LA ZONA EXTERIOR (cap. 2)

Lee el segundo capítulo de la novela Espacio Colonizado I. La Zona Exterior 
(D. Puche), que iremos publicando por entregas hasta su edición final como libro. Explora un universo completo que conjuga elementos de ópera espacial, ciencia ficción dura y ciberpunk.



Novela >>Ciencia ficción 

LA ZONA EXTERIOR (cap. 2) 

Primera parte de la trilogía Espacio Colonizado


>>Lee el capítulo 1

 



 
Por D. Puche
Publicado en 20/04/21



 
 
2/ LA VIAJERA DEL PASADO


La Perséfone se aproximaba al objeto siguiendo la ruta de intercepción trazada por su matriz inteligente. No tardaría mucho tiempo en alcanzarlo, y entretanto su tripulación hizo algunos preparativos para el registro. La Convención de Salvamento Naval era muy clara al respecto, y aunque en esa zona del Espacio Habitado tan remota no hubiera ‒en ese momento convulso‒ una autoridad capaz de imponerlo como ley, el Gremio de comerciantes se encargaba de hacerlo cumplir entre sus miembros. Así que, ya que tenían que hacerlo, lo harían bien; a Jian probablemente le diera un ataque por esa pérdida de tiempo adicional, que se comía el escaso margen que iban a ganar forzando el reactor, pero era un marinero veterano y responsable, y no pensaba saltarse las normas. Ni siquiera cuando, en un caso como ése, no había visos de encontrar ningún superviviente. No era una misión de rescate, sino de certificación de una nave perdida. Pero alguien tiene que dar testimonio de los que han muerto en el espacio. Ya es una tumba demasiado fría e insondable como para que ni siquiera se dé fe de los que yacen muertos en él; hay que concederles ese último reconocimiento, con independencia de la bandera bajo la que navegaran.
Mientras la nave se aproximaba a su objetivo, y una vez hechas todas las tareas pertinentes, se encontraron todos de nuevo en el salón de la zona común, donde tomaron el café que Ziad acababa de hacer en la vieja evaporadora. Estaban todos sentados, salvo Meena, que guardaba algo en un compartimento modular de la pared. Jacko andaba por allí husmeando a ver si le daban una galleta, y Beth le rascaba detrás de las orejas.
‒A ver, una cuestión importante: ¿quién va a participar en el registro? ‒planteó Jian, como capitán‒. Yo voy a ir, por supuesto, pero necesito que me acompañéis dos más, mientras los otros dos monitorizaban desde aquí.
‒Yo tengo que ir ‒dijo Alex‒. Es parte de las obligaciones del médico de a bordo certificar las defunciones. Y eso por no contar que encontremos a alguien vivo allí.
‒Eso es imposible ‒contestó Beth‒. El objeto no puede tener soporte vital funcional; captaríamos algo. Aunque tuviera atmósfera, ahí dentro la temperatura será glacial.
‒¿Y si hubiera alguien en una cámara de éxtasis?
‒Pero no recibimos ninguna emisión que indique una fuente de energía activa. Es un pedazo de metal inerte. Nada técnico puede estar funcionando ahí dentro.
‒Ya…
‒Bueno, somos dos ‒prosiguió Jian‒. Marinería y biociencia. Hace falta alguien que cubra el aspecto técnico. Había pensado…
‒Puedo ir yo. No tengo nada mejor que hacer hoy ‒dijo Zaid; por sus palabras parecía bromear, pero lo cierto es que ni se inmutó al decirlas, como quien afirma algo obvio.
‒Iba a decir que prefiero que venga Meena.
‒¿Por algo en especial? ‒preguntó Zaid.
‒No, por nada. Pero creo que será más útil para este cometido.
‒¿No crees que yo sea útil en esta situación? ‒preguntó de nuevo, pero tampoco parecía ofendido. Hablaba como si se tratara de un tema cualquiera que no lo involucrara; simplemente parecía interesado por la cuestión. Aparentemente, Zaid nunca se ofendía por nada.
‒No he dicho eso ‒Jian intentaba mostrarse paciente, pero se notaba que le costaba; todos lo advertían en su rostro y en su voz‒. Pero no sabemos lo que vamos a abordar. Prefiero contar con una ingeniera, por si encontramos problemas con los sistemas de esa lata. No te preocupes; si haces falta allí, te llamaremos.
‒De acuerdo ‒contestó con la misma tranquilidad.
‒Vale ‒añadió Meena, asintiendo‒, me prepararé.
‒Perfecto, ya somos tres ‒dijo Jian‒. Beth nos seguirá desde el puente, y tú, Zaid, desde la plataforma de embarque. Tendrás puesto el traje, por si nos haces falta.
‒Muy bien ‒contestó éste, afable. Beth, que bebía su café, se limitó a hacer un gesto afirmativo.
‒¿Hay algún problema con que haga un registro personal de la operación? ‒preguntó Alex.
‒Para nada; como quieras. Mientras te ocupes del informe forense, si es que hay que hacerlo, lo demás me da igual. Puedes incluirlo en tu diario. Y cuando Imrahil nos despelleje por llegar tarde, también. Esa parte tendrá más acción, seguramente.
Diciendo esto, Jian se levantó con su taza de café y se dirigió parsimoniosamente hacia la zona de embarque para ir poniéndose el traje. Los demás se quedaron allí un poco más y comentaron algunos detalles acerca de las maniobras a seguir y sobre protocolo del Gremio.
‒Vaya, dos salidas en un mismo día… ‒dijo Meena en tono quejumbroso.
‒Eh, yo lo he intentado ‒contestó Zaid, bebiendo de su taza verde con una imagen animada del ratón Cherax‒. A mí no me hubiera importado.    

