Acompaña al inspector Roberto Ajenjo en su investigación del brutal asesinato de uno de los abogados más famosos de la capital.
Novela | Noir & terror
CUANDO
MIRAS AL ABISMO (cap. 2)
Una novela neonoir ambientada en el Madrid más perverso
Por D. D. Puche
Publicado en 8/05/21
2
Eran las once menos cinco cuando llegué al
cruce de Príncipe de Vergara con Diego de León. El asistente de Prats me había
mandado el número y algunos detalles por SMS, mientras conducía, pero no hizo
falta que lo revisara: estaba bastante claro cuál era el portal por los coches
patrulla y las ambulancias aparcados delante, y la cantidad de gente
arremolinada alrededor. Era uno de los mejores edificios de una zona residencial
de clases medias-altas que ya de por sí no está nada mal; bastante mejor, desde
luego, que mi barrio en Vicálvaro. El inmueble entero estaba dedicado a
oficinas, consultas particulares de médicos y despachos, de los cuales el
bufete Martín-Moellendorf & Echegaray ocupaba la mitad de la séptima y
última planta. Un edificio bonito, modernista, de los que se construyeron en
las primeras décadas del siglo pasado en las zonas pudientes de la ciudad.
En torno al elegante portal, sostenido por
dos columnas, había una nubecilla de curiosos esperando a ver qué pasaba. El
tipo de gente que espera lo que haga falta por si hay suerte y puede ver un
cadáver. No lo van a ver, por supuesto, porque todo lo que cruce ese portal irá
dentro de una bolsa plástica; pero eso ya valdrá para satisfacer su morbo y les
permitirá contar al día siguiente que han visto un fiambre, seguramente la anécdota
más interesante de sus vidas. Lo cierto es que ni han visto a un asesinado ni
querrían verlo, si superan la pinta que tiene, pero, en fin, supongo que es la
fascinación que despierta la muerte: es lo que más tememos, pero contemplarla de
cerca parece protegernos cuando no se trata de alguien próximo, sino de un
completo desconocido. Es como un alivio, el ver muerto a otro que no nos afecta
directamente y nos permite ver la muerte objetivada, como algo que no pudiera
tocarnos. Una falsa sensación de distancia, porque en un suspiro estaremos ahí
nosotros, uniéndonos a los que se fueron; todos vamos detrás. Cuando lo ves
todos los días, puede llegar a convertirse en una idea obsesiva, y por eso es
importante saber desconectar. A mí se me da bien; tengo mis distracciones.
Los agentes uniformados de la policía
nacional y de la local de Madrid mantenían apartados a los mirones, al otro
lado de un perímetro de cinta amarilla que habían tendido entre unos árboles de
la calle y un semáforo; estaba abierto por un extremo, donde se hallaban los de
la nacional, para permitir el paso a los investigadores de la escena del crimen
o a cualquiera que viviera o trabajara ‒hay quien lo hace hasta tarde‒ en otra planta del edificio, a quien los
de la local escoltarían arriba para que no se perdiera y terminara curioseando
en la planta equivocada. Por lo demás, quienes estaban allí mirando y
cuchicheando eran vecinos de otros inmuebles, transeúntes con suerte ‒no se esperaban tanta
emoción cuando salieron a pasear al perro‒, y cómo no, los periodistas que habían
olido sangre y andaban tras alguna filtración que, sin lugar a dudas, les
llegaría de alguno de los uniformados, por lo que éstos eran los primeros cuyo
acceso a la información había que controlar.
Me acerqué y los saludé; no los conocía,
así que saqué el carnet para identificarme. Pero, aunque me dejaron pasar, no
entré, sino que me quedé allí cruzando unas palabras con ellos y echando un
cigarro. Quería esperar a los de la unidad antes de subir, para no tener que
estar oyendo explicaciones repetidas; pero también quería aprovechar para averiguar
qué sabían ya los de uniforme y trabajar a partir de ahí en el manejo del
escenario. Ninguno de los cuatro había estado arriba, pero los primeros en
llegar, que quedaron muy impresionados, les habían contado que había un tipo
destripado y mutilado en su despacho; una especie de ritual satánico en el
bufete de la séptima. Y ya conocían la identidad del difunto, claro. Yo oí lo
de «satánico» y pensé «cojonudo, que piensen eso; si lo cascan, van a dar
pistas falsas a la prensa y de momento irán por ahí, porque es lo más
sensacionalista». Así que no les dije que ni de coña tendría nada que ver con eso.
