EL ASCO Y LA GLORIA (cap. 2)

Sigue leyendo las peripecias de Dionisio Monte, el antihéroe de esta historia del género castizopunk. El asco y la gloria es una novela que iremos publicando por entregas hasta su edición final como libro.


Novela | Humor y sátira

EL ASCO Y LA GLORIA (cap. 2) 

Una odisea esperpéntica en las calles de un Madrid tragicómico


D. D. Puche
Publicado en 13/6/21 | © 2021




El asco y la gloria (cap. 2), por D. D. Puche | Onirium. Literatura de fantasía, terror y ciencia ficción.


 





II

Que describe una mañana cualquiera
en la vida de Dionisio



     La mañana era cálida y jovial; estaba bañada en esa maravillosa atmósfera de Madrid producida por la refracción de la luz en las partículas de contaminación que hace que los rayos solares tengan algo de neblinoso en pleno día, casi se diría que de onírico, gracias a lo cual pasear por la capital en un día así resulta tan fascinante. Si a eso se le suman sus variopintas gentes, nada tiene que envidiar esta ciudad a mundos fantásticos como el de Oz, y además se llega con mayor facilidad, como bien saben los turistas europeos que vienen en manadas a beber la caña mejor tirada del planeta. Dentro de esta urbe, el triángulo formado por las estaciones de metro de La Latina, Lavapiés y Puerta de Toledo es la quintaesencia del espíritu castizo-cosmopolita que le brinda su singular encanto; esa amalgama de freidurías de las que emana el olor a calamares y tripas haciéndose en óleos generosamente reutilizados, de comercios de toda índole en ocasiones, el propósito mismo del negocio resulta totalmente incomprensible para los autóctonos regentados por emprendedores chinos y marroquíes, de boticas, cordelerías, tiendas de discos de segunda mano, y toda la variedad de comercios de un Madrid que se resiste a desaparecer; y, amenazando con hacerlo desaparecer, las franquicias de comida rápida, de moda internacional y de telefonía móvil que se encuentran, exactamente iguales, en cada ciudad de la Tierra. En suma, Madrid ofrece al visitante el perfecto híbrido entre un zoco árabe y una gran urbe europea, combinado con ciertos localismos chulapos y con la más pura expresión del libre mercado, que hay que agradecer a esa laboriosa cabeza de puente tendida, en forma de bazares y colmados, por el Partido Comunista de China («Lo quieres, lo tienes»).
     Las calles del barrio son estrechas, y huelen un poco a alcantarillado y orina en cuanto suben las temperaturas y ya empezaban a subir por esas fechas; las plazas son pequeñas e incómodas, gracias a los muchos años de la gestión neoliberal que ha retirado de ellas los bancos, las macetas con plantas, y todo lo que pudiera hacerlas humanas y habitables; la pobreza cada día es más palpable, y se manifiesta muy gráficamente en los hijos de la crisis crónica que cada vez lo tienen más complicado para ganarse la vida, convertidos en involuntarios flanêurs; y, sin embargo, sobrevive todavía un encanto, casi imposible de describir y menos aún de explicar, algo conmovedoramente acogedor en esa maraña de callejas atestadas de gente y coches, de ruido y ganapanes, que hace fascinante el recorrerlas. Que la gente siga conservando el carácter hospitalario y una cínica alegría, pese a los giros del mundo en la dirección equivocada, es algo digno de asombro y consideración. Y ante los madrileños, hay que levantarse el sombrero (otras ciudades, disculpen, tendrán sus propios poetas; me consta, de hecho, que es así).
