Empieza a leer las peripecias de Dionisio Monte, el disparatado protagonista
de estas desventuras de lo cotidiano; toda una tragicomedia del siglo XXI.
EL ASCO Y LA GLORIA (cap. 1)
Una odisea antiépica en las calles de un esperpéntico Madrid
«A esto se
añade que, con frecuencia,
el hombre
oculta los motivos de su obrar
a todos los
demás, a veces hasta a sí mismo,
en particular
cuando teme saber qué es lo que
realmente le
mueve a hacer esto o aquello».
ARTHUR
SCHOPENHAUER
«Fue un feliz
momento aquel en que supe
purificar mis
intuiciones de lo efímero y gozar
del mundo con
los ojos divinizados. Igual que en
las palabras,
escudriñé en las acciones humanas
una actualidad
eterna, y vi desenvolverse las vidas por
caminos
sellados como la pauta de las estrellas».
RAMÓN M. DEL
VALLE-INCLÁN
I
Donde se presenta
al singular protagonista
de esta no menos singular
historia
Pese a las
recomendaciones de su psiquiatra, se pasaba las noches despierto, metido en la
habitación, delante de la pantalla del ordenador, haciendo clic con el ratón
del ratón como si disparara a matar contra todo lo que se moviera. Con los ojos
enrojecidos y el cuello dolorido, la lata de coca cola al lado ‒y la papelera repleta de otras vacías‒, tecleaba con furia, casi se diría que aporreaba el
teclado, porque había cosas importantes que decir, y él era quien tenía que
decirlas. Una tableta de chocolate a medio comer al otro lado del teclado, la
cual ya empezaba a derretirse, iba marcando con la desaparición de cada onza (pues
comía las onzas de una en una, sin romper jamás la tableta de otra forma,
debido a su trastorno obsesivo-compulsivo) las horas que pasaban, la implacable
carrera del tiempo hasta el alba, cuando, como si de un vampiro se tratara,
dormía al fin; descansaba así cuerpo y mente para otra jornada de pesquisas en
la red, de desenmascaramiento de los agentes de la Trama, y de pública
exposición de todos los Colaboracionistas, los Negadores y los Pusilánimes (tres
tipos humanos perfectamente identificados y clasificados, con su taxonomía
propia) que arrastraban a Occidente hacia su inevitable naufragio. Alguien
tenía que velar por la existencia y la libertad del Individuo, por la
salvaguarda de ese legado distintivo de nuestra civilización; pero incluso ese
alguien debía descansar en algún momento. Era plenamente consciente de que era
un mortal, no un dios; y de que, si era un héroe, al menos no lo era en el
sentido griego, así que tarde o temprano tenía que meterse en la cama y zamparse,
cuando se levantara al mediodía siguiente, un buen desayuno; y no lo hacía
pensando en sí mismo, sino en el mundo. Era pura abnegación, en realidad, pues
debía reproducir su fuerza de trabajo para estar en condiciones de proseguir
con la Lucha. Quien tiene un destino no ha de descuidar cosas como un desayuno
que incluya todos los grupos nutricionales.
