EL ASCO Y LA GLORIA (cap. 3)

Retomamos las peripecias de Dionisio Monte, el antihéroe de esta antiépica antiaventura cutrepunk. El asco y la gloria es una novela por entregas que editaremos finalmente como libro.

 
 

Novela | Humor y sátira

EL ASCO Y LA GLORIA (cap. 3) 

Una odisea esperpéntica por las calles de un Madrid tragicómico


D. D. Puche
Publicado en 1/9/21


 


El asco y la gloria (cap. 3), por D. D. Puche | El Onirium. Narrativa de fantasía, terror y ciencia ficción.


 



III
 
En el que se narra lo que nuestro héroe
hizo antes de salir esa tarde
 
 
Dionisio regresó a casa con la sensación agridulce que siempre lo acompañaba después de ver a su padre, la figura fuerte y autoritaria que, para bien o para mal, había sentado las bases de lo que él entendía que es ser un hombre, a quien ahora encontraba tan inseguro y desvalido. Se le rompía el corazón al verlo así, y quisiera poder hacer por él más de lo que hacía, pero ni estaba en situación para ello ni su padre se dejaba; su orgullo de toda la vida le impedía aceptar cualquier ayuda e incluso reconocer que la necesitaba, y eso se complicaba ahora con su creciente senilidad, que en vez de dulcificar su carácter parecía haberlo agriado más todavía.
Cavilando sobre estos asuntos, y sobre la decepción que él siempre fue para el viejo, llegó al fin a su apartamento. Se descalzó, se puso las zapatillas de estar por casa las de felpa con la cara del gato Félix, de cuando los dibujos animados no volvían a los niños subnormales o desviados, se sentó en el sofá, y puso la tele un rato. Estaba dudando si echarse la siesta un rato; le vendría bien antes de salir, pensó, para estar más fresco, no le fuera a dar a Mateo la impresión de que era un muermo. Pero, por otro lado, no le sentaba muy bien sestear, porque la cabeza se le ponía luego un poco tonta. Como no había forma de decidirse ante semejante dilema, comparable al del asno de Buridán, resolvió que la tele haría la función de una moneda echada al aire: según lo que encontrara después de cambiar de canal durante unos minutos, se quedaría viéndola o se dormiría. Así que buscó con el mando algún programa digno de sus capacidades intelectuales y, naturalmente, fracasó; sólo encontró productos audiovisuales propios de las marujas y del ganado lanar al que se le ocurría ver la tele a esas horas. No pudo evitar un rato de contemplación, entre la maravilla y la repugnancia absoluta, de un programa en el que un grupo de chicas a las que difícilmente se podría describir como vestidas, comentaban con la presentadora los detalles de las relaciones sexuales que habían mantenido con un mismo joven que a Dionisio le pareció el híbrido entre un chimpancé y el muñeco de Michelín, sentado enfrente de ellas con una cara de suficiencia insufrible.
«En realidad, este rebaño de animales lascivos no tiene la culpa de ser así», razonó. «Toda la industria de la comunicación y el entretenimiento, y los políticos y las grandes empresas, y sobre todo el sistema educativo, trabajan juntos para convertirlos en esas parodias de seres humanos. ¿Qué oportunidad tienen ellos de resistirse a los condicionamientos que reciben? Son como arcilla en manos de un alfarero. Ya no se puede hacer nada por ellos…»
Así que se tumbó de lado y a los cinco minutos interpretaba el Concierto para sofá de Morfeo, op. 2 en do menor, con el virtuosismo de los grandes solistas del ronquido. Fue un descanso intranquilo el que tuvo, no obstante, pues las vivencias de la mañana se agolparon en su cabeza de forma confusa y cuajaron en un sueño un tanto desasosegante.