     Si bien su campo de batalla era el mundo al cual se asomaba a través de la Red, esta ciudad era el feudo de nuestro campeón, y el triángulo antes mencionado su castillo (habría que decir, entonces, que su apartamento eran los aposentos); allí estaba como en su casa, pues lo conocía como la palma de su mano, e igualmente era reconocido en todas partes, y en alguna de ellas incluso apreciado. Ni corto ni perezoso bajó al portal aquella mañana, salió a la calleja estrecha en que vivía la calle de los Suspiros y caminó en dirección oeste; pasó por delante de la pequeña floristería, sobrepasó la tienda de alimentación regentado por chinos que estaba en la esquina, y llegó a la cercana placita. Allí saludó al quiosquero al pasar, quien, cordial, le devolvió el saludo, y prosiguió su itinerario doblando hacia el norte, en dirección a Cascorro. A esas horas, un viernes, la mayor parte de la gente que había por la zona eran viejos que salían a que les diera el sol, alguna señora haciendo la compra en las tiendas de barrio las cuales poco a poco iban cerrando, lo que le parecía muy triste a Dionisio, porque nada odiaba más que los grandes centros comerciales, empleados municipales parando para desayunar en alguna cafetería, y los transportistas que no paraban ni aunque se llevaran a alguien por delante.
     Su destino era la tintorería Hijos de Cubiles, lugar legendario por su capacidad de lavar cualquier tipo de prenda y quitar cualquier tipo de mancha, pasara lo que pasara y por encima de quien fuera, a buen precio y siempre a tiempo, y ello desde 1942. Nunca habían dejado de cumplir su palabra, se decía, y por eso seguían allí, pese a las cadenas extranjeras que amenazaban con robarles la clientela con (falsas) idénticas promesas. Por eso Dionisio había llevado allí, dos días antes, una chaqueta de su padre, que se había manchado de grasa haciendo no sé qué, y claro, la mancha no salía. Él, diligente, se hizo cargo; y ahora iba a recogerla para luego acercársela a casa, cerca de allí, en Antón Martín.
     La zona de El Rastro, que tiene como eje central Ribera de Curtidores, presenta entre semana un aspecto menos bullicioso, pero no por ello un ambiente menos interesante; con ese sabor al “viejo Madrid”, salpicado por algún edificio vanguardista que ha ido sustituyendo a los inmuebles más vetustos, presenta una mixtura que va de las iglesias barrocas de ladrillo ennegrecido a las más modernas boutiques y a los más llamativos sex shops; y alberga una fauna y hasta una flora humana entre la que no pueden faltar los borrachines que alegran la vida de los transeúntes con su voz gangosa y su inspirada conversación.
     ‒¿Qué pasa, hombre, adónde vas tan deprisa?
     ‒¿Eh? ¡Ah, hola! No te había visto, Manolo.
     Era Manolo, uno de los citados borrachines, que en ese mismo momento evidenciaba su condición. Era muy conocido por allí, porque siempre andaba pidiendo y, cuando estaba de buen humor, contaba unas historias muy falsas y muy divertidas. Se le solía encontrar en los bares, gastándoselo todo en vinos y presumiendo de sabiduría balompédica, en la que el español medio suele aventajar al mismo Sócrates.
     ‒¿Qué te cuentas, hombre, que hace tiempo que no te veía?
     ‒Pues ya ves, bien, intentando sobrevivir en este mundo que se hace pedazos día tras día.
     Manolo hizo una breve pausa mientras procesaba esa respuesta, sin dejar de mirarlo muy fijamente con ojos vidriosos. 
 