El momento del merecido reposo
se acercaba al fin ‒eran las tres y media de la
madrugada‒, pero todavía había que hacer
un último esfuerzo para poder decir que el día había cundido al máximo. Sus
dedos se movieron por el teclado como los del mejor pianista del mundo, arrancándole
melodías que ya quisiera éste para sí. Pero su música era de muy otro tipo:
eran las salvajes diatribas que escribía contra la degeneración y el
aborregamiento colectivo, contra la disolución de lo humano en el pandemónium
tecno-científico-económico de estos tiempos sin rumbo. Desde la pared de al
lado, hacia la que se giraba con frecuencia, porque los ojos le ardían ya, lo
contemplaba con expresión de aprobación el póster de Arthur Schopenhauer. Almas
gemelas ‒no descartaba ser su reencarnación‒, el filósofo de Danzig también había sido un solitario, un
hombre rodeado de mediocres y negado por envidiosos, que no obstante había
penetrado en los más profundos misterios de la existencia y había regresado de
ese páramo helado con la cálida luz del conocimiento. De la misma forma, aunque
salvando las distancias temporales, él contribuía al ensanchamiento de la
conciencia humana con sus textos. Y lo hubiera hecho mejor, y más rápido, si se
hubiera podido dedicar a su blog en cuerpo y alma, a tiempo completo, como
Schopenhauer pudo hacerlo con su magna obra; pero la mezquindad del mundo y la
miseria intelectual y moral de las gentecillas que lo pueblan lo obligaban a
desviarse de su guerra para librar escaramuzas en las redes sociales y otros
foros. Allí ponía en su sitio a todos esos cretinos, los espabilaba a base de
bien. En ese mismo momento estaba aniquilando a uno en Facebook, con argumentos
irrebatibles:
«Muy estimado subnormal: desgraciadamente,
esta plataforma no es de pago, lo cual garantiza el acceso a muertos de hambre
como usted, seres venidos a menos cuya educación evidentemente es la propia de
alguien criado en el arroyo. De lo contrario, no osaría sostener opiniones babeantes
tan contrarias a hechos incuestionables, como que la Guerra Fría fue una
colaboración entre norteamericanos y soviéticos para controlar, mediante el
miedo, a sus respectivas poblaciones. Pues es evidente que, tras la derrota de
los nazis en 1945, las dos nuevas superpotencias mundiales mantuvieron
estrechas relaciones, que beneficiaban a ambas por igual, y que el período
entre 1945 y 1989 no fue más que el fingimiento de un conflicto que sólo servía
para ejercer un férreo control de la privacidad y para restringir los libres
movimientos de la ciudadanía de tres cuartas partes del planeta. En todo
momento estuvieron los EE. UU. y la URSS conchabados en este proyecto de dominio
mundial, tan malinterpretado por los necios que hoy se declaran de “derechas” o
de “izquierdas”, “liberales” o “socialistas”, como si eso significara ya algo.
Y ésa es la postura de usted, acémila, que en ningún momento se cuestiona la
narrativa oficial sostenida por los Colaboracionistas de la universidad y de los
medios de comunicación. Aun así, se atreve a sostener que yo me equivoco cuando
digo…».
Siguió poniendo al miserable en
su sitio, en una extensa respuesta a una publicación que firmó con su
pseudónimo de polemista en las redes y en los comentarios en las noticias de la
prensa online: Montecristo. Como el falso nombre de Edmond Dantès,
reflejaba el espíritu de un hombre atormentado por las calumnias de los demás,
por la perfidia de un mundo que no puede tolerar a los que están por encima de
la media. Era el sobrenombre que usaba en Facebook y en Twitter, y que acompañaba
con una foto de perfil de Robert Donat, el actor que interpretó a Dantès en la
adaptación cinematográfica de 1934, la cual era, sin lugar a dudas, la
“auténtica”. Se quedaba muy a su gusto tras desatar sus invectivas contra los ignorantes
y los implicados en la Trama, pero luego se quedaba pendiente de las
respuestas. Tenía siempre varias
pestañas abiertas y las refrescaba constantemente mientras miraba otras cosas y
luchaba en otros campos de batalla; cada vez que veía una notificación, la
pinchaba en cuestión de décimas de segundo y la leía ávidamente, a veces con
expresión triunfal y a veces más bien colérica. Cuando no le contestaban, había
ganado la lid; si le contestaban con insultos o comentarios exaltados, es que
no tenían razones que aportar, y por tanto había ganado; si le contestaban con argumentos,
buenas formas y mesura, es que se lo tomaban en serio como rival ‒probablemente le temían, y no querían enfrentarse a él en
campo abierto‒, así que también había ganado.
Si se daba el improbable caso de que le contestaran de una forma tan aplastante
que él se sintiera realmente derrotado, todavía le quedaba una última bala en
la recámara:
«Eres un hijo de la gran puta.
La prueba viviente de que, de dos parientes consanguíneos, sólo puede nacer una
aberración. Hasta nunca, animal».
Y a continuación lo bloqueaba,
con lo cual el otro no podía responderle, así que había ganado. No podían hacer
nada contra su estrategia; era imposible pillarlo desprevenido. Era como Temístocles
en Maratón, como Alejandro en Gaugamela, como Flavio Aecio en los Campos
Cataláunicos. Daba brea a diestro y siniestro, pero nunca recibía; la estulticia
de los demás resbalaba a su alrededor como si llevara un escudo antiestúpidos.