 

Del mismo autor...

Haz clic en la imagen para más info
 
 
Poco después, los sensores de medio alcance de la Perséfone pudieron proporcionar información más concreta. La matriz construyó una imagen tetradimensional a partir de los datos disponibles, una visual manipulable bastante fiable. Así supieron al fin qué es lo que iban a abordar. Era, sin lugar a dudas, una especie de bote de salvamento, aunque tenía un diseño muy inusual que no encajaba con las típicas líneas de construcción naval del presente; les resultó extrañamente barroco, como si sus constructores se hubieran esforzado por darle una forma elegante y alambicada, cosa extraña en un tipo de vehículo del que lo único importante es la pura funcionalidad y que ocupe el menor volumen posible en una nave. En el proyector del puente ‒donde cabían todos, aunque un tanto agolpados, sobre todo porque cuatro de ellos llevaban ya gran parte de los trajes espaciales‒, Jian giró la imagen con las manos y señaló un punto; parecía una compuerta con unos puntos de amarre a ambos lados.
‒Nos aproximaremos por esta dirección, Beth. Por la parte superior del bote.
Beth asintió.
‒Vale, le doy las órdenes a la matriz.
‒¿Cuánto pueden llevarnos las maniobras de sincronización?
‒Pues… unos diez minutos o así.
Jian pareció calcular mentalmente algo.
‒Muy bien. A ver si una vez dentro no nos demoramos mucho. La idea es entrar, echar un vistazo y salir rápidamente. Si hay cadáveres, Alex, haz lo que tengas que hacer, pero desde luego, se quedan ahí. Meena, tú sacas los datos de la bitácora para el informe técnico.
‒Claro.
Meena estudió unos salientes bulbosos en la imagen del pecio; cogió la proyección sólida y la invirtió para verla por la parte ventral. Era un diseño ciertamente desfasado, de aspecto bastante viejo. Estructuralmente, consistía en un cilindro de unos veinte metros de eslora, con una especie de voluminoso ariete de proa, que parecía un morro de rinoceronte invertido, y con esos salientes a babor y estribor con los que no estaba familiarizada; les dijo a los demás que podían ser generadores de campos, algo poco usual en un bote. Tenía un pequeño impulsor sublumínico en popa, evidentemente inerte, como todo en ese ataúd a la deriva. En cuanto a la superficie, toda ella estaba cubierta de extraños patrones de aspecto ornamental, como grabados en el casco, que recordaban a damasquinados. Era algo realmente extraño; parecía una pieza de orfebrería a una escala enorme. El conjunto, sin duda era bello.
 