Tenía pinta de ajuste de cuentas de la mafia, más bien. Los del este de Europa,
que cuando mandan un mensaje, se aseguran de que llegue. Y el finado era un
mensaje. Que los uniformados siguieran en su error; era lo más conveniente.
Sólo tuve que esperar unos diez minutos hasta
que llegaron Sanabria y Durán. A Sanabria, que venía de Leganés, le cogía de
paso Usera, donde vivía Durán, y se acercó a recogerla, como hacían otras
veces. De Sanabria ya he contado algo, creo; buen tío, buen policía. Subinspector,
el segundo en la unidad, por detrás de mí, por antigüedad en el Cuerpo.
Cuarenta y pocos, estatura media, delgado, empezaba a perder pelo. Mirada
atenta, inquisitorial incluso, mentón afilado. Muy tranquilo, por lo general, y
como decía, poco hablador, pero muy socarrón cuando le daba por ahí. Y podía
llegar a tener muy mala leche, como algún panoli había descubierto cuando
intentó jugársela o se mostró poco cooperativo. Casado, tan felizmente como se
suele estar, con dos hijos pequeños. Aguantaba bien la bebida, lo cual es algo
que valoro en la gente, y más si trabajo con ellos.
Tras dejar el coche en doble fila en la
avenida, detrás del mío, él y Durán se acercaron, abriéndose paso entre la
multitud e identificándose ante los uniformados, que los dejaron pasar.
‒¿Qué hay, Rafa? ‒lo saludé, aplastando
el cigarro con el zapato; se limitó a responder con un lacónico gesto de cabeza‒. ¿Bea? ‒añadí hacia ella, que venía
detrás.
No te vayas sin tu ejemplar
La
subinspectora Durán tendría treinta y muchos, en ese momento… Sí, por ahí
andaría, me parece. Era alta, de más de uno setenta, y de complexión atlética;
se mataba a hacer deporte, cuando no estaba trabajando. Tenía la cara fina, con
pómulos altos, y la nariz ligeramente respingona. Sin ser guapa, resultaba
atractiva. Supongo que no tendría que fijarme en estas cosas, tratándose de una
compañera de trabajo, pero qué le voy a hacer, me fijaba; creo que es
inevitable. Tenía el pelo cobrizo, ligeramente rizado, pero lo llevaba siempre
recogido cuando estaba de servicio; habitualmente llevaba pantalones y blazer,
casi siempre todo de negro. Muy profesional, seria y meticulosa, como lo tienen
que ser las mujeres en un trabajo como éste, pues deben demostrar el doble de
capacidad para que se las tome en serio. Igual que no niego una cosa, no niego
la otra. Era buena conversadora, por lo demás; tenía un bagaje a cuestas, pues había
estudiado derecho, también, y había viajado mucho, siendo más joven. Era de
familia de recursos, muy de derechas, por cierto. Como ella. Era muy, muy
facha, hasta para los estándares del Cuerpo, pero eso a mí me hacía gracia,
aunque no compartía sus ideas; las mujeres fachas son más divertidas, tienen
muchas menos inhibiciones, se diga lo que se diga. Estaba prometida con un
arquitecto, un tío prometedor de un estudio pujante; hacían mucho deporte
juntos los fines de semana y en vacaciones. Cosas de montaña y senderismo y piragua
y todo eso.
Estuvimos
esperando un poco más, comentando alguna trivialidad; aparte de hablar de quién
era la víctima ‒cosa
que hicimos tapándonos la boca‒,
no dijimos nada más sobre el caso. Al final, como Rodríguez se retrasaba,
subimos.