En el sueño, Dionisio caminaba sin rumbo fijo por las calles de Madrid, de un Madrid raro, torcido, como si no hubiera ángulos rectos, sino que todo se combara y hasta en el suelo pudiera notarse levemente la esfericidad de la Tierra; y a medida que andaba, las horas del día iban pasando rápidamente, lo cual se notaba claramente en los cambios de luz, de un sol que se ponía a un ritmo vertiginoso; en cosa de minutos caía la noche, y Dionisio no sabía muy bien adónde iba, pero sí sabía que llegaba tarde a algún sitio en el que lo esperaban. A medida que deambulaba, iba saludando a la gente con la que se cruzaba, caras conocidas del barrio que le devolvían cordialmente el saludo. En una esquina se topó con un hombre borracho, apoyado en una pared como si fuera a caerse, y entonces, al pasar al lado y saludarlo, éste se volvió y Dionisio pudo ver que era él, o sea, él mismo, o al menos tenía su idéntico rostro. Y le dijo: «ten cuidado, que vas a decepcionar mucho a papá; y luego es él el cascarrabias y el que nunca te ha querido, pero es que tú nunca le has dado más que disgustos, porque eres un mal hijo». A lo que él contestó: «no, de eso nada; yo siempre he sido un buen hijo, no le he dado motivos para ser como es conmigo. ¿Qué más puedo hacer?» Y aunque el borracho con su cara seguía diciéndole, cada vez más alto ya gritando, que iba a decepcionar a su padre, él siguió caminando por las calles torcidas y así llegó a un bar con un viejo cartel inclinado sobre la puerta. Entró, sonó la campanilla, y vio gente planchando ropa sobre la barra y en las mesas; olía bien, como huelen los bares, a desinfectantes y suavizantes y productos químicos diversos. En la barra, por su lado, estaba apoyado un viejo que leía un periódico; éste en ningún momento se giró hacia él, ni siquiera cuando lo saludó amablemente. Dionisio pidió el menú del día a la oronda mujer que estaba planchando en la barra, la cual contestó «¡enseguida!», se metió en la cocina, y volvió poco después con una bandeja. Sobre ésta, dentro de una bolsa de plástico transparente que emanaba un grato olor a detergente industrial, había un plato y una cuchara; los sacó de la bolsa y se puso a comer. Eran unas gachas hechas con papel de periódico, pequeñas bolitas de papel empapadas de leche. Se las comió muy a gusto en la barra, pues eran su cena preferida y además estaría alimentado con la información del día; cuando terminó, se despidió del viejo, que no lo miró siquiera, salió a la calle, y de repente era un niño, muy bajito veía el mundo desde otra perspectiva, más cerca del suelo, e iba cogido de la mano de alguien. ¿Quién era? No le veía la cara, quedaba muy arriba, como en lo alto de un rascacielos, fuera de su ángulo de visión, pero debía de ser mamá, ¿no? Caminaban por la calle, y ella ¡sí, era ella! le dijo que iban a la tintorería, de modo que él se puso muy contento, porque le encantaba ir a la tintorería; sin embargo, miró hacia lo alto y, muy por encima de su madre, vio la luna, y se quedó mirándola mientras andaba. Porque esa luna realmente era un ojo: el ojo de su padre, que lo contemplaba desde allí arriba, que veía el mundo entero desde la negrura. Nada se le podía ocultar a ese refulgente ojo, que lo miraba como si fuera una hormiga, algo muy pequeño e insignificante. Su madre, entretanto, seguía hablando, y le decía era una voz que le llegaba desde lo alto, como el eco rebotando en las montañas que le iba a dar un baño en la tintorería, que lo iba a meter en la lavadora industrial y saldría de ella limpio y perfumado; así ya no tendría que sentirse mal por las cosas malas que había hecho, y su padre podría al fin estar orgulloso de él. Así no lo decepcionarás más, le decía su madre, y él le contestaba: «mamá, llego tarde a un sitio. ¿Podemos darnos más prisa?»
 
 

¿Escribes ci-fi, terror o fantasía?