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     ‒Claro, como todo el mundo; la vida está muy complicada… respondió al fin, tirando de la citada sabiduría, que se adapta fácilmente a cualquier otro tema.
     ‒Y tú, ¿qué tal?
     ‒Pues ya ves… Aquí, dándome un paseo, que me lo ha recomendado el médico; que me dé un paseo cada mañana, me ha dicho, que tengo que hacer algo de deporte, y controlar la dieta, y todo eso…
     ‒Eso te ha dicho, ¿eh?
     ‒Pues sí, que me dice el hombre que si no cambio de hábitos, que no voy a durar mucho…
     ‒Los médicos se creen que saben siempre lo que le conviene a uno.
     ‒Pues sí, pero bueno, para eso han estudiado…
     ‒Ya.
     ‒Que estoy muy mal del hígado y de los riñones, me ha dicho: me hicieron una analítica el otro día en el hospital…
     ‒Tienes que cuidarte, Manolo, que ya no eres un chaval.
     ‒Si yo lo sé, pero la vida no me deja… Es que, cuando vienen mal dadas…
     ‒¿Y cómo anda la Mari?
     ‒La Mari bien, pero me ha echado de casa, Dioni, estoy durmiendo en el albergue…
     ‒¿Que te ha echado? ¿Y eso? ¿Qué ha pasado?
     ‒Pues que se puso hecha una furia y cogió mis cosas y las tiró por la ventana, y ahora estoy sin techo, Dioni; que mira como estoy…
     ‒Joder, Manolo, pues qué mal; pero algo harías tú para que la Mari se pusiera así, ¿no?
     ‒¡Qué va…! Si yo no hice nada, lo que pasa es que la otra está siempre atacada… que si no trabajo, que si estoy todo el día en el bar… ¿pero en qué voy a trabajar, si no hay trabajo? Si hace años ya que cerró la empresa y no te llaman para nada… está todo fatal, hombre… y a ella la llaman para limpiar y para coser, pero a mí, ¿para qué me van a llamar?
     ‒Vaya, Manolo, cómo lo siento, hombre; si es que es verdad que está todo fatal, es verdad.
     ‒¿Y adónde ibas, Dioni? Que te veo muy resuelto…
     ‒Voy a la tintorería de allí a recoger un encargo. Luego me tomaré un cafelito y así echo la mañana.
     ‒Ah. Oye, ¿y no tendrás algo que dejarme, para un café? Que no he desayunado…
     ‒Sí, hombre, sí… Toma. Pero tómate un café, no te tomes una caña, que no te va a hacer bien.
     ‒Que no, que no, que es para un café, de verdad… Muchas gracias, hombre, muchas gracias, ya te lo devolveré en cuanto pueda.
     ‒Déjalo, da igual; hoy por ti y mañana por mí.
     ‒Vale, hombre, ve con Dios, muchas gracias…
     Y así reanudó nuestro protagonista su camino hacia la tintorería, adonde llegó unos minutos después. Un sitio de los de toda la vida, con un escaparate de madera apenas reformado en ochenta años, sobre el que estaba el viejo letrero de Tintorería Cubiles, al lado de otro, evidentemente muy posterior, donde ponía Hijos de Cubiles. Entró, sonó la campanilla de la puerta, y captó inmediatamente ese olor característico, que le agradaba mucho. Tenía delante a una señora, así que esperó un momento mirando las grandes lavadoras industriales y las perchas de las que colgaban las prendas ya lavadas y embolsadas. Aspiró fuerte ese aroma, pensando que ojalá se le pegara, porque le gustaría oler así, y se preguntó, como tantas veces, qué les parecería su olor a los demás; ¿olería bien? Cuando le tocó el turno, sacó el resguardo con su nombre, y la mujer que le atendió le trajo la chaqueta dentro de la bolsa. Salió de allí con la bolsa doblada sobre el brazo, aspirando disimuladamente sus efluvios.
     A continuación vino ese cafelito que se había prometido, antes de ir a ver a su padre. Había varios sitios buenos entre los que escoger en las inmediaciones, pero le gustaba especialmente un bar, El Chollo, que venía avalado por la sempiterna presencia de carteros y barrenderos del ayuntamiento. «En los restaurantes de carretera, donde vayan los camioneros, y en los bares de ciudad, donde vayan los funcionarios», era una máxima derivada de sus más finas observaciones antropológicas, a la hora de escoger dónde parar. El bar El Chollo era un clásico del barrio, uno de esos sitios que los que redactan la Lonely Planet no citan, pero vaya, esos esnobs se lo pierden: el café fuerte, en taza grande, que reanima a un muerto; el pincho de tortilla está riquísimo, y el mixto en su justo punto, con el queso bien derretido. Un buen bar con fotos del Atleti, tragaperras, barra con varios parroquianos adosados que han dejado ya las marcas de los codos en el metal, lo cual les concede ese sitio de forma vitalicia, por aquello de que la tierra es del que la trabaja, vermut a la hora del aperitivo, durante la cual el suelo se llena de cabezas de gamba que el jefe, Isidro («el Isidro»), sale cada rato a barrer, al grito de «¡levantad las piernas un poco, anda!» Un bar que zanjaría de un plumazo la eterna cuestión acerca de qué es la nación española, como Diógenes resolvió el problema del movimiento de Zenón al pasearse delante de él: la nación española es eso.
     Entró, dejó cuidadosamente la bolsa bien doblada sobre una mesita vacía al lado de la ventana, y se acercó a la barra a pedir. Estaban atendiéndola la mujer del Isidro, Emilia, y el hijo del Isidro, conocido como «el hijo del Isidro». Los feligreses enquistados en la barra eran dos jubilados del barrio y una chica joven que llevaba el uniforme naranja y azul del súper de al lado; en una mesa estaba un adusto señor leyendo la prensa mientras se comía una tostada de tomate y aceite, y en la otra estaban cuatro jardineros municipales hablando a voz en grito, como dicen las ordenanzas.  
     ‒Ponme un café con leche, anda, Emilia.
     ‒Ahora mismo.
     ‒Cuánto tiempo, chaval, lo que has crecido le dijo el hijo del Isidro. Dionisio era conocido allí; aquello formaba parte de sus dominios.
     ‒Pues ya ves… Me reparto entre los hosteleros locales, para que nadie se ponga celoso.
     ‒La madre que te parió… respondió el otro, riéndose.
     ‒Aquí tienes el café dijo Emilia. ¿Te pongo algo más?
     ‒No, déjalo, así está bien.
     ‒Que te veo muy flaco, Dionisio.
     ‒No, qué va, estoy en mi peso ideal.
     ‒Un buen cocido es lo que te hace falta.
 
