La ley de los caídos es una novela que aparecerá a comienzos de otoño de este año, y de la que en esta página ya publicamos algún extracto hace tiempo. Os ofrecemos ahora de nuevo el primer capítulo para que vayáis abriendo boca. Está ambientada en el mundo de Balada de los caídos, pero esta vez en Madrid, y la protagoniza Salvador Morel, un Juez que vela por el cumplimiento de la Ley de los Desterrados en esa ciudad y se verá envuelto en una oscura conspiración. Que la disfrutéis.
"Entre el infierno y la nada, me quedo con el infierno".
MIGUEL DE UNAMUNO.
Entró en el local y atrajo la mirada de todo el mundo. No era demasiado
alto, ni estaba excesivamente delgado. Ancho de espaldas y de andares
desgarbados, vestía traje oscuro, sin corbata y con un par de botones de la
camisa desabrochados. Era moreno, aparentemente cuarentón –pero sólo
aparentemente– y con alguna cana ya. Ojos grandes, expresivos, nariz algo más
gruesa de lo que pedía el rostro y mandíbula ancha. En resumen, alguien que en
principio no destacaría en ningún sitio. Pero no suele ser una buena noticia,
cuando un Juez entra en un garito de mala muerte como aquél. Tan de mala muerte
que no tenía ni nombre. Sin embargo, los ángeles caídos de Madrid saben que en cierta
calleja del centro, en la zona de copas de Santo Domingo, hay una puerta de
metal poco llamativa que se abre tras cuatro golpes. Dentro se oculta un local
exclusivo para ellos, aunque sólo los de peor rango y condición lo frecuentan.
Un tipo enorme y mal encarado impide que entre cualquier mortal que llegue allí
por casualidad; los miembros de determinados clanes problemáticos de los caídos
tampoco son bien recibidos. En la entrada hay un guardarropa y una pequeña
cabina enrejada en la que se sienta un muchacho de mirada aviesa; todo el que
entre está obligado a dejar allí cualquier arma que porte, sea blanca o de
fuego. Pero el Juez no tuvo que dejar las suyas, por supuesto: los de su cargo
tienen acceso franco a cualquier punto de la ciudad controlado por los caídos.
Lo dice la Ley, de la que son garantes y ejecutores.
–Hola, Morel –le dijo sin mucho entusiasmo el portero, quien por supuesto
lo conocía.
–Hola. ¿Qué tal ha empezado la noche?
–No está mal. Medio aforo. Todo tranquilo –le contestó con mirada esquiva.
–Ya. Puede que deje de estar tan tranquilo enseguida. Creo que tenéis a uno
buscado aquí, ¿no?
–Si es así nosotros no sabemos nada. Ya sabes que colaboramos siempre.
–Por supuesto –replicó Morel, y entró.
Salvador Morel era uno de los Jueces que había en la ciudad de Madrid.
Incluso los ángeles caídos, siempre escondidos entre los mortales, tienen que
tener una autoridad, y alguien que la haga respetar. Era un Juez respetado,
porque hacía cumplir la Ley sin contemplaciones, pero no era especialmente
cruel, ni corrupto, ni abusaba de su poder, como otros. No aceptaba sobornos ni
cobraba mordidas, algo en lo que la sociedad de los caídos no se diferencia
mucho de la mortal –al fin y al cabo, ¿no se dice que ellos trajeron el mal a
este mundo?–. Además, tenía cierto sentido del humor y era bastante tratable,
siempre y cuando no anduviera a la caza de algún caído perseguido por sus
infracciones. Entonces había que tener cuidado con él, porque se encabronaba
con los que le hacían perder el tiempo y tenía una tendencia al uso de su Glock
19 por la que, en más de una ocasión, sus superiores le habían llamado la
atención. Pero trabajaba bien y era limpio; no atraía la atención de los
mortales, y meterle una 9 mm. a un ángel caído no suele causarle la muerte a no
ser que le vuele la tapa de los sesos, así que le dejaban seguir con sus
métodos. Él siempre apuntaba al pecho. Una bala en el corazón garantizaba una
parálisis total. Durante un buen rato, al menos.
