LA ZONA EXTERIOR (cap. 1)

Lee el primer capítulo de la novela Espacio Colonizado I. La Zona Exterior (D. D. Puche), que iremos publicando por entregas hasta su edición final como libro. La exploración de un universo completo que conjuga elementos de ópera espacial, ciencia ficción dura y ciberpunk.



Novela >> Ciencia ficción 

LA ZONA EXTERIOR (cap. 1) 

Primera parte de la trilogía Espacio Colonizado


Por D. D. Puche
Publicado en 28/02/21
 





«En la Zona Exterior, más allá del Espacio Seguro,
los exploradores y colonos, privados de los estándares
técnicos de la época, viven en condiciones de supervivencia
muy duras que podrían describirse como una “conquista
de la frontera”. Hay asentamientos tan aislados del
resto de la humanidad que empiezan a desarrollarse
socioculturalmente de formas totalmente divergentes».

 

>>>LUCIUS KRYLOV, Historia de la Periferia,
xm1ar/pqrt112sa86zn448u5st/ref.578




1/ UN ENCUENTRO IMPREVISIBLE



Escuchó la voz resonar en su cabeza.
«Zaid, como no regreses rápido nos vamos a ir sin ti».
«No tengáis tantas prisas. Si yo he estado aquí fuera cinco horas, vosotros podéis esperar cinco minutos más».
Eran las costumbres de Zaid, de quien decían que era un bohemio. Aprovechaba cada salida al exterior ‒eso sí, sólo cuando el trabajo estaba terminando‒ para quedarse absorto, mirando el infinito. Una vez, Alex le preguntó si veía algo ahí fuera, o si esperaba verlo. Zaid se quedó mirándola, sonrió, y se dio la vuelta sin decir palabra. Era raro, desde luego, pero eficiente, así que el resto de la tripulación lo aceptaba con sus peculiaridades. Y allí estaba, en ese momento tan inoportuno, contemplando las estrellas.
‒¿Pero qué coño verá ahí fuera? ‒preguntó retóricamente Beth, masticando una pastilla de sinthex mientras observaba a Zaid en el exterior por una pantalla.
«¡Zaid, a ver si entras ya de una puta vez y podemos irnos!», exclamó Jian, visiblemente enojado, y se volvió hacia Beth, en el asiento de al lado:
‒Hemos perdido un maldito día por culpa de esto. No vamos a llegar ‒añadió, negando con la cabeza. Su preocupación no era para menos: Imrahil ya les había advertido sobre otro incumplimiento de contrato. Estaban en la cuerda floja.
‒Llegamos de sobra, no tienes de qué preocuparte. Todavía estamos dentro de los márgenes.
‒Primero hay que comprobar que la reparación ha funcionado, diga lo que diga la matriz. Verás como falle algo más.
‒Que no, hombre; Zaid y Meena hacen muy buen trabajo.
‒Meena ya entró, ¿no?
‒Sí, estará quitándose el traje.
‒Tengo que hablar con ella. A ver si éste se deja de misticismos y entra de una jodida vez. No lo dejaremos aquí, pero lo voy a dejar en tierra en cuanto lleguemos a Oderon ‒lo cual, por supuesto, era imposible, por más que lo repitiera a menudo.
Jian se levantó del puesto del copiloto y salió del puente. Beth se quedó allí, mirando a Zaid a través de la pantalla mientras mascaba el sinthex. Le aliviaba los dolores causados por el fuerte golpe en la espalda que se había dado dos días antes en la bodega, descargando células de hidrógeno. Ya sentía bastante dolor, pese a la transdérmica que le puso Alex, como para dejar que se le contagiaran las preocupaciones de Jian. Llegarían a tiempo; no le convenía pensar otra cosa. Todo estaba ya bastante tenso en Oderon como para cagarla otra vez. Mejor no darle demasiadas vueltas a la cabeza.