En
el amplio vestíbulo había más uniformados; dos de ellos eran los primeros que
habían llegado, y vimos que estaban hablando con unos del SAMUR que llevaban el
chaleco que los identificaba como psicólogos. Parecía una charla más informal
que otra cosa, en plan «¿qué tal estáis, compañeros?», pero no les vendría mal;
a la limpiadora la había tenido que sedar un médico, nos dijeron cuando nos
acercamos a ver cómo estaban; lo de arriba era dantesco. Aparte de ellos, y del
portero del inmueble de al lado, con cara de estar descompuesto ‒como nos contó
después, se limitó a subir, se asomó al despacho de la víctima y salió
corriendo en cuanto vio sangre en el suelo‒, había gente de la Científica que subía
y bajaba, trayendo y llevando instrumental. La escena de un crimen es siempre un
lugar con mucho movimiento; resulta increíble lo que pone en marcha la muerte violenta
de una persona. Todo un cortejo fúnebre.
Saludé
a algunos a los que conocía y entonces tomamos el ascensor hasta la séptima
planta. Salimos a un rellano grande, con suelos de mármol, como el vestíbulo,
aunque muy gastado por los años; el edificio había sido lujoso en sus buenos
tiempos, pero se veía envejecido y falto de cuidados. Aparte del ascensor y las
escaleras, y unas vidrieras modernistas por las que se colaba la luz nocturna
de la ciudad, había dos puertas. El 7B era una clínica cardiológica,
evidentemente cerrada a esas horas; pero las consultas del día siguiente
tendrían que ser pospuestas por la investigación. En cuanto al 7A, nuestro
destino, eran las oficinas del bufete Martín-Moellendorf
& Echegaray.
La puerta con la placa metálica en la que
constaba dicho nombre estaba abierta y escuchamos ruido y voces procedentes del
interior. Otro agente uniformado, que la custodiaba, nos saludó cuando nos
identificamos.
‒Buenas noches. Tienen
que ponerse esto, ya saben.
‒Gracias, agente ‒le dije, y cogimos de
sendas cajas de cartón los guantes y los cubrezapatos que nos ofreció.
Los de la Científica estaban haciendo su
trabajo, desparramados por distintos lugares de las oficinas, aunque más
centrados, cómo no, en el despacho de la víctima. Había polvos sobre la puerta exterior
que indicaban que ya la habían procesado. Entramos, yo el primero, pasamos por
la recepción, y en cuanto nos topamos con uno de ellos, Noguera ‒que en ese momento
buscaba huellas en la alfombra del pasillo‒, a quien
ya conocía, le pregunté:
‒Hombre, ¿qué tal?
¿Cómo va eso?
‒Pues aquí estoy,
recogiendo muestras para descartar. De momento, no hay nada que parezca
interesante; salvo ahí dentro, claro. No veas cómo está eso.
‒¿Está Villena a cargo?
‒yo
sabía que Noguera era de su equipo.
‒Sí, allí lo tienes ‒e hizo un gesto con la
cabeza en esa dirección‒. Está
con el forense, que ya ha llegado.
‒Vale, gracias. Hasta
ahora.
Recorrimos
el largo pasillo ‒que
se abría a varios despachos pequeños, una sala de espera y un archivo‒ hasta el final, donde
había una sala de juntas grande, tras una pared acristalada, y dos despachos de
un tamaño considerable, los de los socios del bufete. Un técnico estaba
analizando la puerta misma y nos saludamos al pasar. Dentro estaba el verdadero
espectáculo.
‒Hostia puta ‒murmuró Garrido al
cruzar la puerta.
No
puedo decir que conocer a Martín-Moellendorf fuera un placer; ni siquiera un
hijo de puta como él ‒esta
apreciación personal sólo pude hacerla después, pero está bien fundada‒ merece terminar así,
convertido en género de casquería. En mi primer contacto con el caso que
destruiría mi vida, nuestras vidas, sentí un asco atroz y hasta ganas de
vomitar. Sanabria y Durán también, claro, y todos los que estaban allí, quizá
con la única salvedad del forense, que cuando no se encontraba a sus pacientes así,
terminaba dejándolos él mismo de un modo parecido; pero eso era parte de su
trabajo, claro. Afortunadamente, ninguno de nosotros se fue por la garganta,
aunque faltó poco. Al parecer, uno de los primeros uniformados que llegaron sí
lo había hecho, y allí estaba el vómito, según se entraba. El difunto abogado
seguía donde lo habían encontrado, destripado como un cerdo sobre su sillón de
oficina, dentro de un círculo de sangre y con los intestinos colgando. Y tras
él, sobre el escritorio, las partes mutiladas. Todo estaba marcado ya con los
cartelitos numerados que los de la Científica ponían al lado de cada resto,
huella o posible prueba; y había muchos de esos cartelitos en la habitación.