Se adentró en el local. Era realmente mugriento; lo conocía perfectamente
porque había estado allí muchas veces, más por trabajo que por placer. No le
hacía ascos a una copa, pero prefería sitios con algo más de clase. Sólo un
poco más; le bastaba con que el sitio no pareciera un burdel barato. Tras una
segunda puerta de metal, que mantenía la insonorización, se abría un enorme
salón con una gran barra redonda en el centro, alrededor de la cual se
distribuían las mesas. Aproximadamente la mitad de ellas estaban ocupadas, así
como casi todos los asientos en la barra. Luces estroboscópicas de colores cambiantes le daban al garito un
aspecto aún más irreal del que ya tenía de por sí. Desde fuera nunca se hubiera
dicho que podía ser tan espacioso, y de hecho no lo era: los caídos saben jugar
con el espacio, dilatándolo o contrayéndolo para crear con él lugares
imperceptibles e inaccesibles para los mortales. Esa arquitectura fantástica
(de la que se encarga un tipo de caídos a los que denominan Constructores) crea
una sub-realidad llena de elementos sobrenaturales –como lo es ella misma– a la
que sólo pueden acceder los caídos y a la que suelen referirse como el Otro
Lado. Aquel local sólo era un ejemplo cutre de lo que los caídos pueden hacer.
Para hacer más molestas aún las luces –que hacían saltar a los presentes
como en una película a la que le faltaran fotogramas–, sonaba una atronadora música
electrónica, que Morel odiaba tanto como ese tipo de ambiente. Alrededor del
salón había una serie de reservados tapados con cortinas, donde se practicaba
todo tipo de vicios indescriptibles. En cuanto a drogas y sexo, no había en
aquel lugar ningún tipo de limitación, y la Ley de los caídos es obviamente muy
laxa en ese sentido. Por lo general no prohíbe nada que no afecte al poder
establecido o a la clandestinidad de su existencia entre los mortales.
El Juez se paró un instante a unos dos metros de la barra, tras saludar al
camarero que estaba tras ella, un tal Ahmed. Miró atento a su alrededor.
Conocía a los que trabajaban allí, así como a la mayoría de los parroquianos
–en una ciudad como Madrid casi todos se conocen, aunque sea de vista–; pero aun
así no se fió y mantuvo su espalda controlada en todo momento. El trabajo era
el trabajo, y tomaba muchas preocupaciones. Contempló las auras turbias de la
clientela. Oscuras, agitadas, llenas de vicio. Nada raro en un caído; de hecho,
nada raro en un mortal, salvo cierta tonalidad que permite diferenciarlos sin
lugar a error. Todos los presentes eran gente patética, pero él no se metía en
esas cosas, no era su trabajo. No captó nada sospechoso, nada que pudiera
suponer un peligro para él. Tampoco vio al tipo al que buscaba, pero supo inmediatamente que estaba en uno de
los reservados. Lo captó como un sabueso huele a su presa a gran distancia. De
hecho, sin moverse de donde estaba, a través de la cortina, supo que estaba con
dos fulanas. Eran dos Súcubos; captó sus singulares presencias.
–¿Qué hay, Ahmed? –dijo al fin, ante el nerviosismo de éste.
–Bien, todo bien –le contestó, secando unos vasos de tubo–. ¿Va todo bien,
Magistrado?
Morel hizo un gesto vagamente afirmativo.
–No va mal.
Miró fijamente a un tipo solitario sentado en una mesa justo delante del
reservado de su perseguido. Tenía delante un vaso de algo que parecía whisky,
pero no lo había tocado. El tipo se había quedado observándolo al entrar,
aunque con discreción; luego apartó la mirada. Morel no lo conocía. Aunque
estaba sentado, se advertía que era alto y fuerte. Más que él. Por su aspecto
debía de ser eslavo.
–¿A qué debemos su visita, Magistrado?
Morel sonrió levemente.
–Creo que eres el único en la ciudad que me llama así, Ahmed.
Y tras una pequeña pausa añadió:
–Ya sabes a lo que vengo. Él está aquí.
Algo en la cara de Ahmed se descompuso.
–Joder, Morel, si no guardáramos la privacidad de nuestra clientela, no
habría negocio; no podemos...
–No te preocupes, casi es mejor así. Me facilita el trabajo el que crean
que en sitios como éste están a salvo.
Morel no despegó en ningún momento la vista del tipo eslavo, quien a través
de la música escuchaba perfectamente sus palabras, con sus sentidos agudos como
cuchillas. Se preguntó si sería un exmilitar de algún país del este. Tenía toda
la pinta. Sin dejar de vigilarlo, se acercó a la barra y se apoyó contra ella.