Siempre quedaba por encima, tanto que ya ni le encontraba mérito a humillar a
esos subhumanos. Así lo veía él, desde luego, que tenía un concepto de sí mismo
a la altura de sus logros; no era para menos, pasándose las horas que se pasaba
delante del ordenador. La suya sí que era una vida bien aprovechada.
Con un veloz tecleo, acabó de
diezmar un foro de internet donde se discutía acerca del poder de las farmacéuticas
y sus intereses no ya en curar las enfermedades, sino en cronificarlas para
poder desangrar durante el resto de sus vidas a los particulares o, en su
defecto, a los sistemas sanitarios públicos. En fin… esos aficionados no tenían
ni puta idea, así que tuvo que explicarles cómo funcionan las cosas. Se creían
todo lo que leían en fuentes no contrastadas; no hacían más que repetir las
típicas tonterías sobre conspiraciones que se toman en serio los que sólo han
rascado la superficie. Pero él, que había cavado profundas zanjas tras ésta y tenía
fuentes de confianza, no como los demás, se vio obligado a mostrarles la
verdad: que son las propias farmacéuticas las que crean y propagan esos bulos
acerca de sí mismas como forma de poner a prueba la salud mental de una buena parte
de la población y, así, comprobar la eficacia de los medicamentos con que tratan
los desórdenes paranoicos. La denuncia de las farmacéuticas, por tanto, es en
sí el experimento que están realizando las farmacéuticas. Estaba reprochándoles
a esos pobres necios su ignorancia y superficialidad, y diciéndole a uno en
particular ‒un universitario que lo había
tachado de loco‒ que le diera recuerdos a su
madre, con la que había tenido un affaire veinte años atrás, cuando
levantó la cara de la pantalla para bostezar (ya estaba bastante avanzada la
madrugada), y de repente exclamó:
‒¡Coño!
Apagó el flexo que tenía en la
mesa, al lado del ordenador, y saltó como una pantera hasta el borde de la
ventana. Tenía unas persianas venecianas, entre las que metió los dedos para
separarlas un poco y mirar a través suyo, amparado en la oscuridad de su
habitación. En el piso de enfrente, apenas a cuatro metros, al otro lado de la estrecha
calleja, se había encendido una luz en la ventana que daba directamente a la
suya. Y allí se veía una silueta recortada contra el cristal traslúcido, la
silueta de su Musa, del ser que le robaba el sueño.
‒¡Laura!
Era Laura, en efecto, la dueña
de su corazón, la dama que lo había cautivado desde que posara por primera vez
sus indignos ojos en ella. La delicada criatura a la que debía sus más tiernos
y delicados sentimientos.
‒Joder, pero qué buena estás…
Que se expresara así no le
restaba un ápice de profundidad a aquéllos, los cuales manaban como de una
fuente cada vez que la evocaba; no digamos ya cuando llegaba a casa de
madrugada y, confiada en la privacidad de su alcoba, se quitaba la ropa y
nuestro héroe veía su silueta desnudarse, proyectada sobre la ventana. Dante no
debió de sentir algo ni la mitad de intenso cuando vio a Beatriz por vez
primera en aquel palacio, con su vestido carmesí y, asumimos, en actitud muy decorosa.
Laura, con toda seguridad, no era tan recatada, lo cual estimulaba más allá de
la poesía la imaginación del protagonista de esta historia. Se trataba de una
joven de unos veintitantos años, considerablemente atractiva y voluptuosa; estudiaba
un ciclo formativo de educación infantil después de haber dejado los estudios
durante unos años, puesto que había tenido una primera juventud rebelde y
despreocupada. Ahora quería sentar la cabeza y había vuelto a estudiar, dedicación
que compaginaba con un trabajo como monitora de pilates en un gimnasio del
barrio. Cómo había llegado a saber todo esto nuestro discreto protagonista, sin
haber cruzado jamás con ella una sola palabra que no fuera un «hola» o un
«hasta luego» propio de vecinos, es cosa que debería hacernos maravillar de sus
dotes detectivescas y de cómo empleaba su tiempo en las redes sociales. La
joven medía alrededor de uno setenta, tenía el pelo muy largo, castaño claro y
liso, de aspecto sedoso, y unos ojos grandes y almendrados, de color miel, casi
se diría que a juego con ese pelo de anuncio de champú. La cara era redonda, de
facciones suaves, con unos labios gruesos, sensuales; una sonrisa muy dulce
iluminaba un rostro que el resto del tiempo tenía una expresión seria. En
cuanto a otros rasgos físicos, como ya se ha dicho, era bastante voluptuosa, y
aunque entre semana vestía discretamente y se maquillaba poco, con lo que
resultaba muy natural, cuando se arreglaba para salir se mostraba realmente exuberante.