Mientras Zaid terminaba de despedirse de Dios, o lo que quiera que estuviera haciendo ahí fuera, Beth volvió a revisar el panel de diagnóstico en la pantalla central. Todos los sistemas estaban en verde, salvo el SMP; no parecía haber más problemas. Habían perdido el sensor de masas primario, pero los dos auxiliares funcionaban perfectamente. Eso sí, habían tenido que cambiar varias planchas del casco externo; más las reparaciones definitivas que tendrían que hacer a su llegada a puerto. O sea, menos margen de beneficios. Menuda racha llevaban, pensó. Apenas amortizaban cada viaje. Más valdría que las cosas cambiaran pronto; no podían permitirse seguir así más de dos meses, o tendrían que empezar a vender órganos o extremidades. ¿Cuánto le darían por un riñón?, se preguntó.
«Zaid, ¿entras ya o enciendo los motores contigo fuera?», dijo a través del enlace neural, aunque esta vez sólo para que la oyera él; lo pensó, más bien.
«Ya voy, ya voy…»
La avería tuvo que producirse antes de que saltaran al hiperespacio. Algún pequeño impacto durante el trayecto hasta el punto de salto; algo del tamaño de un grano de arena ‒si hubiera sido mayor lo habrían advertido‒ impactaría contra el casco e hizo una microbrecha, que se abrió después. Eso afectó al SMP, hasta que éste empezó a fallar, pero la matriz no lo detectó al principio; cuando advirtió el mal funcionamiento, los sacó del hiperespacio en el acto, para evitar cualquier peligro. Y eso pese a los sensores secundarios; era el protocolo estándar. Ahora, eso sí, tendrían que seguir el viaje con ellos, lo cual incrementaba las posibilidades de error en un uno o dos por mil. Demasiado, cuando sabes lo que eso significa. Y ella lo entendía; por algo era la piloto. Los sensores de masas son vitales cuando se salta al hiperespacio. Cualquier cosa que te alcance a velocidades supralumínicas te vaporiza en el acto, así que tienes que detectarlas a millones de kilómetros en cuestión de décimas de segundo. De lo contrario, viajarías a ciegas, lo cual resultaría imposible. El salto mejor calculado no puede tener en cuenta todas las contingencias que surgirán.
Fuera como fuera, tenían el SMP tocado y habían tenido que cambiar más de tres metros cuadrados de casco con placas de monocarbono. Cinco horas estacionarios en mitad de ninguna parte. O, para ser más exactos, en mitad del sistema Kihara, según decían las cartas de navegación. Un sitio perdido, a dos tercios del camino entre Vera y Oderon, que todavía estaba a varias decenas de años luz de distancia. Casi dos días de trayecto todavía. Y eso, con Jian fuera de sí. Iban a ser dos días insoportables. Y encima, con ese maldito dolor de espalda.
Miró los sensores de barrido. En aquel sistema no había nada; no había nadie. Una estrella clase M y dos planetas no aptos para la vida. No debían de tener ningún recurso valioso, porque no había ni siquiera una colonia minera. Nada de nada. Aquello era un lugar yermo y aburrido del que esperaba poder irse cuanto antes. ¿Dónde coño estaba Zaid? ¿Había entrado ya? 