–Ponme lo mismo que a ése –le dijo a Ahmed–. Invita la casa, ¿no?
–Claro –contestó un taciturno Ahmed, sirviéndole la copa.
La cogió y, bajo las miradas atentas de toda la clientela, se dirigió a la
mesa del eslavo. Sin preguntar, tomó asiento frente a él y puso el vaso sobre
la mesa. El tipo le clavó los ojos, pero no dijo nada. Era frío, el cabrón; un
profesional. Morel no advirtió qué intenciones tenía, no percibió ningún cambio
en su aura. Se miraron en silencio unos segundos muy tensos hasta que Morel al
fin dijo:
–Hola.
El otro se limitó a asentir en señal de saludo.
–Tengo órdenes de detener a tu jefe, pero no dicen nada de ti. Puedes
facilitarme las cosas o ponérmelas difíciles; lo único que va a cambiar es
cuánta gente me lleve conmigo esta noche. Y que te quede claro –añadió,
inclinándose sobre la mesa– que a él lo quieren interrogar por lo que ha hecho.
Pero a ti nadie te necesita entero.
El guardaespaldas sonrió gélidamente y contestó con fuerte acento:
–¿Ése es el discurso que sueltas siempre?
–Sí, más o menos. Pero lo que importa no es lo que digo, sino lo que hago.
¿Quieres verlo?
No contestó. Se limitó a sostenerle la mirada, burlón. Morel seguía sin
calarlo. No le gustaba ese tipo.
–Pon todas las armas que lleves sobre la mesa. Todas. Y si haces un
movimiento en falso, nos vemos en la siguiente vida, amigo.
Tras un instante de aparente reflexión, y sin dejar de sonreír con aire
desafiante, el guardaespaldas se abrió lentamente la americana con una mano,
dejando al descubierto una Sig Sauer P227. Con el pulgar y el índice de la otra
mano la sacó lentamente de la funda y la dejó sobre la mesa, apuntando hacia un
lado.
–Ten cuidado, no te dispares en un pie con eso, colega –le dijo Morel, y se
quedó a la espera–. ¿Eso es todo? Venga, no jodas.
A continuación, repitió la operación, esta vez inclinándose muy despacio a
un lado de la mesa y sacando del mismo modo una USP Compact de una funda
tobillera. La dejó también sobre la mesa.
–Preciosas. Descárgalas.
Con pausados movimientos, les sacó los cargadores y las balas que llevaban
en la recámara. Lo dejó todo sobre la mesa.
–Y ahora el cuchillo militar que seguro que llevas.
De un bolsillo de la chaqueta sacó un cuchillo de acero con una hoja de
unos quince centímetros, curvada por un lado y serrada por el otro. Lo puso
junto a las pistolas.
–Bien. Ahora camina hacia la barra y espera ahí. Si eres un buen chico
podrás irte y quedarte con tus juguetes.
El tipo se bebió su whisky de un trago, miró una última vez con actitud
desafiante a Morel e hizo lo que éste le decía. Se levantó despacio, con las
dos manos ligeramente levantadas, y caminó hacia la barra. Morel lo siguió con
la mirada y se bebió también su whisky de un solo trago. Se levantó y se acercó
a la cortina negra que lo separaba del reservado.
–Así me gusta. Que me pongan las cosas fáciles –dijo, justo antes de
descorrer la cortina.
Fue entonces cuando saltaron sobre él, desde el interior. Eran las dos
fulanas con las que estaba su objetivo. Una lo golpeó a la altura de la
cintura; la otra fue a por el brazo en que llevaba la pistola. Los tres cayeron
hacia atrás, rodando; una de ellas quedó sobre él y pudo ver su horroroso
rostro, a pocos centímetros del suyo: la piel azul y escamada, ojos rojos
brillantes como brasas, una boca descomunal llena de dientes como alfileres, la
nariz larga y puntiaguda, el pelo negro alborotado. Era la viva imagen de una
bruja de cuento de hadas, de esas que se comen a los niños. Vio esas fauces
abrirse sobre su cuello, a punto de darle un buen mordisco. La otra,
simultáneamente, intentaba desarmarlo.