En ese momento, nuestro estimado voyeur la veía quitarse las botas altas
y bajarse el escaso vestido, aunque, naturalmente, sólo era su silueta
recortada contra la ventana; así que alargó la mano hacia las gafas 3D del
cine, que tenía por allí, encima de una estantería, desde que había visto Avatar
‒fue la primera y la última vez
que pagó por una experiencia tan mareante‒. Había descubierto que, con
ellas, podía ver la realidad también en tres dimensiones. Así que se las puso y
pudo darle textura y color al espectáculo que contemplaba a unos pocos metros
de distancia.
Del mismo autor...
Los Ángeles, año 1955. Rhett Murdock, un detective privado, será contratado por una bella y rica mujer para buscar a una joven desaparecida. Lo que parecía un caso rutinario se convertirá para él en un rocambolesco infierno en el que tendrá que emplearse a fondo para hallar la verdad. Gánsteres, mujeres fatales, poderosos magnates y demás maleantes intentarán impedir que cumpla su objetivo. Sin embargo, Rhett Murdock se las verá con todos ellos, acuciado por un ridículo sentido del deber y una insensibilidad mayúscula a la hora de apretar el gatillo. Armado sólo con su astucia (además de un descomunal revólver), investigará hasta las últimas consecuencias y acabará con todo aquel insensato que se interponga en su camino. Rhett Murdock. Detective privado es la quintaesencia del noir: una historia llena de misterio, acción y sexo, cuya trama sólo es una excusa para crear un ambiente lleno de humor negro y violencia gratuita. Una novela en la que todo es exactamente lo que parece. >>Haz clic en la portada para abrir la muestra de lectura.
ISBN (papel): 9781975834678
Se había encontrado por vez primera
con Laura hacía unos años, cuando ella se mudó al edificio de enfrente con su
familia, procedentes de Alicante; desde su atalaya los vio hacer la mudanza, y
cuando la muchacha se asomó a la ventana de su habitación, justo enfrente de la
suya, cayó fulminado como si lo hubiera alcanzado un rayo. En aquel entonces ella
tendría ya los dieciocho ‒y él contaba treinta y tres‒, pero no estaba estudiando, así que andaba mucho tiempo
entrando y saliendo, y un día se cruzaron en la tienda de los chinos de la
esquina. Allí, esa tarde de verano, bajo las campanillas de la puerta, él se
quedó aturdido por su belleza y por la gracia sin par con la que respondió
«hola» a su saludo sin apenas mirarlo a la cara, al salir con las bolsas de la
compra. Llevaba ella una camiseta de tirantes y unos shorts bastante
prietos, y el pelo recogido; nuestro hombre sintió su corazón encogerse y pensó
que nunca había visto nada más bello en toda su vida, la cual, de repente,
adquirió un sentido del que hasta ese mismo instante parecía haber carecido. Entendió
perfectamente la indiferencia de la chica como lo que en verdad era, timidez y humildad;
pero advirtió perfectamente que durante una milésima de segundo o así le había
mirado a los ojos, de forma profunda y significativa, y que esa mirada estaba
preñada de porvenir. Semejantes vibraciones no solían pasarle desapercibidas ‒de hecho, si algo lo caracterizaba era percibir cosas que los
demás no percibirían jamás‒, de modo que, a partir de ese
momento, se consagró a ella, a su Dama, a la que le dedicaría todos sus triunfos.