 

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     Y se fue a la mesa, llevando con cuidado la taza, con una sonrisa de circunstancias. Con el café se apañaría hasta la hora de comer; había desayunado un buen plato de muesli, de la oferta del tres por dos, pero lo cierto es que el hambre lo acosaba a media mañana, y luego a media tarde, porque comía poco. Debía tener mucho cuidado con el dinero que gastaba y ya le había dado antes un euro al Manolo, que estaba más necesitado que él, porque la pensión de invalidez no se estiraba demasiado. Dionisio no trabajaba, debido a los problemillas que padecía de desajuste entre su psique y la realidad; dependía de la Comunidad de Madrid, que le pagaba una pensión no contributiva, además de percibir algunas otras pequeñas ayudas sociales, de modo que tenía que economizar mucho. Por eso desayunaba siempre en casa, que sale más barato, y fuera procuraba tomarse sólo un café con leche. Tampoco tenía muchos gastos, aparte de la compra cotidiana y algún libro o prenda de vestir que se permitía muy ocasionalmente; no tenía otros vicios, quitando el tabaco, que era lo que más le obligaba a apretarse el cinturón y casi prefería quitarse de comer que de fumar, porque fumar lo tranquilizaba. No bebía, eso sí que no. No podía hacerlo de ninguna manera; el psiquiatra se lo había prohibido terminantemente, y cuando bebía hacía mucho, muchísimo tiempo de la última vez, le sentaba extremadamente mal. Entonces volvían los Síntomas, y les tenía bastante miedo, así que procuraba evitar cualquiera de sus causas. Aunque, lo de que el alcohol fuera una causa… Ésa era la explicación ortodoxa, claro. Él le seguía la corriente a los médicos, y hacía como que se la creía, porque al fin y al cabo era una explicación funcional, correcta a la hora de atajar ciertos fenómenos; pero errada, obviamente, al identificar las causas en sí, como le pasaba a la teoría de la gravedad de Newton. En realidad, lo que pasaba cuando bebía era que su conciencia se relajaba y caían los poderosos muros mentales que la protegían, de manera que las Entidades (los «Síntomas») podían penetrar en ella. Los psiquiatras invertían las causas y los efectos, no se enteraban. Pero, claro, a ellos las Entidades no los acosaban, porque no eran suficientemente importantes. El darle vueltas a estas ideas, mientras sorbía el café, mirando a dos de los jardineros meterse un licor de hierbas y un Sol y Sombra a media mañana, le hizo recordar que tenía que pasarse por la Asociación un día de ésos, aunque sólo fuera a saludar. Hacía mucho tiempo que no iba. Les dio su palabra, la última vez, y un caballero castellano debe cumplir su palabra, pensó.
     Miró al señor que se comía la tostada con el ceño fruncido, mientras leía el periódico, y le apeteció echar un vistazo a la prensa, así que se acercó a la barra a ver si tenían otro diario. Efectivamente, había dos de tirada nacional El Pueblo y El Planeta, de tendencias políticas opuestas.
     ‒Perdone, ¿los está leyendo? le preguntó a uno de los dos jubilados.
     ‒No, qué va, cógelos.
     Los desdobló y miró las portadas, antes de volverse a la mesa. Un primer vistazo a uno y otro le transmitió una sensación inmediata: todo mentiras. Realidades ficticias con las que engañan a la ciudadanía. Sin embargo, y a pesar de que todos los poderes políticos, económicos y mediáticos forman parte de la Trama, no pueden evitar contradecirse entre sí, dado que son facciones en lucha por la hegemonía; mantienen entre todos la gran farsa, pero se pisan los unos a los otros, constantemente, en los detalles. Por eso las mentiras de unos medios iluminan las de otros, y permiten reconstruir una parte de la verdad. Dionisio veía claramente esos patrones en las noticias; detectaba las zonas de sombra de la realidad diseñada en los grandes despachos llenos de ejecutivos, científicos y publicistas; seguía los trazos invisibles que saltaban de una noticia a otra, de un periódico al otro, y de éstos a la televisión y a la radio y a internet…
     ‒No te puedes fiar de lo que dicen, ¿eh?
     ‒¿Cómo? dijo Dionisio, saliendo de sus reflexiones; era el viejo de la barra.
     ‒Que mienten más que hablan, los cabrones. Yo hace años que no leo la prensa.
     Dionisio lo miró fijamente.
