te gusta, que objetivamente te gusta, porque es lo que te atrajo de esa
persona, pero da igual: la repetición, el hábito, forman un círculo, mientras
que el sentido describe siempre una línea recta, apunta hacia algo. Hay una
contradicción insoluble en el hecho de vivir, o por lo menos de querer ser
feliz. Lo que necesitas para el ascenso es precisamente el lastre que te impide
llegar a la cima. ¿Soy yo su lastre?, se preguntaba, mientras le decía cosas
bonitas al oído. Seguro. Cómo no. Hay una prodigiosa simetría en todas las
cosas. Todo lo que creemos excepción a la norma es una ilusión. Yo no iba a ser
esa excepción.
¿Debería dejarla? ¿Me sincero con
ella? Ella se lo merece. No se puede ser feliz si no se vive de forma real, y
para eso es imprescindible la honestidad. Oye, tenemos algo de lo que hablar,
se imaginaba que le decía. Y ella se giraba hacia él y clavaba sus ojos pardos
en los suyos con calmada tristeza y sabía lo que venía a continuación, y le
contestaba que sí, que tenían que hablar. Y, como todas las noches, tras un
polvo moderadamente satisfactorio o sin él, no decía nada, y ella tampoco, y
todo seguía su curso, y era lo mejor.
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