¿Prefieres que nadie sufra en la sociedad, o un sistema que garantice que nadie se libre de sufrir? Ésta es la idea que está detrás de este relato.Estás en THE HELLSTOWN POST, página literaria dedicada especialmente a la fantasía, el terror y la ci-fi. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes colaborar en una u otra siguiendo estas indicaciones. Si no quieres perderte nada (libros, relatos, podcasts, etc.), suscríbete en este enlace y recibirás nuestra newsletter. © 2019 The Hellstown Post.
Relatos | Fantasía, humor negro
EL DÍA DE LA JUSTICIA
Puede que un sorteo no acabe con los problemas de un país, pero los hace más llevaderos
© D. D. Puche 2019, vía SafeCreative
España estaba hecha un
cisco. El trabajo era cada vez más escaso y precario, los sueldos más bajos, la
gente estaba más necesitada, y la infelicidad aumentaba cada año. Pero esta situación
contrastaba con la vida de algunos que no tenían problemas ni carencias, que
vivían en casas de ensueño, tenían todos los lujos a su alcance y, en fin, se
lo pasaban muy bien.
Les presentaré a los
primeros: eran los llamados “trabajadores” (operator famelicum), que
cada día que pasaba estaban más y más puteados y descontentos con todo. Los
segundos ‒un placer conocerlos‒ eran conocidos como “empresarios” (avarum saurus), los
cuales se quedaban con prácticamente todos los beneficios que producía el
trabajo de los primeros, y así, vivían de maravilla gracias a ellos. Sin embargo,
no se lo agradecían.
Enormes y preciosas
casas, varios cochazos, relojes carísimos, joyas y arte, viajes de ensueño… los
empresarios tenían ‒y de sobra, además‒ todo aquello a lo que los trabajadores no podían acceder.
Éstos se limitaban a admirar su nivel de vida en las revistas y en programas de
televisión. Era como si los empresarios viviesen en otro mundo, pero no: su
mundo estaba aquí al lado. ¿Qué los separaba, entonces?
Resultaba extraño que algunos
lugares, por ejemplo, un antiguo palacete construido siglos atrás, o una hermosa
playa privada, fueran sólo para los ricos, y que los pobres no pudieran entrar.
¡Si se habían duchado después del curro! ¿Por qué sencillamente no rompían el
cordón imaginario que separaba sus mundos y accedían a la burbuja de
comodidades de las que disfrutaban los empresarios? Pero no; la propiedad privada
de esas cosas era absolutamente inviolable. De hecho, los cimientos de la
civilización no eran ‒como se decía‒ el derecho o la ética; ni las sagradas instituciones
religiosas, ni la familia; no. Parecían ser, más bien, el que esas cosas
estuvieran reservadas a muy pocos. Unas cosas
que, de haber sido compartidas, hubieran hecho que todos estuvieran más
contentos. Así habrían ido más a gusto a trabajar. Pero la propiedad es más
importante que la vida.
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Y… tenía que pasar. Los
tumultos empezaron a sucederse, uno tras otro, cada vez peores. Los pobres, los
currelas, querían tocar a más en el reparto social y, sin embargo, les daban
cada vez menos. Tan sólo las migajas de la riqueza que ellos mismos producían.
Mientras tanto, los empresarios se quedaban cada vez más tajada, y más, y más,
para vivir mejor, y mejor, y mejor.
Las revueltas, al
principio manifestaciones laborales pacíficas, se fueron convirtiendo en verdaderas
batallas campales. Los innumerables grupos de trabajadores, protestando en las
calles, eran imparables, y pronto la economía del país empezó a resentirse. Los
trabajadores fueron los primeros en notarlo, pues como no tenían nada, al dejar
de recibir su exiguo salario se vieron muy pronto acuciados por las necesidades
más básicas. Los empresarios, en cambio, tenían un colchón mucho mayor para
resistir, pero comprobaron que sus cuentas de beneficios, que eran lo único sagrado
para ellos, iban menguando por la inactividad. Además, que las masas enardecidas
de pobretones rompieran las verjas de sus mansiones, saltaran los muros y se
metieran dentro, tampoco les hacía gracia.
La situación se
recrudeció muchísimo, porque nadie estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, y
los políticos, cuando vieron cómo se torcía todo, se fueron de vacaciones al
extranjero. Pero, en la hora más oscura, cuando todo parecía perdido, y el país
iba a colapsar económicamente, unas mentes preclaras lo resolvieron todo de un
día para otro.
En primer lugar, se hizo
un nuevo censo de la población, dividiéndola en dos categorías a las que
llamaron “amos” y “esclavos”. A los trabajadores no les hizo mucha gracia que los
llamaran “esclavos”, y a los empresarios “amos”, pero bueno, sólo se hacía
explícita la realidad. La proporción
era de un amo por cada cien esclavos, aproximadamente. Se aseguraron de que todo
el mundo estuviera en una lista u otra, sin ambigüedades. De lo contrario, el
plan no funcionaría.