     ‒Ya… Yo prefiero ver en qué mienten, para así saber qué es lo que nos quieren ocultar.
     ‒Bueno, es otra forma de verlo; es otra forma, sí.
     ‒Tengo un método… y enarcó las cejas, como dándole a entender algo.
     Esta vez el viejo lo miró fijamente a él, sin decir nada más, y se volvió a su café y su magdalena. Dionisio regresó a la mesa con los periódicos, muy consciente de que acababa de establecer el primer contacto con otro como él, con uno de los que saben de la Trama. Pero era sutil, el hombre. Se había dado a conocer, y eso era todo por el momento; estaba bien así. No hay que llamar la atención. Ellos lo escuchan todo.
     Tras acabar el café y su repaso a la prensa no sin hacer unas cuantas anotaciones mentales acerca de las mentiras que había leído, sobre las que tendría que escribir algo en su blog, nuestro héroe pagó y volvió a ponerse en camino. Aún tenía que cumplir su misión de aquella soleada y cálida mañana primaveral, que era llevar la chaqueta a su progenitor. Como el metro de La Latina, que es el que estaba más cerca, no le venía bien para ir a Antón Martín, porque tendría que hacer dos trasbordos, decidió caminar unos minutos hasta Tirso de Molina. Lo cogería allí, y así sería sólo una parada. Así que tiró por la calle del Duque de Alba; llegaría enseguida.
     Anduvo menos de diez minutos hasta la animada y colorida plaza, cogió el metro y llegó en un santiamén a Antón Martín, donde recorrió un trecho de la calle de Atocha para luego girar a la derecha en la parroquia de San Sebastián y llegar a su destino, un poco antes de la plaza de Santa Ana: el pisito del segundo derecha donde se había criado y ahora vivía solo su padre viudo. No era casualidad que vivieran tan cerca, en una ciudad tan grande; es que no se quiso alejar mucho de él, cuando se fue de casa, porque el hombre estaba muy mayor y necesitaba que lo visitara a menudo. Pero es que tampoco podían vivir juntos; era imposible, una batalla continua que hacía de cada día un suplicio. Siempre había sido un hombre de un carácter insoportable especialmente con él, porque con su hermana Mayte tenía otro carácter, que había ido a peor desde que murió su madre. Era difícil pasar un rato con él, pero el viejo lo necesitaba, y era un deber filial ante el que Dionisio no ponía excusas.
     Con su propia llave, que todavía conservaba, entró en el estrecho portal, que olía a humedad, y miró el buzón, por si había alguna factura o una carta de la Seguridad Social o lo que fuera. Ahí estaba la plaquita con el nombre de su padre. Evaristo Monte. El legítimo propietario de ese apellido, porque había sido capaz de perpetuarlo, porque lo había legado a otra generación, cosa que Dionisio no sabía si haría. A su edad, cada vez se hacía más complicado, y lo veía poco probable, lo cual le hacía sentirse un poco niño a una edad en que su padre ya tenía dos hijos, la más pequeña de ocho. Su padre había cumplido, pero él seguramente no traspasaría el nombre familiar que con los hijos de su hermana se perdía; terminaba con él, y su padre siempre le hacía un mudo reproche por ello que se añadía a los que él ya se hacía a sí mismo.
     No había nada en el buzón. El nombre de su madre ya no constaba en éste, recordó al cerrarlo; estuvo durante años, tras su muerte, porque el viejo se negaba a quitarlo, pero un buen día, Mayte cambió el trocito de cartulina tras el plástico, y así, su madre, Teresa Olmos, dejó de existir un poquito más. Mayte dijo que era ley de vida y que tenía que quitarlo, que era una tontería que siguiera allí cuando llevaba años enterrada. Su padre se enfadó mucho cuando se dio cuenta, y tuvieron una pelotera bien gorda; pero lo dejó tal cual y no volvió a hablar nunca más del tema.
     Subió la escalera, que a su padre le costaba tanto bajar por eso apenas salía ya de casa. Al llegar al pequeño rellano, llamó al timbre. Una vez, dos, tres. Nada, ni una respuesta. Antes de empezar a preocuparse, porque eso empezaba a volverse habitual, abrió con su llave y entró preguntando, en voz alta, «¿papá?» Olía a casa vieja, a madera vieja, olía a cerrado, a sitio donde no se limpia mucho. Olía a decrepitud y a tristeza, como si fuera una sustancia suspendida en el aire, algo que se pudiera captar a través de los sentidos. 
 