Pero para cuando las fauces se cerraron con un chasquido, él ya no estaba
en el suelo boca arriba; una décima de segundo después estaba de pie, al lado
de las dos fulanas transformadas en demonio, apuntándolas con la Glock.
Simplemente desapareció de debajo de ellas para aparecer a su lado. Cosas de ser
un ángel caído. Ellas eran feas, él rápido. Les metió tres balas a cada una, en
el torso, asegurándose de alcanzar el corazón, lo cual las dejaría inertes
durante un tiempo, pero sin matarlas. Inmediatamente, con la precisión de un
cirujano y la experiencia del que ya ha estado en una situación así en muchas
ocasiones, se agachó y se giró en dirección al guardaespaldas, quien por
supuesto se había tirado a por sus armas. Cuando puso la mirilla sobre él, ya
había cogido y cargado una de sus pistolas y estaba levantándola para
dispararle. En un caso así no podía dudar ni permitirse el lujo de ser piadoso;
sólo tenía tiempo para un disparo, y tenía que ser definitivo. Tiró del gatillo
y los sesos del guardaespaldas salpicaron la pared y las mesas que estaban tras
él. Ése no se levantaría más del suelo; pero volvería en otra vida, años
después, con otro rostro y otro nombre. Que otro se ocupara entonces de él.
La escena había durado menos de cinco segundos, y todos los presentes en el
local se habían quedado petrificados. A Morel lo enojaba considerablemente el
haber tenido que usar su arma, y más porque se había visto obligado a liquidar
a un tipo, cosa que no le hacía ninguna gracia. Fue necesario, pero nunca
resultaba agradable. Y tendría que dar parte de lo ocurrido; ya no era una mera
detención rutinaria. Odiaba la burocracia. Por otro lado, también le molestó no
haber visto venir lo de las fulanas. Su objetivo llevaba consigo dos Súcubos, y
él no se había dado cuenta de que formaban parte de su escolta, junto con el
eslavo.
–Me estoy haciendo mayor, joder –musitó.
En el suelo, las dos mujeres se retorcían de dolor, con sus rostros vueltos
a la normalidad. Eran muy guapas las dos, pero en ese momento sus caras estaban
terriblemente contraídas y pálidas. En cualquier caso, de momento no supondrían
ninguna amenaza; Morel mandaría a alguien para encargarse de ellas. Él tenía
otra cosa más importante de la que ocuparse.
Cruzó la cortina y pasó al reservado, donde un ridículo hombrecito se
encogía en un asiento del rincón, como si así pudiera pasar desapercibido.
Decir que era un hortera sería hacerle un favor: llevaba un caro traje de lino
gris perla con una horrorosa camisa estampada de corazones, sin corbata, muy
abierta, y con cadenillas de oro colgando sobre el pecho. También llevaba
muchos anillos de oro en los dedos. Su cara recordaba a un roedor; era un tipo
vil, pensó Morel nada más verlo, vil y patético, de esos a los que les encanta
hacer dinero pero no han nacido para saber gastarlo.
–¿Qué tal, Moznik? –le dijo, pero el tipo no contestó. Estaba muy
asustado–. Oye, no me ha gustado ese comité de bienvenida que me has preparado.
Ha sido un poco hostil. Tu chico está muerto, por cierto; no sé si te
importará. Supongo que no mucho, ¿o me equivoco?
Moznik parecía mareado, como si se fuera a desmayar de un momento a otro.
–¿Vienes a matarme?
–No seas gilipollas. Vengo a detenerte. Tu guardaespaldas seguiría con la
cabeza sobre los hombros si no hubiera echado mano a su pistola, así que ya
sabes, no intentes jugármela.
–¿A detenerme? Pero...
–Sí, y vale ya de cháchara. Son otros los que decidirán qué hacer contigo.
Eso no es asunto mío.
Diciendo esto, Morel desenganchó de su cinturón una gruesa argolla de acero
de una pulgada de grosor. Con un movimiento de muñeca, la desdobló en las dos
argollas superpuestas que en realidad componían la primera, aunque nada las
unía salvo el propio metal, que parecía líquido. Obtuvo así un cepo de manos
que podía resistir incluso la fuerza de un caído normal. Desde luego,
resistiría la de Moznik, que era bastante enclenque. Éste, en cuanto vio el
cepo, hizo un gesto de negación.
–Puedo ofrecerte mucho dinero si me dejas irme. Dinero, o lo que tú
quieras. Estoy muy bien relacionado.