Unos veinte minutos más tarde, todos estaban en sus puestos. Beth permaneció en el puente, supervisando las maniobras de aproximación final y amarre, a pesar de que era la matriz inteligente de la Perséfone la que se ocuparía de ello, haciendo los complicados ajustes necesarios para la coordinación de su velocidad y momento angular con los del bote. La compuerta de acceso de la nave debía ponerse perfectamente en paralelo con lo que parecía ser otra compuerta en la parte superior del pecio, para seguidamente desplegar el pasillo de embarque y generar presión en su interior. Como el bote rotaba sobre sí mismo ‒si bien muy lentamente‒ con cierta inclinación, la Perséfone tenía que ponerse a su altura, igual su velocidad, y sólo entonces hacer la maniobra de enganche, un proceso excesivamente delicado como para que un piloto lo hiciera de forma manual. A continuación, empezaría a rotar sobre sí misma para que la fuerza centrífuga simulara gravedad en el interior del bote. No eran maniobras que pudieran realizarse a ojo. Así que Beth, mascando más sinthex, no podía hacer mucho más que mirar; cuando el equipo estuviera dentro, lo seguiría desde allí con los sensores.
Los demás estaban en la plataforma de embarque, en la segunda cubierta, los cuatro con sus trajes de vacío. Zaid también se lo había puesto, aunque no había desplegado el casco, porque en principio no iba a salir; se quedaría allí a la espera, por si acaso necesitaban apoyo, y los ayudaría a su regreso con cualquier carga que pudieran traer, o en caso de que tuvieran que hacer una evacuación de emergencia. Los otros tres estaban terminando de cargar los equipos con ayuda de los servidores; los robustos brazos articulados se movían con rapidez y precisión y les colocaban en los soportes posteriores de los trajes, conectándolos a los servos de éstos, los distintos módulos que llevaría cada uno. Jian llevaba el abridor unas grandes pinzas por si había que separar las hojas de una compuerta cerrada o atascada. Alex portaba el equipo biosanitario, y por supuesto, iba registrando su completa experiencia sensitiva de la intervención, el mejor material desde que estaba en la Perséfone. En cuanto a Meena, llevaba el pesado equipo técnico, que incluía cortadores de plasma y diversas herramientas, así como el instrumental de diagnóstico.  
«Preparaos, chicos, allá vamos», escucharon decir a Beth directamente en sus mentes, a través del neuroenlace. «Empieza la sincronización. Agarraos por si acaso. La matriz calcula dos minutos desde ahora para el acoplamiento».
Era el momento final de la sincronización, la fase más delicada. La Perséfone, como un ave de presa cerniéndose sobre su víctima, se acercaba al pecio, se ponía a su altura, lo rodeaba lentamente, girando sobre sí misma, y se iba aproximando hasta desplegar sus garras y engancharse con los puntos de anclaje extensibles. Dentro de la nave no se notaba nada; los generadores de campo gravitatorio de la Perséfone hacían que para sus ocupantes el movimiento de ésta no fuera perceptible, ni siquiera esa fuerza centrífuga debida a la rotación sobre su eje. Pero hasta haber completado la maniobra, lo más seguro era agarrarse por si se producía una colisión o cualquier otro incidente. Sin embargo, la aproximación fue rápida y exitosa, y enseguida se produjo el enganche, con unos sonidos que escucharon retumbar a través del casco.
«¡Listo! Acoplamiento conseguido. Todo en verde», dijo Beth.
Entonces unas luces ámbar se encendieron en la plataforma, sustituyendo a la iluminación difusa anterior, y un piloto verde indicó, en la compuerta de la exclusa, que el amarre estaba completado y podían cruzar la pasarela hasta el bote.
«¿Estáis listas? De acuerdo, vamos allá», dijo Jian por el neuroenlace, ya sin hablar físicamente, pues llevaba el casco desplegado. Pulsó el botón de la exclusa, que se abrió a la par que se encendían dentro de ella unas luces de seguridad. Los tres entraron y cerraron tras de sí.
¡Suerte! dijo Zaid antes de que se cerrara la compuerta interior. Alex, que iba la última, se volvió para hacerle un saludo con la mano.
«Tened cuidado», dijo Beth desde el puente.