‒Te amaré siempre, Laura, tú lo sabes bien; a ti y sólo a ti,
se dijo, y más o menos venía
cumpliendo su palabra, aunque en el más estricto de los sentidos había por ahí
otras tres o cuatro mujeres, que abarcaban un amplio registro de edades y
características, por las que había pronunciado literalmente, o casi, las mismas
palabras. Tenía una concepción caballeresca y gentil del trato con las mujeres,
derivada de su escaso trato real con las mismas; y cuanto más las miraba a
distancia, más alimentaba esa forma de entenderlas que sólo servía para mantenerlo
alejado de ellas.
Después de que la bella Laura,
ajena a semejante público, terminara de desvestirse, pasara un buen rato en el
cuarto de baño ‒probablemente, desmaquillándose‒, se metiera en la cama y apagara la luz, y con ella las fantasías
ópticas de nuestro héroe, éste decidió que había amortizado la jornada y que ya
era hora de acostarse él también. El día había sido ciertamente provechoso: a
media mañana había ido al súper a hacer la compra, y aprovechó la ocasión, como
haría todo ser atento y lúcido, para observar el comportamiento humano del
mismo modo que un entomólogo lo hace con sus insectos; tomaba nota de todo
mentalmente ‒a veces sacaba una libreta y
apuntaba, mientras miraba al sujeto fijamente‒
y luego meditaba largamente sobre sus hallazgos y los transformaba en líneas de
brillante prosa para su blog, su gran análisis de la tragicomedia humana; llegaría
el día en que sería reconocido por él. Después de toparse con una excelente
oferta de tres por dos en los paquetes de muesli con frutos secos, pagó
satisfecho la compra, subió las bolsas a casa y se acercó al quiosco del barrio
a preguntar si había llegado ya sus publicaciones favoritas. Tuvo suerte con
dos de ellas: Ciencia heterodoxa del nuevo milenio y Grandes hazañas
bélicas desconocidas ‒cuyas temáticas el lector podrá deducir
de sus títulos‒ habían llegado ese mismo día,
así que se dio un paseo con ellas bajo el brazo, hasta la hora de comer.
Había allí cerca un parquecillo,
en uno de cuyos bancos se sentó un rato. Ojeó las revistas con interés,
mientras observaba a su alrededor los movimientos de la gente que pasaba; a
esas horas, era sobre todo gente mayor, pues los críos estaban en el colegio y
los adultos trabajando. Salvo los adultos como él, claro, sin una ocupación remunerada.
Al cabo de un rato, empezó a notar algo que era muy frecuente: había
transeúntes que lo miraban fijamente, con expresión hostil, tratando
explícitamente de hacer que se sintiera incómodo. Percibió que se estaban preguntando
qué hacía allí y qué leía, aunque, claro está, no tenían el valor de acercarse
a interrogarlo. Un matrimonio de viejos que pasaban por el camino enlosado, cogidos
del brazo, lo miraron con clara animadversión; ella le dijo algo a él y
empezaron a reírse por lo bajito. Nuestro sin par protagonista no pudo soportar
esas mofas por parte de seres inferiores, que sólo cobardemente y a distancia
tenían el valor de atacarlo, así que se levantó y se fue.
Regresó a casa, algo tenso por
la inesperada agresión sufrida; dejó las revistas en el saloncito, en la
mesilla al lado de su butaca de leer, y se puso a preparar la comida. Era
jueves, así que tocaba pasta. Dejó el agua puesta a hervir, calculó
cuidadosamente la cantidad de macarrones necesaria, abrió una lata de tomate
frito, a la que añadió un toque de orégano y otro de cominos, y entró al baño.
Cuando salió, la pasta estaba lista. Se la comió en la mesa de pared que tenía
en la cocina, sentado en su silla alta, que había comprado en un mercadillo. A
continuación, se echó una buena siesta (una “doble”, o sea, de dos horas),
reposó su mente imparable, se levantó, se sirvió un café, y dedicó las
siguientes dos horas a trabajar en su blog. En él plasmaba su compleja visión
del mundo, relacionando de forma a la vez sutil y brillante los fenómenos que
la masa y los pretendidos expertos eran incapaces de conectar… o que,
simplemente, no interesaba ver. Cosas de la Trama. Luego estuvo varias horas
batallando en internet. Según su costumbre, cenó un sándwich hecho deprisa en
la cocina y devorado frente a la pantalla del ordenador, acompañado de una coca
cola, mientras seguía poniendo en su sitio a ignorantes y a cómplices del orden
invisible que regía el mundo. En ese momento, ya avanzada la noche y la
refriega, es cuando lo hemos encontrado al inicio de esta narración. Y, por
último ‒para qué iba a pedirle más a un
día tan bueno‒, había visto a su fuente de
inspiración. Así pues, reflexionando sobre sus actos al cabo del día, como
recomendaba hacer Sócrates, se acostó; y bien tapado con su manta hasta la
frente, se durmió plácidamente.