Morel sonrió.
–¿Dónde estás muy bien relacionado, en Croacia? Desde luego aquí no, y si
vuelves a intentar sobornarme te vuelo las pelotas. Duele muchísimo mientras
crecen otra vez. Según me han contado, vaya.
Hizo un gesto con la pistola para que Moznik metiera una mano en una de las
argollas. Éste lo hizo con resignación. Morel guardó entonces su arma en la
funda sobaquera que llevaba y sostuvo el cepo mientras el croata metía la mano
en la otra argolla. Éstas, flexibles, se ajustaron a sus muñecas, y adquirieron
consistencia sólida. Las muñecas de Moznik quedaron a diez centímetros la una
de la otra.
–Quedas detenido por importar ilegalmente material antiguo prohibido en
este territorio. Queda confiscado todo lo que lleves encima y cualquier
propiedad que tengas en dicho territorio. Serás puesto a disposición de la
Autoridad de Madrid, por la que serás interrogado y que decidirá si debes ser
juzgado según lo establezca nuestra Ley.
En cuanto dijo estas palabras, cacheó a Moznik. Sólo llevaba su cartera, un
juego de llaves normal y, aparte, una llave suelta en otro bolsillo. Se guardó
todo en la americana y le dijo que le sería devuelto cuando la Autoridad lo
considerara oportuno. A continuación, puso una mano sobre el hombro de su
detenido y lo guio hacia el exterior del local, pasando entre la clientela
silenciosa y frente a un colérico pero igualmente silencioso Ahmed, al que le
acababan de arruinar una noche –como poco– de negocio. Moznik miró a sus
guardaespaldas, retorciéndose las unas en el suelo sobre sendos charcos de
sangre, muerto el otro más allá, y estuvo a punto de desmayarse. Morel tuvo que
sostenerlo de un brazo cuando le flaquearon las piernas. Se dirigió de pasada a
Ahmed, para decirle:
–Y tú y yo ya hablaremos. Habéis dejado entrar con armas al escolta de un
perseguido por la justicia. Esto os va a pasar factura, no pienses que no.
Ahmed se limitó a apretar los dientes.
–Pero eso será otro día. De momento, esperad a que llegue el equipo de
limpieza.
El matón del recibidor les abrió la puerta, sin decir tampoco nada. Morel
hizo esperar un momento a su prisionero mientras echaba un vistazo fuera; no
convenía llamar mucho la atención en cuanto estuvieran en la calle, entre los
mortales. Por lo menos, tenía que asegurarse de que no hubiera policías. Un
tipo con unas argollas de acero en las muñecas hubiera despertado su
curiosidad. Como no había nadie en ese momento que pudiera comprometerlos,
cogió a Moznik del brazo y lo hizo salir. Afuera sólo había gente de fiesta, y
algún que otro borracho ya a esas horas. Ellos no llamaban especialmente la
atención.
–Vamos. Tenemos que llegar hasta mi coche. Está en un aparcamiento próximo.
No hagas nada raro o ya sabes cómo vas a terminar. Estoy autorizado para ello;
no te creas demasiado importante.
De camino, por las calles peatonales llenas de bares y gente en las puertas
conversando animadamente y bebiendo cervezas y vinos, Moznik le dijo
lastimeramente a Morel:
–Lo que he hecho no es ilegal. Bueno, supongo que sí lo es; pero lo hace
mucha gente, no he hecho nada especialmente malo. Hay un complot contra mí.
Tenía que verme con alguien de la ciudad, un miembro importante de vuestra
comunidad, y no ha aparecido. Esto es una trampa.
–Nada de eso es de mi incumbencia. Me han dicho que te detenga, y es todo
lo que voy a hacer.
Siempre decían lo mismo. Siempre pretendían justificarse, defender su
inocencia e intentar que se apiadara de ellos. ¿Qué esperaban, que los soltara?
¿O era simplemente una forma de expresar su angustia al verse capturados? Le
daba igual; él hacía su trabajo, y punto. Así funcionaban las cosas. Que
no hubieran violado la Ley.
Siguieron caminando hasta el aparcamiento subterráneo donde Morel tenía su
coche, perdidos entre la multitud del centro. Había un gran ambiente esa noche.
Como todas las noches en la ciudad.
La ley de los caídos © D. D. Puche & Grimald Libros, 2017.
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