LA NOCHE DESVELADA (I)

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La noche desvelada
Un relato de insomnio, ansiedad y misterio
 
 
Daniel y David Puche Díaz [+info]
21/7/2023
 
 
  
 
I

Alicia sufre insomnio y sale por las noches a caminar para no volverse loca. Pero a esas horas, para una noctámbula como ella, la ciudad parece totalmente otra, y sus calles están pobladas por unos misteriosos y turbadores personajes...

 
 
Como todas las noches, me adentro en la ciudad laberíntica, abigarrada, caótica, que parece moverse a mi alrededor para atraparme, como si fuera algo orgánico. La ciudad tiene intenciones, lo noto como un olor o un cosquilleo en la piel; quiere algo de mí, pero no sé el qué. Sea cual sea su propósito, me lo oculta. Lo único que tengo claro es que no será bueno para mí.
Siempre la misma rutina: me acuesto lo más tarde que puedo para así tener más sueño hago tiempo hasta las doce o la una tragándome un concurso en la tele, o mirando vídeos en las redes, o chateando con gente a la que normalmente ni conozco, y consigo dormir una hora o dos; pero entonces me despierto con tal lucidez que sé que no volveré a coger el sueño. Lo he intentado todo: infusiones para dormir, pastillas, métodos supuestamente infalibles sacados de tutoriales de internet, o simplemente emborracharme. Pero es imposible. Tengo los ojos abiertos de par en par, como los de un búho, y el pulso alto, como a cien, y plena conciencia, y nada en el mundo me hará dormir otra vez. No importa la postura que coja, o los ejercicios de respiración y relajación que haga, o las vueltas que dé por la habitación, o el vaso de leche caliente con miel que me preparo en la cocina común. Nada. Ni siquiera los sedantes que me mandó el médico sirven para nada; no hablemos ya de las tisanas de mejorana y tila, o cualquier otro remedio casero. Nada me funciona, no tengo ni pizca de sueño, y empiezo a ponerse nerviosa y a desesperarme. Y al final hago lo que hará ya cosa de un año descubrí que era lo mejor: si no puedes dormir, lo mejor es echarte a la calle y quemar esas horas deambulando por la ciudad.
Cuando es tan tarde, todo luce totalmente diferente. A las tres, cuatro, cinco de la mañana, caminando sin rumbo fijo, devorada por el insomnio que me impide descansar, pero sin estar tampoco plenamente despierta, el mundo adquiere un halo grisáceo de irrealidad. Se ve fantasmagórico, casi como en una película de terror clásico, aunque no haya ninguna amenaza aparente. Pero el caso es que intuyo que sí la hay, aunque no sea nada concreto, ningún asesino en serie que vaya a salir de repente de un callejón con un cuchillo en la mano, ni nada por el estilo. No hay nada en particular que resulte amenazador y, sin embargo, todo lo es, aunque de forma sutil e insinuante. Algo no es como debiera ser, y lo peor es que no entiendo ni siquiera el tipo de amenaza que eso pueda suponer. No me parece un riesgo físico, sino más bien mental; algo que podría, tal vez, arrastrar mi alma a alguna región desconocida; algo capaz de volverme loca irremediablemente. Y eso, sea lo que sea, se adivina que está por todas partes, viéndome, escuchándome, oliéndome.
Aun así, lo acepto, pese a la inquietud que me produce, a pesar del miedo larvado que empieza a dominarme lentamente. Porque eso, por desasosegante que resulte, me hace sentirme viva; en cambio, quedarme en la residencia, atrapada por el insomnio, es como estar muerta. Y huyo de eso a toda costa, de esa mano gélida que me acaricia en las infinitas noches sin sueño.
Lo más llamativo de la ciudad, a esas horas, con los ojos cerrándose, pero sin alcanzar el ansiado descanso, es que no parece haber nada recto, nada perfectamente vertical: las formas se comban, todos los ángulos se vuelven agudos, describiendo una geometría imposible. Desde que salgo de la residencia de estudiantes, las mismas calles perfectamente normales que recorro cada día se vuelven ondeantes, como serpientes, aunque su oscilación es tan lenta que me hace dudar de lo que percibo; quizá sea sólo una impresión, un efecto óptico o algo así. Si me quedo mirándolas fijamente, el movimiento parece detenerse. Pero en cuanto dejo de vigilarlas, la sensación de que oscilan retorna. Asimismo, las farolas apenas arrojan luz a su alrededor; es como su la noche fuera más espesa y les costara atravesarla. Todo se ve mortecino, tétrico, como si intentara ocultar sus extrañas mutaciones, y parece llenarse de pliegues y escondrijos donde se agazapan cosas