No te vayas de aquí sin tu ejemplar
A la mañana siguiente no
recordaba lo que había soñado, pero debió de ser estimulante, porque se levantó
muy empalmado. En consecuencia, le costó un montón orinar, como se entenderá, y
tras conseguirlo con extrañas contorsiones y giros, se masturbó afanosamente
mientras rememoraba la visión de su reina que había tenido apenas hacía unas
horas, cuando pudo verla a través de la oscuridad gracias a sus gafas 3D. Una
vez hechas las paces con la naturaleza, se duchó. Mientras se secaba con la
toalla, se puso las gafas y se miró en el espejo del baño para organizarse un
poco el pelo con los dedos ‒lo cual era toda la atención que
les dedicaba‒. Lo que vio era, básicamente,
lo que veía todos los días al repetir ese ritual: a un tipo que rondaba los
cuarenta años, enjuto, de mediana estatura, con el pelo lacio y castaño que ya
empezaba a escasear y no había conocido peines en décadas; el rostro era fino y
seco, con la boca permanentemente torcida en una mueca como de media luna
invertida, que no se sabía bien si era por incertidumbre o por desdén; y los
ojos, de mirada penetrante y fija, intentaban esconderse tras unas gruesas
ojeras rojizas que eran la nota de color más distintiva en esa egregia y pálida
cara.
‒Vamos con un nuevo día, Dionisio ‒se dijo‒; vamos con un nuevo día. Hay
cosas que hacer. Adelante, adelante.
Era como una oración matutina
para él, que repetía cada mañana cuando estaba en el baño. Hacía años, muchos
años, uno de los psiquiatras por los que había pasado le dijo que era bueno
animarse uno mismo, aprender a motivarse diariamente, y le sugirió un modo de
hacerlo. Había olvidado toda la demás charlatanería de aquel hombre, pero esa
costumbre sí que se le había quedado. Hay que activar los circuitos de
retroalimentación positiva del cerebro, eso él lo sabía, porque había leído
mucho de psicología ‒y de todo lo demás‒; es necesario crearse refuerzos positivos, asociar
determinadas conductas con recompensas para estimular los centros del placer de
los que depende la motivación. Ésa es la clave del éxito, es lo que diferencia
a un sujeto dominante de otro dominado. La traducción neurológica de lo que Nietzsche
llamó la voluntad de poder, el impulso fundamental de toda forma de
vida, que alcanza la autoconsciencia en el ser humano. Aunque, bueno, las cosas
que dice Nietzsche hay que cogerlas con guantes, porque estaba un poco chalado,
y eso Dionisio ‒el lector atento ya habrá
descubierto que es el nombre de nuestro protagonista‒ lo tenía muy claro. «Cuidado con lo que lees», se decía a menudo,
«que hay por ahí cada cual… Y las lecturas mal digeridas pueden arruinarte la
cabeza».
Afortunadamente, eso a él no le
pasaba, porque saberlo lo blindaba a priori contra esa posibilidad, y así, el
repetirse consejos como éste lo hacía inmune a cualquier indigestión
intelectual que pudiera sufrir a causa de su lectura indiscriminada y
desordenada de libros de todos los temas: filosofía, historia, ciencias
naturales y sociales, teología, matemáticas, ajedrez, historia de las
religiones, mitología comparada, gnosticismo y hermetismo, cultos mistéricos,
la Biblia ‒siempre la Biblia‒, y también el Corán, por qué no, y el Talmud; y toda la
literatura paranoica sobre conspiraciones y paraciencia que encontraba en la
red. Él sabía distinguir perfectamente la paja del grano en todo lo que leía.
No se la pegaban.