 
 
Incorporado en el sofá, desperezándose, Dionisio se frotó los ojos con los dedos y apagó el televisor, que se había quedado encendido mientras dormía la siesta. Miró el reloj y vio que eran ya las cinco. Aún tenía tiempo de sobra hasta las ocho, la hora a la que había quedado con Mateo en Lavapiés. Sentía una vaga incomodidad por el sueño que había tenido, y eso que estaba acostumbrado a soñar cosas muy raras. No se sentía descansado en absoluto, a pesar de haber dormido algo más de una hora; al contrario, tenía mucho sueño y la cabeza embotada, como si muchas cosas quisieran entrar en ella a la vez y ninguna pudiera hacerlo, todas atascadas en el cuello de botella de la consciencia. «Los sueños suelen significar cosas, y este sueño, precisamente hoy, trata de decirme algo. El psiquiatra siempre me insiste en que no les busque significado, que eso no sirve de nada, y que no haga caso de los libros de Freud; pero claro, entonces él no me haría ninguna falta. Por eso los del gremio tienen que intentar distraernos, para que no descubramos por nosotros mismos la verdad (¡como si yo no la conociera ya!), porque ese día el lobby de la salud mental se vendría abajo. Pero no, este sueño tiene un significado, tiene algo de premonitorio, eso seguro; lo noto claramente. He de tenerlo en cuenta». Así que buscó una libreta en la que anotarlo rápidamente, antes de que se le olvidara. Nunca era capaz de recordar sus sueños, pasados unos minutos tras despertar. Ni el más mínimo detalle. Así que los apuntaba y luego los releía e intentaba conectarlos en un todo con sentido.
En cuanto acabó, pensó en echarse otro poco, quizá media horita más, pero lo desestimó enseguida porque el sueño lo había dejado un poco inquieto y quería hacer otra cosa, algo para distraer la atención y alejarla de lo onírico. Así que, pese a no ser sus horas habituales, decidió que escribiría un poco para su blog. Solía hacerlo de noche, pero esa noche no sabía a qué hora regresaría, o si estaría muy cansado para escribir; era mejor, por tanto, cumplir con sus obligaciones hacia el mundo antes de salir. Tenía algo más de dos horas para ello.
El blog de Dionisio, su magnum opus in progress, se titulaba “El Uno Libre”, y ese Uno tan Libre, por supuesto, era Él: desde la atalaya de su habitación, echaba una serena mirada al mundo y lo desmenuzaba intelectualmente para hacérselo comprensible a otros menos favorecidos por la naturaleza. La labor de síntesis periodístico-histórico-filosófica que estaba llevando a cabo era ingente, mayor de lo que un ser humano normal sería capaz de soportar; pero él le dedicaba sus ratos libres que, afortunadamente, eran muchos y la sacaba adelante con éxito. Sentado frente a su ordenador, en su mesita llena de ceniceros y latas de coca-cola vacías, con varias libretas abiertas delante de las que copiaba notas tomadas a vuelapluma que integraba en su texto, hacía lo que comunicadores del mundo entero, con equipos trabajando para ellos y gastando millones en recursos, no eran capaces de hacer: masticaba y deglutía todas las fuentes de información y componía a partir de ellas una visión única, original, y por supuesto libre, que desenmascaraba las verdades oficiales de la Trama. A él no se la pegaban. Desde su apartamento en La Latina, penetraba el mundo como si fuera trasparente; sus ojos atravesaban distancias infinitas y atrapaban los hechos como quien aplasta una mosca sobre la mesa con una revista; era capaz de inteligir los montajes mediáticos de la Trama, estudiar su andamiaje, y desmontarlo pieza a pieza, haciendo pedazos la verdad oficial y mostrándosela al mundo tan patética y frágil como era en realidad. «Podréis hacerle lo que queráis a mi cuerpo, pero mi mente es indomeñable», gritaba para sus adentros, entusiasmado, mientras escribía. «¡Porque yo soy libre!» Y cosas así.