Del mismo autor

 

JENKINS & SINCLAIR
LA MÁQUINA DE ATWOOD
Navidad de 1896. Amanda Jenkins, una eminente profesora universitaria, recibe una carta póstuma de su viejo mentor, el Dr. Atwood. En ella relata unos hechos terribles acerca de una ominosa máquina que ha construido para el malvado barón Hoffmann. Si no la encuentra a tiempo y detiene su puesta en marcha, la ciudad de Port Heaven podría estar en peligro. Puede que hasta el destino del mundo se juegue en los siguientes días. Para ayudarla, Atwood le sugiere a la Dra. Jenkins que busque al Dr. Sinclair, un viejo compañero de estudios, que resultará ser mucho más que un simple erudito. Juntos, reconstruirán los últimos días de vida de Atwood para resolver el misterio que encierra su máquina. Jenkins & Sinclair. La máquina de Atwood es una novela que aúna el horror lovecraftiano con elementos steampunk y un toque de humor, en la que una pareja de científicos se enfrenta a unos poderes que van mucho más allá de su compresión de la realidad. Primera entrega de la serie Jenkins & Sinclair. Investigadores de lo sobrenatural. >>Haz clic en la portada para abrir la muestra de lectura.
 
D. D. Puche
Grimald Libros
147 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9781792641787
ISBN (digital): 9780463138274

 

Papel (8,60 €)


Digital (epub) (2,99 €)
 
Papel/Kindle
 

Zaid cerró la escotilla exterior y se agarró a la barra mientras pulsaba el botón de la exclusa. Ésta empezó a llenarse de aire, hasta que la luz se puso en verde y, con un chasquido, la compuerta hexagonal se abrió. La cerró tras de sí y volvió a pulsar el botón, que se puso rojo de nuevo. Tiró del cierre del casco, que dejó escapar un leve silbido antes de recogerse en el compartimento a su espalda.
«Joder, ya era hora, Zaid», escuchó decir a Beth a través del neuroenlace. «Ahora vas a tener dos días para escribir toda la poesía que quieras».
Zaid era inmune al sarcasmo de sus compañeros. Los compadecía, incluso, por su falta de emoción ante las cosas. No eran capaces de percibir la belleza, la armonía que estaba por todas partes. No creían en nada, y por eso no veían nada.
«Me pondré a ello cuanto antes. Gracias por la sugerencia», se limitó a responder, sin necesidad de abrir la boca. Le bastó con pensarlo y ya estaba en la red interna.
«Hazme saber tus resultados», replicó Beth.
Entendía su mal humor, así que no quiso juzgarla. No se debe juzgar a los demás, especialmente cuando sufren, y Beth lo estaba pasando mal últimamente. Estaba muy tensa. Todos los estaban; el capitán, el que más. No era de extrañar: últimamente no les salían trabajos buenos, y apenas completaban el ciclo después de pagar las tasas portuarias, los impuestos y la deuda con el Gremio. Por no hablar del mantenimiento, al que había que sumar el coste de esta reparación, una vez en tierra. El comercio estaba cada vez más difícil en la Periferia, sobre todo desde que estalló el conflicto entre el Principado de Holfsdorf y la Mancomunidad de Wang. Llegaban pocos suministros decentes del Interior y la inseguridad cada vez era mayor; los piratas ya se atrevían a asaltar naves en las rutas principales. Llevaban más de dos años así, y nadie ponía orden. Las estructuras sociales y económicas de la Periferia se estaban deteriorando rápidamente, pues ninguna autoridad era suficientemente fuerte allí como para imponerse, y la ley que no se hace valer no es ley. Por eso ellos tenían que desviarse cada vez más de las rutas principales, ahora muy peligrosas, y que en todo caso daban pocos beneficios; intentaban hacerse con encargos más difíciles, en sistemas secundarios y terciarios. Algo bastante arriesgado, puesto que allí ya no quedaban puestos de la Guardia Naval. Era como volver a los tiempos de la Exploración. Los tiempos de la Frontera. Pero ahora el peligro ya no era el espacio, la inmensidad vacía y aterradora. Eran sus pobladores, a menudo mucho peores.
Se quitó el traje espacial, apoyándose en el soporte y dejando que el robot auxiliar le retirara las placas superiores y el equipo de reparación, mientras él se quitaba por sí mismo los guantes y las botas. Los dejó colocados en el soporte, vio que el de Meena ya estaba en el suyo, y subió una cubierta por la escalera de mano, hasta la zona común. Atravesó el salón, cogió una manzana del frutero y se dirigió al puente. Allí estaba Beth, sola.
‒Una vez más, un trabajo impecable ‒dijo, según entraba, y le dio un sonoro mordisco a la manzana.
‒Todo da positivo ‒respondió ella sin mirarlo siquiera; seguía atenta a la pantalla‒. Pero hay que reiniciarlo y pasar los test de arranque. Llevará cosa de una hora, y Jian está que se sube por las paredes… ¿Cuánto tiempo crees que aguantará la reparación?
‒Si es por aguantar, lo que haga falta. El monocarbono podría tirarse ahí toda la vida. O hasta el siguiente impacto, claro.
Entonces ella sí que se giró y lo miró, enarcando las cejas.
‒No he querido decir nada con eso ‒respondió él, levantando las manos‒. En cuanto a los sensores secundarios… bueno, te digo lo mismo, pero claro, tenemos menos alcance. Así que el primario hay que cambiarlo cuanto antes.
‒¿Hay que cambiarlo entero? ¿No es reparable?
‒No. Está hecho polvo. Y suerte que el objeto no penetró más; podría haber llegado al casco interior, y entonces estaríamos hablando de otra cosa muy distinta. Bueno, no estaríamos hablando, seguramente.
‒Habrá que cruzar los dedos de aquí a Oderon.
‒Confiemos en el destino. Hay que ser optimistas.
‒Sí… en el destino…
‒Tampoco podemos hacer mucho más, aparte de eso. 