Uno de los técnicos estaba haciendo fotografías, mientras otros seguían
buscando pisadas y cabellos, o marcando las múltiples salpicaduras de sangre. A
un lado del despacho, Villena hablaba con el forense, que era Uriarte; los dos
eran bastante buenos, y me llevaba bien con ellos. Uriarte estaba terminando de
rellenar los papeles con sus observaciones sobre el terreno, requisito para
levantar el cadáver cuando llegara el juez de guardia y diera la autorización
pertinente. Los de la Científica llevaban monos blancos con identificativos, y
unos gorros sanitarios para no contaminar la escena con sus propios cabellos.
El forense, como nosotros tres, llevaba únicamente guantes de látex y
cubrezapatos desechables.
Con
mucho cuidado de no pisar donde no debiera, me acerqué a ellos.
Del mismo autor...
‒Buenas noches, por
decir algo. Nos han encargado la investigación a nosotros ‒les dije; sobraban más
presentaciones, ahí nos conocíamos todos.
‒Coño, Ajenjo ‒dijo Villena al verme‒. ¿Has visto el
regalito que nos han dejado aquí? El señor forense me estaba informando sobre
su dictamen provisional.
‒Está muerto ‒sentenció Uriarte levantando
los ojos un segundo y haciendo un gesto con la barbilla hacia el cadáver, mientras
seguía garrapateando algo en un impreso, apoyándose en un portapapeles con
pinza. Durante un segundo, sonrió levemente. Tenía un sentido del humor negro
que no le fallaba ni en escenario como ése, el cabrón. Era imposible que no te
cayera bien.
‒Uriarte, joder… ¿Hasta
en un caso así? ‒dije,
mirando al fiambre y agachándome un poco para verle la cara, inclinada
sobre el torso.
‒No puedo dejar que las
circunstancias empañen mi rigor científico, ya sabes. Y me comprometo al cien
por cien con ese diagnóstico.
‒Desde luego, si ahora
abre los ojos y traga aire de repente, nos íbamos a llevar un gran susto ‒respondí,
incorporándome. La cara del tipo era un espanto; tenía las cuencas de los ojos
vacías y la boca abierta, sin lengua. También le faltaban las orejas. Las costras
de sangre coagulada le caían como cascadas por todo el rostro y sobre el pecho‒. Cómo se han cebado
con él, pobre hombre. ¿Quién coño hace algo así? ¿Habíais visto cosas parecidas
antes?
‒Con este ensañamiento,
no ‒dijo
Uriarte‒.
Vi a uno al que le cortaron los dos antebrazos antes de ejecutarlo; un ajuste
de cuentas de la Tríada. Y entre las mafias del este, las mutilaciones no son
cosa rara, como advertencia a traidores o soplones. Pero esto es muy… barroco.
‒Ya. ¿Y qué podéis
decirme de forma preliminar?
El
forense siguió rellenando sus impresos, mientras Villena sacaba un bloc de
notas plastificado de un bolsillo del pantalón de su mono blanco y me leía unas
notas. Yo hice lo propio: saqué mi libreta del bolsillo de la chaqueta y copié
los datos fundamentales.
‒ Juan José Martín-Moellendorf, cincuenta y nueve años…
llamada al 112 registrada a las nueve cuarenta y dos… se personan dos
dotaciones de la policía nacional y dos del SAMUR…
‒Sí, bueno, eso ya lo
tengo, ve al grano.
‒A ver… por lo visto, la
víctima se encontraba sola en las oficinas; aparte de la limpiadora que lo ha
encontrado, que entró pasadas las nueve y media, no había nadie más… la puerta
del despacho estaba abierta cuando hemos llegado nosotros… el arma del crimen
no está, aunque seguimos buscando; parece que se la han llevado… estamos con
las huellas y restos orgánicos, eso tardará; hay que cotejarlo todo después… la
sangre de ese círculo no parece humana, aunque eso habrá que confirmarlo en el
laboratorio…
‒¿No es humana?
‒No, parece de animal…
cordero o cerdo o algo así; desde luego, no es de la víctima, pero ya te
diremos…
‒Vale.