Una vez estuvieron en la exclusa, Jian pulsó el botón de apertura de la compuerta exterior. Ésta se abrió y pudieron ver el casco del pecio, apenas a unos metros, amarrado a babor de la Perséfone. Las luces de la exclusa cambiaron por otras intermitentes, que indicaban un nivel de riesgo mayor. Eran bastante molestas, así que Meena las desconectó introduciendo una orden en un panel lateral. Los medidores de presión y oxígeno en la exclusa eran correctos; no obstante, no se quitaron los cascos por seguridad, al avanzar por el pasillo de embarque. Si se producía cualquier desajuste entre éste y el bote, morirían casi instantáneamente.
Llegaron a lo que parecía una compuerta de acceso al bote. La superficie era metálica, de un gris plateado, y estaba rotulada con un extraño código alfanumérico que los lectores de sus cascos no eran capaces de traducir. Como la compuerta era algo más estrecha que la pasarela de embarque, resultaban parcialmente visibles los damasquinados que se interrumpían en aquélla. Eran ciertamente elegantes, y enigmáticos. Jian los acarició con los dedos, a través del guante.
«Qué raro es decorar así una nave. Y no digamos ya un vehículo de emergencia. ¿Quién habrá construido esto?», preguntó Jian. Los demás podían ver lo que él miraba, a través del neuroenlace, cuando él decidía compartirlo.
«No lo sé. Nunca he visto nada parecido», respondió Meena. «Alguien a quien le sobraban los recursos, supongo; no serían del Exterior».
«¿Qué será esto? ¿Hubtu? ¿Uniformal?», preguntó de nuevo Jian, señalando el código alfanumérico.
«Ni idea», dijo Meena y, apretándose a su lado, pasó por las inscripciones un escáner, conectado a la matriz, que cogió de una funda en la pernera de su traje. «No lo reconoce».
«Vaya, pues qué bien…»
«El material», dijo Meena tras guardar el escáner y consultar otro aparato de su módulo técnico, un analizador con el que apuntó al casco, «es una aleación de titanio-aluminio-vanadio. Ligera, extremadamente resistente, muy cara; el titanio no es fácil de obtener en grandes cantidades. Es un material de construcción espacial muy usado en el pasado, pero hace mucho tiempo que no se emplea por su elevado coste. Hoy hay materiales mucho más resistentes, ligeros y baratos».
«¿En el pasado? ¿Cómo de viejo puede ser esto? ¿Hablas de décadas?»
«No, no… Mucho más. Eso lo sé porque estudié la historia de la construcción aeronaval… Te hablo más bien de siglos».
Beth silbó desde el puente; la oyeron por el neuroenlace. Le habían dicho muchas veces que no lo hiciera, porque resultaba molesto.
«No me jodas», contestó Jian. «Pero… ¿con qué coño nos hemos encontrado?»
«Definitivamente, creo que no vamos a encontrar nada vivo ahí dentro», dijo Alex.
«No, me da que no», respondió Jian. «Bueno, a ver si podemos abrir».
Había un tirador en la compuerta, que accionó sin ninguna esperanza, y efectivamente, no ocurrió nada. Entonces palpó con los dedos las juntas de las dos hojas, añadió «como esto no funcione y tengas que cortar, me voy a cagar en su puta madre», se apartó medio metro y cogió el abridor de su módulo. Éste, que básicamente era un gran separador hidráulico, pesaba mucho; pero el armazón y los servos conectados a la espalda y extremidades del traje le permitían manejarlo con cierta soltura y colgarlo en los soportes posteriores cuando no lo usaba. Introdujo las pinzas, que en sus extremos tenían unas lengüetas extensibles, entre las dos hojas, accionó el abridor, y con un chasquido sordo, la compuerta de acceso se abrió. Un soplo de aire rancio y estancado escapó del interior; así pues, estaba sellado herméticamente. Entre Jian y Meena tuvieron que empujar las dos hojas, él hacia arriba y ella hacia abajo, pero consiguieron abrirlas de par en par sin demasiados problemas. El acceso estaba libre, aunque el interior estaba completamente a oscuras.
Se asomaron y lo iluminaron con los focos de sus cascos. Perpendicular a ellos había una escalera de mano, descendente respecto al bote; tendrían que agarrarse bien al primer peldaño, meter el cuerpo a través de la compuerta, cambiar de ángulo noventa grados al entrar, poner los pies en la escalera, y descender por ella hasta la cubierta del bote, donde la fuerza centrífuga que generaba la rotación de la Perséfone crearía una falsa gravedad. Cabían por la escalera un poco justos, debido a los módulos de trabajo a sus espaldas, pero podían apañarse, así que empezaron el procedimiento, que para gente del espacio como ellos era bastante habitual. 
 