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En la cubierta intermedia, en la popa de la nave, Jian y Meena se encontraban al lado de la compuerta de seguridad que daba acceso a Ingeniería, el Reino de esta última, o sus Aposentos, como también llamaba a la sección. Llevaba el mono desabrochado y abierto hasta la cintura, según su costumbre. Allí hacía calor.
‒Mi trabajo aquí es velar por el rendimiento de la nave y la seguridad de la tripulación, Jian… ‒le contestaba en ese momento.
‒No, la seguridad de la tripulación es el mío, Meena; el tuyo es la integridad de la nave. Son dos cosas distintas.
‒Pues mejor me lo pones: lo que me estás pidiendo amenaza la integridad de la nave. Y por ello mismo, la seguridad de la tripulación. No hay una cosa sin la otra.
‒Vamos, Meena, ¿cuántas veces no has forzado el reactor? Sólo necesito que me des un poco más de potencia. Con cero dos puntos podríamos incrementar la velocidad un siete por ciento y tendríamos unas horas de margen muy valiosas. No podemos permitir que falle nada, ya lo sabes. Otra vez no. No quiero pensar en las próximas cuarenta y ocho horas como una contrarreloj. Podríamos ahorrarnos ocho.
Meena se sentía entre la espada y la pared. Sabía que Jian tenía razón, pero no quería ser ella quien pusiera en práctica semejante medida. La ponía ante una responsabilidad que no quería asumir.
‒Sabes que hago lo necesario en cada ocasión, Jian ‒le respondió‒. Y sí, he forzado el reactor en ocasiones. Pero no es lo mismo hacerlo durante unas horas que durante casi dos días de tránsito. La cámara de fusión podría sobrecargarse; o puede que no aguante la refrigeración… Y sabes que si pasa cualquiera de ambas cosas, el reactor se desconecta automáticamente y nos lanza de vuelta al espacio normal, estemos donde estemos, con los generadores auxiliares, que sólo dan para el soporte vital. Y entonces sí que íbamos a llegar tarde. Lo que tardasen en rescatarnos. Días o semanas, dependiendo de dónde cayéramos.
‒Ahora mismo, estoy dispuesto a correr ese riesgo. Los pros superan a los contras.
‒¿Estás seguro? Me parece una decisión precipitada.
‒Mira, Meena, sé que te tomas tu trabajo muy en serio, y te respeto por ello. Pero yo también tengo que tomarme muy en serio el mío. Y hay peligros dentro de la nave, pero también fuera de ella. Las horas que hemos perdido con esta parada se suman a los retrasos que ya llevábamos. Y la entrega no se puede demorar. He dado mi palabra y tengo que cumplirla.
‒Tu palabra no puede estar por encima de nuestras vidas, Jian.
‒¡Joder, Meena, de mi palabra dependen vuestras vidas! ¿Es que no me estás escuchando? No me juego el cuello yo con esta entrega, nos lo jugamos todos. Estamos bajo una advertencia; si llegamos tarde, estamos acabados.
‒No me jodas, Jian ‒replicó Meena, con cara de creciente preocupación según avanzaba la conversación‒; pero, ¿qué llevamos ahí abajo?
‒No quieras saberlo. No te hace falta.
Meena no pudo ni quiso contestar a eso.
‒Tal y como lo pintas, ¿no sería mejor no ir a Oderon, si vemos que no llegamos a tiempo?
‒Eso sería lo mismo que huir con la mercancía de Imharil; ¿es lo que propones, Meena? ¿Robar a Imrahil? No tendríamos galaxia suficiente para escondernos de ese cabrón, lo sabes perfectamente.
‒De verdad que no entiendo cómo hemos llegado a esta situación.
Jian la miró con pesar.
‒La vida. La puta vida. ¿Me darás esos cero dos, Meena?
‒Sí. Te los daré. Pero bajo tu responsabilidad. No respondo del reactor.
‒Así me gusta. Seguro que aguanta.
‒Esperemos que sí. Tendré que estar todo el trayecto despierta, supervisándolo, por si acaso.
‒Lo que consideres necesario. Pero hazlo.
Echó a andar por el corredor, en dirección a las escaleras, pero se detuvo para decirle:
‒Como pase algo más en estas cuarenta horas, me ahorco de la grúa de la bodega.