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     ‒¿Papá? repitió, caminando hacia la salita de estar.
     ‒¿Quéee? escuchó decir, o más bien casi gemir, desde la habitación de su padre; se volvió hacia allí.
     ‒Papá, soy yo.
     ‒¿Eres tú?
     ‒¿Pues quién va a ser?
     ‒¡Tu hermana!
     Su padre estaba sentado en la cama, ya hecha, con las palmas de las manos sobre los muslos, como si pensara. Llevaba el batín sobre el pijama, y las pantuflas puestas; el atuendo con el que se pasaba días enteros en los que no pisaba el exterior. El médico le había dicho que tenía que andar, que era bueno para el cuerpo y la mente, que tenía que relacionarse, y ellos, Mayte y Dionisio, no dejaban de recordárselo, pero no les hacía caso. O, en todo caso, ya estaba más allá de que le importara lo que era bueno o malo para él.
     ‒Papá, ¿qué haces aquí? ¿Estás meditando?
     ‒¿A ti qué te importa, lo que hago? ¿Es que tengo que darte explicaciones? contestó, haciendo un gesto con la mano que pretendió ser enérgico, pero más bien resultó frágil, tembloroso.
     ‒No seas cascarrabias, que he venido a verte. Mira, te he traído la chaqueta. La que se te manchó. Te la he traído de la tintorería. Ha quedado como nueva.
     ‒Ah, sí, sí… déjala ahí, cuélgala.
     ‒¿Y si te vistes, te la pones, y nos damos un paseíto? ¿No te vendría bien?
     ‒No tengo ganas de andar.
     ‒Bueno, aunque no tengas ganas tienes que hacer ejercicio. Necesitas que te dé un poco el sol, que estás paliducho.
     ‒No tengo ganas, déjame…
     ‒Vale... pero vamos a la sala de estar, no te quedes ahí sentado en la cama.
     Y, ayudándolo a levantarse, porque estaba torpe, lo acompañó hasta allí, donde se dejó caer sobre su butaca y, casi inmediatamente, como si fuera un resorte, cogió el mando a distancia de la tele, que estaba en una mesita auxiliar justo al lado, y la encendió. Aunque Dionisio siguió hablándole, le contestaba sin apenas mirarlo, como absorto en la pantalla, donde unas mujeres discutían acaloradamente en un plató.
     ‒¿Y qué tal estás, papá? ¿Te duelen las piernas?
     ‒Pues claro que me duelen; no me van a doler… claro que me duelen, ¿no me ves?
     ‒Ya, pues por eso precisamente tienes que… Bueno, y te tomas las pastillas todos los días, ¿no? La del corazón, y la de la depresión y la otra, ¿verdad?
     ‒Que sí, que me las tomo.
     ‒Es importante que no te olvides de hacerlo.
     Ni le contestó. Dionisio se acercó a la cocina, vio la cafetera vacía, y le preguntó desde allí:
     ‒¿Preparo un poco de café, papá? ¿Te apetece uno? Papá, que si quieres que haga café…
     ‒Sí, sí respondió al fin. Hazlo. Haz lo que quieras.
     Así que llenó el depósito de agua, echó las cucharaditas de café sobre el filtro, y volvió a la sala de estar, mientras se hacía.
     Se sentó en el sofá que formaba una “L” con la butaca de su padre, en el asiento más cercano a él.
     ‒¿Estás comiendo bien? Te veo más delgado. Tienes que alimentarte.
     ‒Sí que como, sí que como…
     ‒¿Ah, sí? ¿Qué vas a comer hoy?
     ‒Pues de lo que tenga por ahí, no sé… Me haré unos huevos fritos.
     ‒Ya.
     Hubo una pequeña pausa en la que Dionisio miró la tele. Una de las mujeres se levantó, de repente, y le dio un bofetón a otra, entre la aparente consternación de los presentes, que intentaron separarlas, y los gritos del público, que fingía no gozar con la situación. Era tan obvio que la escena respondía a un guion, que ni se esforzaban en ocultarlo. Tan falso como la realidad; de hecho, resultaba imposible diferenciarlas. Lo real es virtual y lo virtual es real. 