‒Tanto en dicha sangre,
como en la vertida por la víctima, hay huellas parciales de pisadas; unas marcas
de calzado que habrá que examinar…
‒Bien, bien, eso ya nos
pone en camino ‒dije
yo, anotando.
‒Sí… llevaba encima lo típico… la cartera,
llaves de casa y del coche, reloj, el móvil… en los bolsillos de la chaqueta y
del pantalón; no parece que le hayan quitado nada… está todo embolsado, y en
cuanto lo procesemos os lo pasamos…
‒Muy bien.
‒Pero mira, también llevaba
esto, que es más llamativo. Creo que tendréis algo para trabajar.
Villena
se acercó a un maletín de investigación abierto en suelo y cogió una bolsa de
plástico etiquetada, que me enseñó. Dentro tenía lo que parecía la tarjeta de un
servicio de chicas.
‒La llevaba en el
bolsillo interior de la chaqueta, pero no estaba dentro de la cartera.
‒A ver… ‒dije, mirándola a
través del plástico; era como una tarjeta de crédito, negra; en un lado ponía «Heaven
& Hell» en elegantes letras plateadas, y debajo constaba un número de
teléfono; en el envés se veía la silueta de un rostro femenino de perfil, hecha
con un único trazo, también plateado. Parecía algo elegante, nada sórdido o
pornográfico; más bien un servicio de lujo para clientes muy exclusivos. Había
visto cosas así antes. Probablemente no sería un buen material para empezar a
investigar; no pensé que tuviera nada que ver con el trágico final de su propietario,
pero al menos nos daría alguna pista sobre los ambientes que frecuentaba o el
tipo de gente con quien se relacionaba‒. Vale, habrá que tenerlo en cuenta ‒me limité a
decir, y de momento apunté el número de teléfono.
En
ese momento entró en el despacho un tipo alto, con gabardina, muy impetuoso,
con pinta de tener una enorme seguridad en sí mismo y de estar acostumbrado a
dar órdenes. Era relativamente joven ‒no sería mayor que yo‒, llevaba el abundante
pelo ligeramente alborotado, y resultaba incluso atractivo. Era Garrido, el
juez que desgraciadamente estaba de guardia y llevaría la instrucción; el juez
al que Prats se había referido como un «hijo de puta». Le gustaba demostrar que
mandaba hasta en los más nimios detalles, que él llevaba la voz cantante; y controlaba
hasta los clips que poníamos en las carpetas. Algo bastante incómodo para la
forma de trabajar de la UCE. De hecho, nos tenía enfilados. Habíamos tenido
algunas discrepancias en el pasado.
‒Señores… ‒dijo, entrando allí
como un torbellino, mientras terminaba de ajustarse los guantes de látex‒. Disculpen el
retraso, estaba terminando de tomar una declaración. ¡Bien! ¿Qué tenemos aquí? ‒y al decir esto, me
miró a mí con absoluto desprecio.
Villena
repitió de forma más o menos literal lo que me acababa de contar. Aproveché para
volverme hacia Sanabria y Durán, que habían estado escuchando todo atentamente.
‒¿Qué os parece? ‒les pregunté‒. ¿Primera impresión?
‒Aviso a navegantes ‒dijo Sanabria‒. A saber en qué
mierdas estaría metido este tío.
‒Pero el nivel de
ensañamiento va más allá de la típica decapitación de los cárteles, o de la
amputación de los dedos, o de un brazo, de las mafias del este o las asiáticas ‒objetó Durán‒. Parece haber algo
personal en esto, un odio muy profundo.
‒¿No crees que sea un
trabajo profesional? ‒le
pregunté.
‒No lo descarto, pero
quien lo haya hecho se ha tomado su trabajo muy en serio. Demasiado. Se ha
tirado un tiempo desmembrando a la víctima, arriesgándose a ser cogido in
fraganti. Hay en esto algo que me parece visceral, patológico.
‒Sí, me ha dado esa
impresión en cuanto lo he visto con mis propios ojos. Joder, por las
referencias que traíamos no me esperaba semejante panorama. ¿La venganza de un
cliente rencoroso? ¿Alguien que lo ha perdido todo, que se ha sentido
traicionado?
‒Puede ser ‒contestó Durán‒. Quizá
alguien a quien haya estafado.