 

 No te vayas sin tu ejemplar

 
 
Desde el puente, Beth observaba atentamente sus pantallas por si se encendía algún aviso. De momento todo iba bien; de hecho, los sensores integrados de los trajes ya les advertirían de cualquier peligro sobre el terreno. Ella tenía que estar más atenta a lo que ocurriera fuera de la nave que dentro, y sobre todo, debía controlar la estabilidad del amarre. Pero parecía ser perfecta. Le había tocado la parte aburrida, pero mejor así; no le gustaba ponerse el traje ni salir al exterior. A Zaid le encantaba, porque al parecer se encontraba consigo mismo ahí fuera, o algo así. Pero a Beth le parecía inhóspito, le producía una insoportable sensación de vértigo existencial. Esa inmensidad negra, vacía y fría era casi la definición de la muerte, la representación misma de la nada, de algo terrible que amenaza con engullirnos a cada instante. Era curioso que una piloto pensara así; normalmente se trata de gente psíquicamente predispuesta hacia lo abierto, hacia la infinitud de las distancias, que no sufre esa especie de angustia cósmica. Pero sí que era el caso de Beth, para quien el interior y sólo el interior de una nave era un segundo hogar. Se había pasado la mayor parte de sus treinta y cuatro años embarcada; de hecho, se crio en una estación orbital en Cwmbel, un planeta-vertedero inhabitable por la temperatura y la contaminación, pero económicamente interesante por el reciclaje de residuos. Había varias estaciones en órbita cuyos habitantes vivían, fundamentalmente, de descender en barcazas a la superficie en breves misiones para buscar componentes de construcción reciclables u otras cosas que pudieran vender a los grandes cargueros que pasaban por aquella ruta tan transitada. La vida allí era muy dura, y hasta el aire en la estación era administrado con rigor. De ahí que los de Cwmbel ahorraran palabras y se expresaran mucho con gestos de cara y manos. Aunque, en el caso de Beth, también le había cogido el gusto a hablar por los codos, en cuanto escapó de allí, y ahora era conocida tanto por hablar como por gesticular mucho. Era una cwmbeliana muy atípica.
Pero no era nada atípica en cuanto a considerar que no hay nada más acogedor que el casco de una estación o una nave; algo convenientemente sellado y reforzado, delimitando el espacio de la vida del de la muerte. Había visto con sus propios ojos los efectos de la descomprensión succionando a la gente al vacío, tragándoselo todo, y le tenía un miedo atroz; sin embargo, tampoco conocía otra forma de vida. Odiaba el espacio, pero amaba el interior de las naves. Ese interior que hay que habitar, que hay que cuidar como la propia piel, pues cualquier daño en el mismo te mata como lo hace una herida en tu cuerpo. Estás íntimamente unido a él; lo cuidas y te cuida. En su exterior sólo está la muerte. A Beth no le gustaba nada ese pecio, aunque entendía que tenían que inspeccionarlo. Si ellos algún día terminaban siendo esqueletos flotando a la deriva en la infinidad, querría que alguien los encontrara y dijera unas últimas palabras y les deseara un buen Largo Viaje y se lo comunicara a su gente. Pero eso no impedía que aquella situación le resultara incómoda, que desconfiara de lo que quiera que los demás encontraran ahí dentro. Estaba deseando que salieran cuanto antes para poder largarse. Ya tenían bastante prisa con esa maldita entrega.
 