     ‒Papá preguntó al fin al viejo, que no despegaba los ojos de la pantalla, a pesar de que la miraba como ausente. ¿Está viniendo a limpiar la chica que contrató Mayte? Viene dos veces por semana, ¿verdad?
     No le contestó.
     ‒Papá…
     ‒Sí, sí, viene, déjame ver esto le respondió, haciendo un gesto con la mano para que se callara.
     Se levantó de nuevo y fue a la cocina a por el café. Al coger la leche del frigorífico, vio que no tenía huevos, ni casi nada. Sólo había unos yogures y algunos restos de jamón cocido y queso envueltos en papel de aluminio, y cuatro cosas más. Sirvió dos cafés con leche, les echó azúcar, los movió, y regresó a la sala de estar con los dos vasos, el de su padre sobre un platillo. Éste lo cogió, con un ligero temblor, y lo apoyó sobre el reposabrazos de la butaca.
     ‒Ten cuidado, no se te caiga le dijo Dionisio, que se sentó donde antes y le dio un sorbo al café.
     Él miraba a su padre y su padre miraba la tele, lo cual resumía la relación que habían tenido siempre; la tele podía ser cualquier otra cosa las facturas, el Marca, su hermana, pero el esquema siempre había sido el mismo. Pese a todo, se conformó con pasar ese rato con él, haciéndole compañía, la que su madre ya no podía hacerle, como cuando todo era como siempre tendría que ser, en ese álbum de fotos de la memoria en el que nos gustaría quedarnos a vivir. Su padre era por naturaleza seco y huraño, especialmente con él, pero desde que murió su madre, su carácter había empeorado mucho. Y en tiempos recientes, su deterioro era más que evidente. Dionisio sintió mucha pena.
     ‒La semana pasada Mayte estuvo aquí con los niños, ¿no? Se pasó a verte.
     Sólo eso pareció provocar alguna reacción en el viejo, que lo miró brevemente.
     ‒Sí, estuvieron aquí. Trajo a los niños a verme. Están muy grandes.
     Pero ni su padre dijo más, absorto en la tele, ni Dionisio supo qué más comentar; le costaba mucho hablar con su padre, no conectaban, nunca lo habían hecho, y ni siquiera se le ocurrían temas de conversación. ¿De qué podía hablar con ese hombre, con ese gran extraño que era nada más y nada menos que su propio padre? Finalmente, se levantó y le puso una mano sobre el brazo.
     ‒Voy a bajar a hacerte algo de compra, papá. ¿Quieres que comamos juntos? ¿Me quedo y te preparo algo?
     ‒No tienes que comprarme nada. Yo tengo de todo. Y si no, me lo trae la chica.
     ‒Ya lo sé, ya lo sé, papá. Pero he visto que te falta alguna cosilla. Voy a subírtela, ¿vale?
     Su padre se encogió de hombros y él se fue a una tienda cercana donde compró huevos, un par de cartones de leche, unos yogures, salchichón y queso en lonchas, un paquete de galletas, pan de molde, unos cuantos tomates y unos plátanos; cosas muy básicas que no necesitaran elaboración. Ya de vuelta, preparó unas tortillas con el jamón que había en el frigorífico y abrió unas latas de sardinas que encontró en el armario de la cocina, y comieron los dos juntos, casi en silencio. Le insistió en acompañarle a dar un paseo por el barrio para que estirara las piernas, pero se negó; en lugar de eso, se fue a echarse la siesta, y Dionisio se despidió de él con un abrazo y un beso y se marchó.
     Se había gastado en esa compra el dinero que tenía para salir esa tarde con Mateo.








Sigue leyendo…
El asco y la gloria (cap. 3)


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1 comentario:

  1. Maravilloso, gracias. Espero con ganas el próximo capítulo.

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