‒Algo relacionado con
la crisis ‒aportó
Sanabria‒.
Quiebras empresariales, impagos, despidos, absorciones hostiles… Habrá que
investigar los casos que llevaba. Yo me centraría en los de dos mil ocho en
adelante. Cuando todo empezó a venirse abajo.
‒Pero, ¿y lo que le han
pintado en la cara? ¿Qué tiene que ver? ‒pregunté yo.
‒Indicaría ritualidad ‒contestó Sanabria‒. Tendremos que
averiguar si significa algo. Pero podría ser para despistar, o quizá parte de la
psicosis que condujo al crimen en sí. A alguien parece habérsele ido la cabeza
por completo. En cualquier caso, esto no encaja en absoluto con un asesinato cometido
por un culto satánico o una secta; ni la victimología, ni el escenario ni la
ocasión. Yo seguiría con la otra posibilidad: alguien arruinado a quien se le
va la cabeza.
‒Es buen enfoque ‒respondí‒. De todas formas,
tenemos que ver lo de las chicas; vamos, creo que es eso… Quizá le encontremos
conexiones con entornos turbios. Prostitución, trata de blancas, o algo así.
‒Pero si estuviera
relacionado con su muerte, lo habrían registrado y se habrían llevado esa
tarjeta. Sería demasiado obvio ‒dijo
Durán.
‒Ya, ya, está claro que
no hay relación directa… Pero a ver si descubrimos una cara oculta de la víctima
y nos ilumina un poco otras facetas de su vida.
‒De acuerdo.
‒Y, por cierto, ¿sabéis
algo de Rodríguez? ¿Dónde coño se ha metido?
‒Ni idea. Le llamo, si
quieres ‒dijo
Sanabria.
‒Sí, despiértalo, anda.
Me
volví hacia la otra conversación para encontrarme con una pregunta que me dirigió
el juez de guardia:
‒Entonces, ¿se va a
encargar de este caso la UCE?
‒Sí, nos lo han
encargado a nosotros. Estamos a su disposición, señoría.
‒Ya veo… Espero que nos
entendamos bien esta vez, inspector.
‒Estoy seguro, señoría.
‒No estamos en la sala,
Ajenjo… ‒y, esta
vez hacia el forense, preguntó: ‒¿Qué
puedes ir diciéndome, Ángel?
Uriarte
había terminado de rellenar sus impresos para el levantamiento, los firmó, y
leyó en voz alta sus observaciones preliminares:
‒Presumible causa de la
muerte: exanguinación y choque hipovolémico debido a una evisceración con arma cortante
de hoja larga, probablemente un cuchillo de carnicero o de monte. Por el algor
mortis, la muerte debió de producirse hace dos horas y media, quizá tres
horas; hacia las nueve de la noche, sin que ahora pueda precisarlo con mayor
exactitud. Además de las heridas mortales, hay extracción de órbitas oculares,
con sección del nervio óptico, amputación de la lengua y de sendos pabellones
auriculares, así como de los diez dedos de las manos, a partir de las falanges
proximales. Todo ello, hasta donde puedo ver, realizado con el filo o la punta
de un arma cortante, que habrá que determinar si es la misma que causó la
evisceración. Asimismo, habrá que determinar cuántas de estas lesiones son pre
mortem, dada la cantidad de sangre vertida. Por lo demás, no se advierten
en un primer examen visual heridas defensivas ni otro tipo de laceraciones…
‒¿Nada? Pero no está atado…
‒interrumpió
el juez‒.
¿No se defendió mientras le hacían eso?
‒No hay ningún indicio.
No lo parece.
‒¿Puede que estuviera
drogado?
‒Habrá que determinarlo
con las pruebas de laboratorio.
‒De acuerdo… ¿Y lo de
la cara?
‒Parece tinta.
Comprobaremos de qué tipo es.
‒¿Algo ritual? ‒preguntó Garrido,
volviéndose hacia mí.
‒En principio, no nos
convence mucho esa línea ‒respondí,
haciendo un gesto hacia mi equipo‒. Tampoco
nos parece el modus operandi del crimen organizado. Podría ser una forma
de encubrir otro móvil, o estar causado por un trastorno psíquico. Habrá que
investigar qué significa esa escritura, si es que significa algo, y ver qué
pasa con la sangre del círculo en el suelo; pero por ahora nos decantamos por la
acción de un individuo enajenado que tenía relación profesional con la víctima.