Un hombre que se viste por los pies no debe ocultarse nunca, así que firmaba su manifiesto con su nombre auténtico, Dionisio Montes. No le importaba que Ellos vinieran a por él; de hecho, sabía que algún día pasaría, pero estaba preparado para ello. Ese día se convertiría en un mártir de la verdad. Podría con ello. En cualquier caso, hubiera dado igual usar un pseudónimo: Google y Facebook y Amazon y todas las demás multinacionales tecnológicas tenían todos sus datos; tenían su dirección física, su cara, su teléfono y su IP; ¿qué más daba el nombre? ¿De qué esconderse? Habría sido inútil intentar engañarlas; así pues, la sinceridad por delante y a morir por ella. ¿Acaso se escondió Julio César aquella mañana de marzo? La historia no la han hecho los pusilánimes.
Se sentó frente a su mirador al universo de la información, tiró a la rebosante papelera las latas vacías de la noche anterior, y tras abrir el navegador y la pestaña de administrador de su blog, empezó a aporrear el teclado. Cada vez que se sentaba, no necesitaba pensar lo que iba a escribir; ése era el truco, lo que diferenciaba a los diletantes de los maestros. Él no planificaba, no le hacía falta. En cuanto sus dedos acariciaban las teclas, entraba en un estado de flujo, sin resistencia alguna, y el texto manaba como el agua de una fuente inagotable; a veces se admiraba de su propia capacidad para escribir de corrido, dejando que su mente consciente si bien, a veces, un poco confusa se relajara para que, de las entrañas de su psique, se elevara el torrente de pensamientos que sólo están al alcance de unos pocos. “El Uno Libre” combinaba el análisis geopolítico con la erudición en investigación científica de vanguardia y lo último en la escena sociocultural; tocaba todos los palos con soltura, y de todos ellos tenía algo fascinante que decir. Siempre había alguna maniobra soterrada que evidenciar, algún interés espurio que cavaba su túnel ante la ceguera de la distraída masa, alguna confabulación internacional para conseguir esto-o-aquello. Y, por tanto, siempre había alguien a quien darle cera sin tregua. La ventaja del blog, en relación con sus páginas homólogas en las redes sociales las cuentas de Twitter y Facebook de “El Uno Libre”, era que no tenía que perder el tiempo destruyendo ineptos a cada minuto; se sentía más libre en su trabajo de exposición y crítica, al no atender comentarios y réplicas constantemente. Ser más inteligente y culto que los demás puede llegar a ser agotador, una carga terrible que se paga con la soledad; pero compensa por los momentos de descubrimiento, de revelación de la verdad, que los mediocres no pueden ni imaginar. En su blog podía dedicarse a esto último en cuerpo y alma, de modo que llevaba esa doble vida casi como un superhéroe, haciéndose pasar por un tipo normal y agradable cuando salía a la calle, pero sacudiendo la conciencia colectiva cuando estaba en su casa. Lo cual, por cierto, cada vez ocurría más. El autoexilio social te permite ser tú mismo, ser Uno y ser Libre. Algún día vendrían a por él, lo sabía; pero estaba preparado. Y cuando ese día llegara, que le quitaran lo bailao.
 