 

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En la bodega, el gran vientre de la nave que ocupaba la mayor parte de la cubierta inferior, Alex contemplaba a Jacko deambular entre los contenedores anclados al suelo ‒algunos de ellos conectados al suministro de energía de la misma‒. De vez en cuando, con gran curiosidad, se paraba ante uno y lo olisqueaba, antes de perder el interés y seguir dando vueltas en dirección al muelle de carga. Alex lo miraba distraída, mientras escuchaba música a través del neuroenlace; estaba desconectada de la conversación, pero recibiría cualquier comunicación dirigida explícitamente a ella y, por supuesto, cualquier orden dada por el capitán. No obstante, llevaban diecisiete horas estacionarios y no parecía que nadie fuera a necesitar sus servicios; si eso, al subir se pasaría a echarle un vistazo a Beth y le suministraría más analgésicos y estimulantes.
Estaba apoyada en la barandilla de la pasarela superior, intentando seguir con la cabeza el impredecible compás de la música aleatoria, mientras pensaba en lo aburrida que era esa vida. Había esperado más emociones al comprar su participación en la tripulación; creía que en la Flota Mercante vería mundos exóticos y tendría una vida excitante, con todos los alicientes que escaseaban en Saint-Vrain. No es que quisiera vivir peligros, pero sí al menos tener experiencias; ver y hacer cosas que fueran dignas de contar. Y, de momento, lo más memorable había sido pagar cuotas y hacer más trabajo ayudando en las tareas de carga y descarga que como médica. Apenas llegaban a un planeta y hacían las entregas o recogidas, ya estaban saliendo para el siguiente, de modo que no tenía mucho tiempo de ver nada; ni siquiera de empaparse del ambiente portuario, de conocer a gente de sistemas lejanos, muy distintos al suyo. Y su contacto con el Interior era prácticamente nulo, cuando ésa había sido una de sus principales expectativas: que a bordo de esa nave tendría la oportunidad de salir de la Periferia y conocer territorios más cercanos al Centro. De momento, todo le estaba resultando muy decepcionante. Y ahora estaban varados allí, en el sitio más aburrido del Espacio Habitado; como había ido comprobando, en la existencia de los comerciantes casi todo eran horas y horas de espera, largos días en los que no había nada que hacer, interrumpidos por los puntuales momentos de llegada a un planeta donde lo que ocurría no era mucho más apasionante. Y pensar que podría tirarse muchos años a bordo… se deprimía sólo de pensarlo. Cada vez tenía más claro que había cometido un error al unirse a aquella tripulación. Eran buena gente, no tenía nada contra ellos; el ambiente por lo general era bueno ‒aunque no en las últimas semanas‒, pero se daba cuenta de que ese modo de vida no era para ella. Aspiraba a algo más, aunque no tenía claro a qué.
Vio al perro levantar la pata trasera sobre uno de esos contenedores azules y grises del fondo, cuyo olor le habría resultado especialmente sugerente, y decidió, con pereza, bajar al fondo de la bodega, tamborileando con los dedos en el pasamanos de la escalera. Como luego encontrara cualquier rastro orgánico, el capitán se pondría hecho una furia, y el ambiente ya estaba lo bastante tenso. Así que Alex se acercó adonde el perro había hecho sus necesidades, sacó el espray y roció el charco. Esperó unos segundos, moviendo una pierna al ritmo de la convulsa música, y entonces arrancó del suelo y del contenedor la superficie gomosa y desinfectada formada por el rociado. Se acercó al destructor de residuos de la bodega, lo abrió con un pie y echó la goma al interior. Ocuparse del perro era, con toda seguridad, lo más parecido a una aventura que le había deparado su último año y medio como tripulante de un carguero; no era eso precisamente lo que se imaginó al despedirse de su familia y amigos en Saint-Vrain.
‒Jacko, ven aquí. Venga, vámonos. ¡Jacko!
Entonces había empezado a llevar un diario; registraba los recuerdos más memorables en soportes HK para poder revivirlos después. Tenía la idea de montar con los mejores de ellos una historia, que se imaginaba excitante y llena de acción. Algo de lo que su gente estaría orgullosa, cuando les fuera enviando entregas al planeta natal. Pero ese diario estaba prácticamente vacío, y lo que había en él no se lo enseñaría a nadie. Resultaba tedioso, y cuando había ocurrido algo ‒como el abordaje de la patrulla de la Guardia Naval cerca de Brimm, o aquella entrega tan incómoda en Horemal‒, no tenía lo que se dice un gran valor narrativo; la realidad siempre es más fea y anticlimática de lo que exige cualquier buena historia. Aquello no valía ni como anécdota. Y grabar sus experiencias recogiendo meadas de perro no le iba a dar un gran giro dramático a su relato. En esa nave nunca iba a pasar nada. Nada. Pensó otra vez en los años que tenían que pasar para obtener el derecho de reventa de su participación, y sintió un gran agobio. Iba a desperdiciar sus mejores años en aquella maldita nave roñosa. Se moriría de aburrimiento.
«Todo el mundo a la cubierta superior», escuchó de repente decir a Jian por el neuroenlace, interrumpiendo la música. «Os quiero en el salón ahora mismo. Ya». 