Podría ser la venganza de alguien que lo ha perdido todo y a quien se le han
cruzado los cables.
‒Desde luego, muy
cuerdo no debe de estar… ‒dijo
el juez, mirando fijamente el cadáver‒. ¿Cuánto tiempo lleváis registrando la
escena? ‒preguntó a
Villena.
‒Cosa de una hora; desde
poco después de las diez y media.
‒¿Cuánto os queda para
terminar? Para saber si ir ordenando el levantamiento.
‒Aquí todavía tenemos
para un par de horas, al menos. Pero el cadáver y el espacio circundante están
ya revisados al completo. Por nosotros, ya está. Seguiremos con el resto de las
oficinas a ver qué encontramos.
‒De acuerdo. ¿Y los
primeros personados en la escena? ¿Los agentes de policía y los sanitarios?
‒Están todos abajo ‒contesté‒. Algunos no están muy
serenos, después de lo que han visto.
‒Ya, comprensible.
Tengo que hablar con ellos antes de firmar los papeles. Ahora miro eso ‒le dijo al forense, señalando
los impresos que había rellenado.
‒Claro ‒respondió éste.
‒¿Se ha notificado ya a la familia?
‒Sí, enviaron un par de agentes desde la Jefatura, cuando lo
identificamos. Pero tal y como está, hará falta una confirmación adicional. La
cara está irreconocible, y estamos asumiendo que esos dedos son suyos, claro ‒dijo Villena.
‒Pues no está para un
reconocimiento por parte de la familia ‒objetó el juez‒. Habrá que hacerlo
con prueba de ADN.
‒Supongo.
A partir de ahí, los de la Científica siguieron
recogiendo muestras y buscando huellas con lámparas ultravioletas y haciendo
fotos de todo; el juez de instrucción y el forense se pusieron a hablar sobre
aspectos técnicos, de cara a ordenar el levantamiento y a iniciar todo el
procedimiento legal de la investigación. Y nosotros tres, tras pedir el
beneplácito a su señoría, el cabrón de Garrido, nos pusimos a dar nuestros
primeros pasos en aquel macabro escenario, que sólo fue el preludio de los
horrores que veríamos. Sanabria dio al fin con Rodríguez, que estaba atrapado
en un atasco por San Bernardo debido a una colisión en la que se había visto
implicado un autobús, de modo que empezamos sin él. Tras tomar notas de todo lo
que pudimos en la escena del crimen, y a la espera de los resultados del laboratorio
y de la autopsia, hicimos lo de rigor, sin demasiadas esperanzas de obtener
datos interesantes: bajamos al portal e hicimos algunas preguntas al portero de
al lado ‒el
que llamó a la policía‒ y a los primeros agentes y sanitarios en llegar, que aún estaban
allí esperando.
Pero no aportaron nada que no hubiéramos
visto ya en la escena. El portero nos dijo que este edificio no tenía bedel; el
anterior se había jubilado dos años antes y no lo habían sustituido. En su
lugar, habían contratado a una limpiadora por horas, y de vez en cuando venía
uno de mantenimiento. Muchos abogados y médicos caros, y luego eran unos
roñosos que no querían pagar entre todos a un empleado fijo. Al portero no le
constaba que hubiera cámaras de seguridad ‒suelen enterarse de esas cosas‒, pero tampoco podía saberlo con seguridad. Durán se fue al
hospital para hablar con la limpiadora, que seguía allí en urgencias con una
crisis aguda de ansiedad, pero eso tampoco prometía mucho. Y mientras Sanabria intentaba
averiguar si había cámaras de seguridad ocultas (que tenía pinta de que
no), yo llamé al señor Echegaray, de Martín-Moellendorf & Echegaray, para comunicarle que el
nombre del bufete se había quedado obsoleto. Se quedó trastornado al enterarse,
evidentemente. Le dije que tendríamos una conversación en profundidad, pero en
ese momento quería preguntarle únicamente si tenían cámaras o algún otro
sistema de seguridad en las oficinas. Por supuesto, la respuesta fue que no. Así
pues, teníamos muy poco por dónde empezar.
Sigue leyendo…
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