Y en segundo lugar,
crearon el Sorteo. Lo llamaron así porque era como la lotería. Se metían en el
ordenador los nombres de todos los amos, y el programa, de forma totalmente
aleatoria, sacaba un nombre. Esto se haría una vez al año.
¿Y qué le pasaba al amo (empresario)
cuyo nombre salía en la pantalla como el Elegido? Pues que lo ejecutaban en la
plaza pública.
Al principio, como era de
esperar, hubo algunas reticencias. No todos los amos parecían estar de acuerdo.
Pero como los esclavos aceptaron el Sorteo a cambio de abandonar las protestas
y volver a sus miserables trabajos y sus miserables vidas, todo el mundo acabó reconociendo
que era la mejor solución.
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En su segundo caso juntos, la Dra. Jenkins y el Dr. Sinclair se ven envueltos en una investigación sobre seres del Antiguo Egipto. La exposición del tesoro de un período desconocido, en el Museo Arqueológico de la ciudad, se convierte en una peligrosa aventura cuando las momias resucitan y siembran de terror y muerte las calles. Los doctores tendrán que detenerlas antes de que acaben con todo el equipo de arqueólogos que las sacaron de su eterno sueño, a los cuales están cazando. Para ello deberán poner en riesgo su propia vida y entrar en contacto con un desconocido horror milenario. El universo de Jenkins y Sinclair crece con renovadas dosis de misterio y terror, además de sus característicos toques de humor y elementos steampunk. Segunda entrega de la serie Jenkins & Sinclair. Investigadores de lo sobrenatural.
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Para que todo funcionara con las debidas garantías, se formaron comités y auditorías ‒en los que participaban amos y esclavos‒ encargados de supervisar la transparencia del proceso, sobre todo para vigilar que ningún nombre fuera eliminado del del censo y pudiera escapar del azar justiciero. Algunos amos, muy cucos, propusieron medidas como que el día de celebración del Sorteo fuera cada 29 de febrero… Pero no colaron.
¿Y funcionó este sistema?
Vaya que si funcionó. La paz social se reinstauró de inmediato. Los esclavos seguían
siendo esclavos, y los amos, amos, pero todos asumieron su papel en el cruel
engranaje social; de hecho, en torno a este evento se levantó una tremenda
expectación. La gente vivía para él.
Se decidió que el Sorteo
se celebraría cada 24 de diciembre, para comenzar bien las fiestas, y la
ejecución se llevaría a cabo al día siguiente, en Navidad. Ya desde el primer
año, esta fecha empezó a ser rebautizada por el pueblo como el Día de la
Justicia.
Los primeros años, las
ejecuciones se hicieron en la Puerta del Sol de Madrid ‒con una amplia cobertura mediática‒; pero, tras cinco ediciones, en las demás regiones empezaron
a reclamar su parte de la diversión. Y así, el Día de la Justicia fue rotando
de provincia en provincia, para mayor gloria del país y su nueva estabilidad.
Otra cosa curiosa fueron
los métodos de ejecución empleados. El primer año se dejó decidir al Elegido ‒pues el procedimiento aún estaba en pañales‒, y eligió la soga. Pero en los años siguientes esta cuestión
se sometió a un referéndum nacional, que se repetiría cada año, siempre dos
meses antes de la ejecución. De este modo, se pasó de la horca a la guillotina,
y de ésta a la silla eléctrica, y después al garrote, y al año siguiente a la
inyección letal, y al otro, de vuelta a la horca… Pero el método que lleva más
años practicándose, el favorito de la ciudadanía, es la guillotina, el mayor
instrumento de justicia de la historia de la humanidad. Ver separarse la cabeza
del cuerpo siempre es un éxito de público y crítica.
No obstante, según aumentaba
la miseria de los esclavos, y aumentaba la riqueza de los amos ‒porque eso no cambió‒, el Día de la Justicia fue
resultando insuficiente, hasta el punto de no poder mantener la paz social. Por
eso se pasó, tras casi dos décadas, del Sorteo anual a otro mensual. Y así, se
empezó a ejecutar a un empresario cada fin de mes, hasta un total de doce al
año ‒aunque el de diciembre siguió siendo el más
popular y celebrado‒. Hubo movimientos
cívicos que pedían que fueran cincuenta y dos al año, a razón de uno por semana;
pero se estimó que eso sí podía afectar a la salud económica de la
nación, y se rechazó.
De esta forma, los pobres
trabajadores siguieron soportando año tras año penalidades y sufrimientos,
sabiendo al menos que de vez en cuando a un rico le tocaría pagar. Las ejecuciones
son muy efectivas para calmar los ánimos. En cuanto a los empresarios, con tal
de mantener sus privilegios, asumieron que un buen día podría tocarles. Era poco
probable, pensaban, tanto como que te toque la lotería, así que todos
consintieron. Si ésa era la forma de apaciguar el país y mantener sus
ganancias, bien estaba. El riesgo era mínimo. Y, en todo caso, la propiedad
es más importante que la vida.