 

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La dulce música de las teclas lo hacía estremecerse; algo así debió de sentir Beethoven mientras le arrancaba al piano la melodía del Claro de luna. Su sueño siestero le había traído a la mente, por una secuencia de asociaciones que el lector de estas líneas no sería capaz de entender, el tema sobre el que escribía impetuosamente. A saber: la inclinación del poder mundial hacia China, la nueva superpotencia emergente que iba a quitarle la hegemonía a los Estados Unidos en las próximas dos o tres décadas. Algo relacionado con el aroma de las tintorerías le había hecho evocar una idea que tuvo días atrás, mientras estaba sentado en el cuarto de baño; algo acerca de que la supuesta «crisis económica» de la última década no era más que una forma de blanquear ¡qué asociación tan genial! la agenda proyectada por China desde 1982, el año del XII Congreso del Partido Comunista, a raíz del golpe de mano de Deng Xiaoping. Se tomó la decisión, entonces, de hacer saltar por los aires el Pacto Atlántico mediante una estrategia de lento minado de las relaciones a ambos lados del océano, entre los americanos y los europeos; una estrategia a largo plazo, paciente como sólo saben serlo los chinos, que conducía a restablecer la antigua Ruta de la Seda como eje comercial mundial y someter así bajo un yugo de mil años a todo el continente eurasiático; en cuanto a los Estados Unidos y los miembros de la Commonwealth, serían aislados hasta dejarlos colapsar económicamente, sin enfrentarse nunca directamente a ellos; incluso se mantendría la apariencia de unas relaciones comerciales normalizadas, mientras los chinos se trabajaban a los europeos y los rusos y los absorbían lentamente, como arenas movedizas, en su capitalismo de Estado post-comunista. Pero qué listos, los chinos; iban a conseguir sin un solo disparo lo que no habían conseguido los soviéticos durante la Guerra Fría. Claro. La táctica de la gota china, tan cruel como efectiva. Había que descubrirse ante ellos, desde luego.
Joder, qué bien le había quedado la entrada. Otro capítulo para su inacabable obra virtual, que no dejaba de crecer en tamaño y calidad día tras día. Y con ella, su gloria, que brillaba tanto más cuanto más asco daba el mundo. «Eso es lo que nunca me perdonarán mis contemporáneos: que sea tan superior a ellos y en tantas cosas», reflexionó; «te pueden perdonar que los dejes atrás en algo concreto, pero nunca que evidencies lo estúpidos que son todos ellos. La grandeza obvia e incuestionable. Por eso se esfuerzan tanto en no reconocerla cuando la tienen delante. No pueden soportarla, los muy miserables».
Este arrebato de inspiración le llevó casi todo el tiempo que tenía antes de prepararse para salir. Cuando miró el reloj, exclamó «¡hostias, que se me hace tarde!», le dio al botón de dormir el ordenador, y se fue a mear. Al lavarse las manos, se miró atentamente en el espejo del baño; tenía los ralos pelos revueltos y cara de cansancio. «Como para no estar cansado», pensó mirando su reflejo, mientras se pasaba los dedos húmedos por el pelo para ordenarlo un poco; «con el esfuerzo intelectual que hago, demasiado bien me encuentro». Aprovechó que estaba en camiseta para olerse los sobacos y llegó a la conclusión de que un poco de desodorante no le haría daño. No iba a ducharse, no le hacía ninguna falta; un poco de sudor concentrado en las axilas no justifica repetir semejante operación en el mismo día, así que practicó lo que él denominaba una «ducha en seco». Tras ella, salió del baño listo para comerse Madrid. Se puso una camisa encima que llevaba abierta, luciendo el dibujo del pato Lucas de su camiseta, miró a su alrededor como intentando recordar algo, pero no recordó qué era, y se dijo: «hala, ya está. Vamos allá, Dionisio, vamos allá».
Lo cierto es que tenía que darse ánimos, pues de repente se encontró algo nervioso, lo cual hasta cierto punto le sorprendió. Hacía mucho tiempo que no quedaba con nadie para algo tan trivial como tomar algo y charlar, y empezó a darle vueltas a la idea de que quizá se le notaría; que Mateo captaría enseguida que salía poco, y él se comportaría de forma incómoda y torpe. Su conversación era fascinante, eso nadie podía dudarlo, pero lo mismo se ponía un poco tenso y se aturullaba que a veces le pasaba, y no parecería él mismo, y Mateo se formaría una idea equivocada de él, la de un tío poco interesante. No es que necesitara la aprobación de Mateo ni de nadie, faltaría más, pero era mejor ser reconocido como lo que realmente era y no como otra cosa, evidentemente.