Desayunó en la cocina, en su
pequeña mesa de pared, sobre un hule de cuadros rojos y blancos. Entre
cucharada y cucharada de muesli con plátano y chocolate, se metió en la boca
alguna cucharada únicamente de leche, en la que echaba una de sus pastillas para
tragársela, y así se fue tomando la risperidona, el citalopram y el lorazepam
para afrontar el día a pleno rendimiento, sin dejar que el demonio interior lo
sedujera. Hacía tiempo que no le hablaba, de todas formas; llevaba mucho sin
saber de él, y estaba bastante tranquilo. Mejor así. Debía seguir por ese
camino de disciplina y perfección personal.
Levantó la mirada hacia el
calendario de Talleres López que tenía colgado justo sobre la mesita, donde
siempre desayunaba, comía y cenaba solo. Viernes, catorce de septiembre. Bien. Repasó
mentalmente las cosas que tenía que hacer ese día, y pensó el mejor orden a
seguir. Debía hacer algunos recados por la mañana, y esa tarde había quedado
con Mateo para tomar algo en Lavapiés. No quedaba muy a menudo con nadie; cada
vez menos, de hecho, en los últimos años. Estaba muy ocupado, naturalmente. Su
intensa actividad intelectual acaparaba casi todo su tiempo; alguien tenía que
hacer lo que él hacía y decir lo que él decía: era su compromiso con la
humanidad. Las relaciones con los demás, quienes, por otro lado, eran
generalmente incapaces de comprender su profundidad y aspiraciones, le suponían
un desperdicio de tiempo que no tenía derecho a permitirse. Pero es verdad que
a veces echaba un poco de menos ese roce, que resulta enriquecedor, cuanto
menos porque permite retomar el deber con energías redobladas tras haber
oxigenado un poco la mente con trivialidades y anécdotas. Tomó nota mental de
que tenía que escribir algo acerca de eso y se metió en la boca otra cucharada
de muesli.
La soledad era buena compañera para
alguien como él, pero a veces podía llegar a ser dura. Incluso Harry Haller,
modelo de perfección espiritual, había condescendido a abrirse al mundo. Él
también debía condescender con los seres humanos, como Zaratustra cuando bajó
de su montaña, a pesar de que allí arriba hablaba cara a cara al sol. Es
innegable que el valle está repleto de molestas y pegajosas moscas, pero es el
precio a pagar por esa compañía, necesaria y revitalizante muy de cuando en
cuando. Y Dionisio llevaba casi diez años viviendo solo. Por eso se alegró más
de lo que le gustaría reconocer cuando se encontró el domingo anterior con
Mateo en la Cuesta de Moyano, adonde fue en busca de alguna ganga. Hacía años
que no veía a Mateo, que había sido compañero suyo en la facultad, y con quien,
en otra época, que ya parecía remotísima, había tenido una estrecha amistad.
¿Era ocasión de reencontrarse con esa faceta de su vida? Quizá… Ciertamente, ya
había pensado que le vendría bien alguien con quien compartir su profundidad;
era demasiado grande como para cargar con ella él solo.
Dejó el plato y la cuchara en el
fregadero, junto a otras tantas piezas de su exigua vajilla que llevaban ahí
días acumulándose en espera de un poco de jabón y estropajo redentores. Antes
de salir a acometer esa prometedora jornada, encendió un cigarro y se paseó un
poco por el saloncito mientras le daba unas hondas caladas. El tabaco le iba
bien con el lorazepam, antes de salir a la calle; aquietaba su mente hasta
estar listo para abrir esa puerta. Paseándose por el piso ‒iba echando la ceniza en los variados ceniceros que tenía en
todas las habitaciones‒, se asomó un momento al
minúsculo balcón, en el que tenía unas macetas con geranios. Miró furtivamente
al piso de enfrente, cuyas persianas estaban bajadas, y volvió a entrar,
mientras se decía:
‒Algún día. Algún día…
Y, tras darle otra calada al
cigarro, como si quisiera apurar todo lo que le quedaba de una sola vez, lo
apagó en el cenicero metálico, cogió la chaqueta, la cartera y las llaves y
salió del piso, preparado al fin para enfrentarse con el terco y mezquino mundo.
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Capítulo 2 de El asco y la gloria
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