Del mismo autor

 

EL EVANGELIO DIGITAL
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Quince relatos de diversos géneros (ciencia ficción, fantasía, misterio, terror, sátira, noir) que continúan el intento, iniciado en Galaxia errante, de dar forma narrativa a una reflexión sobre el mundo actual y, en general, sobre la condición humana. Pura literatura de ideas. >>Haz clic en la portada para abrir la muestra de lectura.
 
D. D. Puche
Grimald Libros
227 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel):  9781092946445
ISBN (digital): 9780463211199

 

Papel (10,50 €)


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Alex salió del montacargas y atravesó, precedida por Jacko, que se le adelantó, el segmento de pasillo que conectaba con el salón de la zona común. Allí estaban todos ya reunidos, de pie, al lado de la mesa. Jian tenía el ceño fruncido y estaba mirando algo en una hojapantalla; se le notaba más crispado incluso que horas antes, lo cual ya era decir mucho. Beth estaba comentando algo con Meena; como siempre, la primera gesticulaba mucho con las manos y la segunda la miraba, circunspecta y cruzada de brazos, con la mitad superior del mono bajada hasta la cintura. Ziad estaba a lo suyo, con aspecto afable. Jacko se fue inmediatamente hacia él, y el gran hombretón, sonriente, se puso en cuclillas y le rascó la cabeza al labrador.
‒Bueno, ya estamos todos, Jian ‒dijo Beth tras unas últimas palabras a Meena, que asentía con aspecto serio.
El capitán le echó otro vistazo a la hojapantalla plástica antes de lanzarla sobre la mesa. Al caer sobre su superficie y quedar ligeramente adherida, su contenido se proyectó tetradimensionalmente sobre ella, de modo que todos pudieron visualizarlo. Era un diagrama de un sistema planetario, en el que se veían, indicados en diferentes colores, unos vectores de aproximación.
‒Bueno, ¿qué pasa? ‒preguntó Alex.
‒Que por fin vas a tener algo para tu diario ‒le dijo Meena; ella abrió mucho los ojos al oírlo. No sabía si eso era bueno o malo, pero sonaba más bien a lo segundo.
‒Beth, ¿quieres repetirlo ahora que estamos todos? ‒dijo Jian.
‒Claro. Como sabéis, hace cosa de una hora Meena y Zaid terminaron la reparación del casco. Todo parece estar en perfecto estado, aunque tendremos que seguir el trayecto con los sensores de masas secundarios. Bien, para eso hay que reiniciar el sistema de navegación y someterlo a unos test de arranque, sin los cuales la matriz no puede calcular un nuevo salto, de modo que…
‒Beth… ‒la interrumpió Jian.
‒Ya llego, ya llego, déjame contarlo a mi manera ‒contestó, haciendo expresivos gestos de manos‒. La cuestión es que, mientras pasaba el protocolo de reinicio, los sensores de barrido han detectado casualmente un objeto que se nos aproxima.
‒¿Un objeto? ‒preguntó Zaid, quien por fin parecía interesarse por la conversación, así que dejó de jugar con Jacko‒. ¿Y por qué os ha llamado la atención?