Estos pensamientos iniciaron un bucle que empezó a afectarle cada vez más. Era una vieja historia que siempre se repetía; de hecho, era el motivo fundamental de que no saliera apenas y de que sus relaciones sociales se hubieran ido extinguiendo. Al final, se vio obligado a hacer algo que prefería evitar, pero enfrentarse a la vida social lo ponía ante esa tesitura: se tomó otro lorazepam. No le gustaba recurrir a él, porque le ponía la cabeza espesa y le daba sueño; pero no podía permitirse empezar a sentir ansiedad justo antes de salir. Así que, no sin cierta sensación de culpabilidad, se lo tragó con ayuda de un sorbo de coca-cola, de una lata sin gas que se dejó abierta en el frigorífico. Y luego se bebió el resto de la lata, para que la cafeína lo despejara un poco y contrarrestara el excesivo efecto de la pastilla. Lo tenía todo calculado.
Entonces vino a su mente lo que quería recordar, que no era poca cosa: estaba más pelado que un yonqui. Ese mes no había medido bien el dinero y, a pesar de que su vida era frugal y austera, andaba muy justo; pero esa mañana se había gastado un dinero con el que no contaba, en la compra que le había hecho a su padre. Revisó la cartera, por si acaso hubiera crecido dinero mágicamente en ella, pero no; llevaba apenas cuarenta euros, y era todo lo que tenía para aguantar el mes. De modo que, o se lo ahorraba esa tarde con Mateo, o no comía más en cuanto se le acabara lo que tenía en casa, que no era mucho. Muesli, galletas maría, pan de molde, coca-colas, algún cartón de leche, y poco más. Con eso se tendría que apañar hasta que cobrara la pensión el día diez. Una perspectiva poco halagüeña. Dionisio podía permitirse su apartamento aunque era pequeño y estaba en un inmueble viejo y mal cuidado, y por supuesto no tenía ascensor ni otras comodidades gracias a la pensión no contributiva que percibía, además de una ayuda de la Comunidad de Madrid que era parte de un programa para ayudar a la emancipación de gente en situaciones como la suya. Había probado también, anteriormente, a vivir en pisos compartidos, pero sus experiencias siempre habían terminado mal. Él necesitaba soledad y tranquilidad; no se le daba bien eso de compartir techo con otra gente. No solían soportar sus manías, y él nunca toleraba la inferioridad de los demás.
El caso es que no iba a salir para no gastarse nada, lo cual sería aburridísimo, además de una vergüenza. No podía permitirse dar esa impresión, un tipo adulto y libre como él, de no ser independiente económicamente. Pero después las pasaría putas durante dos semanas. ¿Cómo se las iba a arreglar? ¿Tendría que cazar su propia comida para sustentarse, como los hombres de antaño, los verdaderos hombres? ¿Y qué coño iba a cazar en Madrid? ¿Ratas, gatos callejeros, palomas? Y si no, ¿qué? ¿Pedirle dinero a Mayte? Eso también le daba mucha vergüenza, porque ya le había pegado un montón de sablazos en el pasado; le debía más de un favor, y sabía que ella se los hacía encantada, pero no quería abusar de su hermana. Aunque, sobre todo, no quería que el mamarracho del Ramón, su cuñado, pudiera meter las narices y decir: «¿lo ves, Mayte? Te lo dije, ya está aquí el inútil de tu hermano sacándonos el dinero». Qué asco le tenía, el Ramón. Claro, que él le tenía más asco todavía, a ver qué se iba a creer ese gañán.
Bueno, ya se lo pensaría, que era hora de salir, y esos cuarenta pavos los iba a usar como fuera menester. Para una vez que tenía ocasión de ver a un viejo amigo, no la iba a desperdiciar contando cada euro. Se merecía un día así. La pastilla le hacía sentirse mejor, casi más por el hecho de habérsela tomado que por el efecto que hubiera podido surtir ya; se sentía más confiado, y tenía la impresión de que la tarde iba a merecer la pena. Se iba a comer Madrid, sí señor.
 

 


 

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Capítulo 4 de El asco y la gloria


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