Alex llegó al pie de la escalera, bajando con mucho cuidado por el tubo de acceso, lo cual le resultó difícil debido al módulo biomédico que portaba en los soportes posteriores de su traje. Cuando al fin puso los pies en el suelo y se sintió firme contra éste, miro a su alrededor. Jian y Meena ya estaban allí, iluminándolo con sus focos. Se encontraban en un pequeño compartimento de unos tres metros de largo por dos de ancho, cubierto por unos paneles decorados con motivos similares a los del exterior, y por unas no menos extrañas conducciones alveolares que se ramificaban por las paredes y el techo.
«¿Para qué servirían?», estaba preguntando Jian, a la vez que las señalaba con el dedo. «¿Conducirían aire? ¿Energía?»
«Por su disposición, me imagino que energía; no tendrían mucho sentido para abastecer de aire. Pero no entiendo ese tipo de diseño; no le veo la funcionalidad», le respondió Meena.
Todo resultaba raro en el interior de ese vehículo de salvamento, si es que verdaderamente era eso. A un lado había una consola de acceso con un teclado, una primitiva pantalla sólida y lo que parecía un lector de huellas manuales; por supuesto, estaba apagado, como todos los sistemas de esa lata inerte, y no respondió cuando Alex intentó activarlo. Entretanto, Meena inspeccionaba de cerca unos paneles que daban al lado de popa.
«Detrás de estas placas estarán los aislantes del impulsor sublumínico del bote. Quizá obtenga alguna información técnica valiosa».
«Mejor no pierdas mucho tiempo con eso, no lo tenemos», respondió Jian, que intentaba abrir la única salida del compartimento, una compuerta de diafragma redonda, como lo era la sección transversal del bote. «Hay que entrar aquí, en el compartimento principal. A ver si consigo abrir esto. ¿Le sacas alguna información a esa consola, Alex?»
«No, nada. No responde. No hay energía».
«Ya, ya… Dímelo a mí».
«¿Qué tal por allí, chicos?», preguntó Beth.
«Estamos intentando acceder al compartimento principal», le respondió Meena. Y, mirando sus sensores integrados en la pantalla flexible de su antebrazo, añadió: «la presión es estable; estamos a una atmósfera. El aire es respirable, aunque la concentración de dióxido de carbono es un poco alta».
«No hay apenas actividad aerobia», añadió Alex, consultando su equipo.
«Quienquiera que lanzó esto al espacio, lo selló muy bien», continuó Meena. «En cuanto a la temperatura, es de setenta y tres grados bajo cero. No os vayáis a quitar el casco; costaría mucho descongelaros la cabeza».
«Descuida, no estaba pensando en hacerlo», respondió Jian, subiendo y bajando repetidamente la palanca de apertura manual de la compuerta, que no respondía al pulsador.
«Una pena, nos quedaremos sin saber cómo de bien huele este sitio», añadió Alex.
A medida que Jian accionaba la apertura manual, la compuerta de diafragma empezó a abrirse lentamente de dentro hacia fuera. Y así, pudieron ver primero una superficie pequeña, y luego cada vez mayor, del compartimento al otro lado, aunque con sus focos aún no distinguían ni el contenido ni sus límites.
«Parece que tenéis delante un compartimento de unos tres por diez metros; el bote no tiene más extensión, así que, encontréis lo que encontréis, vais a tardar poco», dijo Beth desde el puente.
«Enseguida lo vamos a comprobar… en cuanto termine de abrir esto…», respondió Jian, haciendo un esfuerzo. «¿Cómo vamos de tiempo?»
«Muy bien, por ahora», le respondió Meena. «Apenas llevamos siete minutos».
Finalmente, Jian abrió la compuerta del todo y se asomó al interior, haciendo un barrido con el foco. Lo que le llamó la atención inmediatamente fue la cápsula horizontal que había sobre una plataforma, elevada unos veinte centímetros sobre el suelo enrejado; de ella salían varios gruesos tubos y conducciones de cableado que se insertaban en la plataforma. El diseño de las paredes y el techo se parecía al del compartimento en el que estaban, aunque más denso y barroco, si cabía. A un lado había lo que parecía el panel de acceso a una matriz, pero muy primitivo. Como la consola de afuera, tenía una pantalla sólida y un teclado, todo de aspecto arcaico. Al otro lado había dos contenedores cúbicos de un tamaño mediano, anclados al suelo. Por lo demás, estaba completamente a oscuras, salvo por las luces que llevaban ellos. Ni un testigo encendido, ni una señal de actividad de ningún tipo. Un sitio sin vida alguna.
«A ver, déjame…», le dijo Meena, apartándolo y asomándose ella a la compuerta. «Las lecturas son similares a las de aquí fuera».
Alex se puso a su lado y consultó su propio equipo biomédico.
«Sí. Lo mismo. No veo que haya riesgo biológico».
«Perfecto. Pues vamos a ver qué hay ahí dentro», dijo Meena, y pasando cuidadosamente un pie y luego otro a través de la compuerta redonda, entró en el compartimento principal del bote.
Alex y Jian la siguieron y, cómo no, lo primero que hicieron fue rodear y quedarse mirando la cápsula horizontal sobre la plataforma, que los dejó sin palabras. No habían visto nada igual en su vida.
«Pero, ¿qué es esto?», fue lo único que acertó a decir Jian.
«Chicos, ¿qué pasa? ¿Qué habéis visto?», preguntó Beth.
Tras unos segundos sin respuesta, porque no sabían muy bien ni qué decir, Alex murmuró:
«Algo para mi diario…»
Lo que tenían delante, y que nadie había visto en siglos, era una cápsula de hibernación bajo cuya cubierta transparente yacía el cuerpo congelado de una joven. No podían ver su rostro con nitidez debido al líquido azul congelado en el interior, pero se notaba que no tendría ni veinte años; era delgada y tenía el cabello rubio peinado en finas trenzas recogidas tras la cabeza. Nada hubiera podido diferenciar su rostro, violáceo y demacrado, del de un cadáver; y con los brazos cruzados sobre el pecho, era la viva imagen de una difunta en su gélida mortaja, como si fuera a ser enterrada, tal cual, en la cápsula que le servía de féretro. Sin embargo, unos indicadores sin brillo, sobre un panel de mandos en el borde de ésta, mostraban unas gráficas que decían que vivía, en un estado de perfecta criostasis. No tenía constantes vitales, pues ni su corazón latía ni tenía actividad eléctrica cerebral, ni tampoco ningún proceso metabólico; pero técnicamente era recuperable, puesto que no sufría degradación celular.
Aquélla era una tecnología antiquísima, que nadie había visto, por lo menos, en siglos; una tecnología que había dejado de producirse al quedar obsoleta tras el desarrollo de los motores de salto hiperespacial, que redujeron la duración de los viajes de años o décadas a días o semanas, como mucho. Desde que los primitivos motores iónicos o las velas solares se habían convertido en vestigios propios de los libros de historia conservados en los museos navales de las grandes capitales de subsector, la propia tecnología de hibernación había desaparecido en consecuencia. Nadie vivo había visto algo así, porque ya no tenía ningún sentido. Era como un ferrocarril de vapor en tiempos de los vuelos supersónicos: un artefacto que ya no responde a un mundo, que se queda totalmente fuera de contexto. Y allí estaban ellos, delante de una de esas criocápsulas de las que habían oído hablar en narraciones infantiles acerca de los primeros colonos del espacio, cuando la humanidad empezaba a propagarse por la galaxia y sólo se había extendido a unas pocas decenas de sistemas. Estaban totalmente estupefactos, hasta el punto de no poder ni hablar. Ese silencio duró casi un minuto, durante el cual únicamente Alex tocó la superficie de la cápsula con los dedos, a la altura del rostro de su joven ocupante, con mucho cuidado, como si tocara algo muy delicado que pudiera hacerse añicos ante el más mínimo contacto. 
 