‒Es pequeño, más que la Perséfone. Al principio me pareció que era un meteoroide solitario, basura de este sistema. Pero no parece natural; tiene una alta concentración de metales, y otros materiales, en proporciones que parecen indicar manufactura. Todo apunta a que es de origen humano.
‒¿Una nave? ¿Una sonda? ‒preguntó Alex.
‒No estamos seguros, pero parece que no. Se trata de algo artificial, pero no emite señales de ningún tipo. Ni transpondedor, ni baliza de emergencia, ni por supuesto comunicaciones por ningún canal; y no se detecta actividad electromagnética ni térmica destacable. No tiene firma alguna. Sea lo que sea, está muerto. Quizá sean restos de un naufragio. Y no sería reciente, claro.
‒Mierda ‒fue la respuesta de Alex.
‒Sí ‒dijo Meena, asintiendo con cara de circunstancias‒. Tenemos la obligación legal de certificarlo y, si es posible, de rescatar los cadáveres a bordo, o cuanto menos comprobar sus identidades y extraer toda la información relevante de su matriz.
‒Y, en nuestro caso, de remitirla al Gremio, que hará las gestiones oportunas ‒dijo Jian.
‒Vaya ‒dijo Zaid‒. ¿Y cuánto tiempo…?
‒Demasiado… ‒lo interrumpió Jian, visiblemente molesto.
‒Se nos aproxima siguiendo una órbita en torno a la estrella menos excéntrica que la nuestra ‒explicó Beth‒. Dada su posición y su velocidad actuales, si permaneciéramos estacionarios tardaría seis horas en pasar a unos treinta mil kilómetros de nosotros, momento a partir del cual empezaría a alejarse en dirección al centro del sistema.
‒Y, por supuesto, no vamos a permanecer estacionarios ‒añadió Jian‒; vamos a interceptar el objeto de forma inmediata. Podríamos alcanzarlo en poco más de una hora, mientras el sistema de navegación termina de calibrarse, hacer el registro lo más rápidamente posible, y saltar al hiperespacio con lo que tengamos.
‒¿Llegaremos a tiempo, con este desvío? ‒preguntó Zaid.
‒Tenemos que hacerlo ‒contestó el capitán, mirando a Meena significativamente.
‒Habrá que apretar un poco el reactor ‒dijo ésta tras unos segundos en que todos la observaron fijamente.
‒¿Durante cuánto tiempo? ‒preguntó Alex.
‒Hasta Oderon ‒respondió.
‒Qué bien… ‒comentó Zaid, con los ojos clavados en el suelo‒. Menos mal que he tenido la oportunidad de salir una última vez al espacio.
Todos lo miraron con desánimo.
En la proyección tetradimensional, procedente de la matriz inteligente de la Perséfone, se veía el punto rojo parpadeante que representaba el objeto. Un encuentro imprevisible, cuyas probabilidades de darse eran remotísimas, que se sumaba a su avería y que les haría perder todavía más tiempo del poco que les quedaba para llegar a Oderon y hacer la entrega. Era lo último que podían esperarse, y lo peor que podía ocurrirles en ese momento.




Sigue leyendo…
Capítulo 2 de La Zona Exterior



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