 
Nuestro podcast

también disponible en
 
 
«¿Jian? ¿Meena? ¿Alex? ¡Contestad! ¿Va todo bien allí fuera? Me estáis preocupando... voy a mandar a Zaid…»
«No, todo va bien, Beth… Bueno, esto es… No sé…», fue la respuesta entrecortada de Jian, quien, a falta de palabras mejores, compartió su campo visual a través del neuroenlace para que Beth y Zaid pudieran ver lo que ellos estaban mirando.
«¿Qué coño es eso?», preguntó Beth.
«Vaya, me gustaría estar ahí», dijo Zaid. «La próxima vez saldré yo».
«Por mí, todo tuyo», respondió Meena, negando con la cabeza.
«No me puedo creer lo que estoy viendo», dijo Jian. «Esto no puede ser verdad…»
«Pero, ¿está viva?», preguntó Zaid.
«No es que esté viva exactamente», respondió Alex con la voz algo entrecortada por la emoción, «pero en sentido clínico tampoco está muerta. Se halla en un estado de biosuspensión, o sea, ahora mismo no se puede decir que viva, porque sus células carecen de actividad metabólica; pero en teoría es recuperable. Se la puede traer de vuelta a la vida, como si estuviera detenida fuera del tiempo».
«¿Eso se puede hacer? ¿Podríamos revivirla?», preguntó Meena.
«Se supone que sí… Así funcionaban estos artefactos. El principio no es muy diferente al de las cámaras de éxtasis, aunque es mucho más agresivo; pero no veo por qué no… Aunque nadie ha manejado uno de éstos en siglos, hasta donde yo sé».
«Di en un milenio, más bien», respondió Meena; «dejaron de fabricarse en cuanto el salto hiperespacial se convirtió en el estándar de viaje».
«¿Y cuánto hace de eso? ¿Mil doscientos años?», preguntó Jian.
«Sí, aproximadamente».
«¿Crees que esto tiene mil doscientos años?»
«No. Hace mil doscientos años que dejó de usarse esta tecnología. Los últimos son de entonces. Se consideran reliquias, actualmente. Yo vi uno conservado en Stolgard, y era de ese período. Era la principal atracción del Instituto de Ciencias del planeta. Y parecía más moderno que éste; aunque ya no funcionaba, claro. Es un milagro que este cacharro esté operativo, con esa chica dentro. Apenas puedo creer lo que estoy viendo».
Se hizo otra pausa. Tan sólo observaron la difusa figura de la muchacha a través del hielo. De nuevo, Beth los sacó del ensimismamiento:
«Buenas noticias. El protocolo de reinicio del sistema de navegación se ha completado; todo en línea».
«Está bien, Beth. Gracias», respondió Jian, meditabundo.
«¿Qué vais a hacer, entonces?»
«Tenemos que llevárnosla», dijo Alex.
Jian pareció volver en sí en ese momento.
«¿Llevárnosla? Pero, ¿qué quieres que hagamos con ella?»
«No podemos dejarla aquí. A todos los efectos, es una náufraga. Hay que rescatarla».
«¡Nosotros no tenemos ni idea de qué hacer con ella! ¿Qué pretendes? ¿Subirla a la Perséfone y pulsar un interruptor de esta cosa, a ver qué pasa?»
«¡Desde luego no la vamos a dejar a la deriva en el espacio! ¡No está muerta, Jian! ¡No la podemos abandonar!»
Mientras Jian y Alex discutían, Meena se había vuelto hacia la consola a su espalda y la estaba inspeccionando por si podía conectarse a ella con el ComPad que llevaba en su equipo, vinculado a la matriz de la Perséfone. Pero, como ya se imaginaba, ni siquiera con el cable podía acceder a esa maquinaria antiquísima: ni las clavijas encajaban ni el sistema sería compatible en absoluto; empleaban tecnologías tan distintas que ni guardaban relación entre sí. Como no iba a sacar información del interior de ese dispositivo, se le ocurrió buscarla en el dispositivo mismo, en su estructura física, así que se puso a desmontarlo con el kit de herramientas de su antebrazo derecho. Quitó los remaches de la placa frontal, la extrajo y accedió a la antigua circuitería interna, que tenía el mismo extraño diseño alveolar que cubría las superficies internas del bote. Tenía algo de orgánico, como si fuera vegetal. Le recordó los nervios de una hoja.
Entretanto, Jian y Alex seguían discutiendo a sus espaldas, cada vez más acaloradamente, lo cual no tenía sentido: Jian sabía perfectamente que iban a subirla a bordo de la nave. Ni podía, ni en realidad quería, dejarla allí. Pero tenía que negarse para que lo convencieran, y de este modo, convencerse a sí mismo de lo inevitable que era, aunque por nada del mundo deseara hacerlo y sólo añadiera más problemas a los que ya tenían encima. No obstante, era el primero que nunca dejaría a una náufraga sin rescatar. Pero plantearía objeciones hasta persuadirse de que no tenían otra alternativa. Fuera como fuera, la discusión no dejaba concentrarse a Meena, así que los silenció en el neuroenlace; sólo siguió conectada a Beth y Zaid, el cual, por otro lado, apenas intervenía en la conversación, como si estuviera poco interesado en lo que ocurría al otro lado de la pasarela de embarque. Beth sí que le preguntó qué pasaba, y que hasta cuándo iban a discutir.
«No lo sé; estoy ocupada haciendo comprobaciones aquí, ahora te comento», le respondió.
Se encontró con varios componentes modulares que tuvo que intuir para qué servían. Aquello era una primitivísima matriz; no una inteligente, desde luego, sino probablemente un sistema autónomo de prestaciones muy limitadas. Aun así, había elementos reconocibles por la propia evolución de los sistemas, que respondía a una lógica: nunca entendería el funcionamiento de los componentes centrales de esa matriz de pensamiento, pero sí partes auxiliares relacionadas con la alimentación de la misma. Y así, encontró lo que parecía un regulador de flujo energético. Temiendo romperlo, tiró de él y, aunque encontró algo de resistencia, pudo sacarlo con un leve “clic”. En ese compartimento todo estaba conservado como si hubiera viajado en el tiempo, gracias a la atmósfera estable y aséptica que había protegido su contenido del deterioro. Meena miró el regulador por todos sus lados y encontró lo que buscaba: tenía una minúscula banda lateral con un número de registro. Y en éste… ¡blanco!, unas cifras parecían una fecha de facturación. Pero, si eso era así… Lo consultó con la matriz de la Perséfone a través del ComPad en el antebrazo izquierdo de su traje, introduciendo una consulta sobre lo que parecía el código de fabricante, el número de serie y la fecha de producción. Y recibió una respuesta inmediata que la dejó casi aturdida: la matriz no encontraba esa secuencia alfanumérica en el registro, pero al valorarla, estimó una probabilidad del 76 % de que los últimos dígitos fueran, en efecto, una fecha de producción.
Se reconectó con Jian y Alex, quienes al parecer ya habían terminado de discutir. Cómo no, el criterio de la biomédica se había impuesto al del capitán: era la única decisión posible en esas circunstancias. De todos modos, seguían planteando los muchos problemas que ello acarrearía.
«¿Y cómo quieres que la saquemos de aquí? ¿Por dónde?», preguntaba en ese momento Alex.
«Mira, si el proceso va a llevar horas, como dices, desde luego no vamos a pasarlas en esta lata, mirando cómo se descongela; nos la llevamos tal cual está. Además, así tampoco tendremos que revivirla nosotros. La llevaremos a algún sito para que se encarguen, en cuanto hayamos hecho nuestra entrega. Esto es cosa del Gremio, supongo, no nuestra».
«Pues por esa compuerta no cabe; ¿cómo piensas hacerlo?»
«Habrá que cortar el techo. Por ahí y por ahí», decía Jian, señalando hacia arriba. «Y luego desanclamos la cápsula de la plataforma y la sacamos con el brazo hidráulico».
«¡Eso nos va a llevar horas!»
«¡Ya es menos tiempo que reanimarla! ¿No dices que el proceso podría llevar un día entero, o más?»
«Jian», terció Meena.
«Pero antes sacaremos esos dos contenedores; puede que contengan algo de valor. Creo que cabrán por la compuerta. Le diremos a Zaid que traiga el gato antiG, y…»
«¡Si desconectamos la cápsula de la plataforma, podríamos matarla! ¡Aún no sabemos qué fuente de energía la mantiene encendida!»
«¡Jian!», interrumpió Meena.
«¿Qué?», contestó éste gritando, claramente agitado, reparando al fin en Meena. Alex también se volvió hacia ella.
«No sé quién ha construido esto, pero creo que he averiguado cuándo lo hizo. Hay lo que parece una fecha de fabricación en un componente».
«¿Y bien?»
«Es de 2486».
Jian y Alex se quedaron mudos. La miraron fijamente y luego se miraron entre sí. No podía ser. De ninguna manera. Esa fecha tenía que estar mal. Porque si era correcta… estaban en un artefacto construido dos mil trescientos setenta y un años antes.



>>Comparte esta entrada si te ha parecido interesante >>Facebook | Twitter 



Lee aquí el…
Capítulo 3 de La Zona Exterior
O suscríbete para recibirlo por mail


https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi7sG2iSHoItJAQJuOrSI3GXRryXgXrwSJ582Kxd3ncnLvlg0PXqvIMVWUXfp9Xy6efcO2E3Jx6hiZ2RZCqAHap0eOu-fR3dXt_veicu3BgFILwuNc0FvFE0OJB4fGat2YMI7fvunSUh_gV/w200-h71/%25C3%25ADndice.png


Contenido relacionado
 
https://www.thehellstownpost.com/2020/02/el-onirium-relato-d-d-puche.html https://www.thehellstownpost.com/2020/01/cuentos-para-ninos-o-no-tan-ninos.html
https://www.thehellstownpost.com/2020/09/una-melancolica-reflexion-postcoital.html https://www.thehellstownpost.com/2020/01/the-hellstown-post-2.html


Otros sitios de interés
 
https://www.thehellstownpost.com/2020/01/cuentos-para-ninos-o-no-tan-ninos.html https://www.thehellstownpost.com/2020/09/una-melancolica-reflexion-postcoital.html