desconocidas. Qué clase de cosas exactamente, eso no lo sé. Pero ninguna de ellas se deja ver a la luz del día, de eso tengo una certeza absoluta; y difícilmente se puede confiar en lo que se esconde así del sol. En cuanto a otras luces, como las de los semáforos o los comercios cerrados, se comportan de un modo extraño, como parpadeando irregularmente, casi como si emitieran una especie de código pulsátil en un idioma desconocido. Por su parte, las fachadas de los edificios insinúan alabeos, meciéndose ante mí al pasar frente a ellos, cuales gigantes observando a una intrusa que no debería estar ahí. La sensación de lo inhóspito es omnipresente, está en cada pequeño detalle, en cada objeto, en cada elemento de esa tramoya barroca concebida por un escenógrafo perverso.
Y todo esto por no hablar de los personajes con los que me cruzo de vez en cuando. Dios mío, esos personajes…
Son como sombras que vagan de un lado para otro sin aparente intención; los colores de su piel y sus ropas son apagados y monótonos, como una escala de grises y marrones; y en cuanto a sus rostros… es como si no tuviesen, aunque no sé explicarlo bien… sus facciones se muestran desdibujadas, inexpresivas, borrosas; en realidad sí que las tienen, pero nunca las veo bien, no las distingo, tal vez a causa de mi constante somnolencia. Pero carecen de vida: esos paseantes nocturnos no interaccionan como lo haría alguien normal. No toman ninguna iniciativa, se limitan a reaccionar pasivamente a lo que hago yo, como si estuvieran controlando mis movimientos. No muestran emoción alguna, y se limitan a realizar acciones básicas, como autómatas con instrucciones muy sencillas. A veces van solos, incluso entre multitudes que se entrecruzan caóticamente, en una especie de parodia siniestra del tráfico diario; pero a veces forman grupos que se mueven al unísono, como hojas arrastradas en remolinos por el viento. Cuando es así es peor: resultan más turbadores, parecen estar conspirando contra mí; escucho un continuo cuchicheo entre ellos, un susurro leve, pero perfectamente audible, que poco a poco termina taladrándome los oídos. Nunca oigo lo que dicen, pero sé que hablan de mí, que contemplan mis actos cuando salgo a la calle a esas horas, como si yo no pudiera estar allí y vinieran a recordármelo. Me dan miedo, me producen gran ansiedad, así que huyo de ellos cuando empiezan a juntarse a mi alrededor, cosa que ocurre siempre que me detengo mucho tiempo en un mismo lugar. Y entonces se quedan inmóviles, cuchicheando, siguiéndome con sus rostros planos, pero sin perseguirme, hasta que se congreguen de nuevo a mi alrededor.
Sin embargo, no todos los que me cruzo en mis noches insomnes son así; también me topo con gente que parece real, con gente como yo misma, otros noctámbulos que se echan a las calles a horas intempestivas para huir de sí mismos, de aquello roto en sus mentes que amenaza con destruirlos. Y no es tan extraño: de vez en cuando me encuentro con otros solitarios cuyos ojos me corresponden; me devuelven la mirada, y tal vez incluso alguna palabra que otra. Gente que está tan sola como yo y no teme que se le note.
No sé si me estaré haciendo entender. La noche tiene sus propios habitantes: hay toda una fauna nocturna que tienes que aprender a distinguir si no quieres meterte en situaciones desagradables. Están, para empezar, todos los que trabajan de noche, hasta altas horas de la madrugada, como los policías o el personal de limpieza y basuras o los camareros de bares de copas. Es gente corriente y moliente, que duerme de día y de noche se ve perfectamente normal, aunque cansada. Con éstos no hay ningún problema, a no ser que te lo busques tú.
Luego están esos enigmáticos personajes oscuros que describía antes, esos seres que sólo existen de noche, que la luz del sol parece que obliga a esconderse durante el día, quién sabe dónde. Éstos son, propiamente hablando, los habitantes de las tenebrosas horas en que todos duermen; y no sé hasta qué punto son reales o, simplemente, productos de mi agotamiento debido a la privación del sueño, o de la medicación que tomo, o de mis problemas mentales. Sólo aparecen, normalmente, cuando no hay nadie real presente, ningún otro ser humano de carne y hueso; ante la presencia de éstos, se esfuman rápidamente. Son algún tipo de personificación de la noche insomne, y como tales me perciben: saben que estoy ahí, errando por las calles vacías cuando debiera estar durmiendo, y me siguen y hostigan como si quisieran echarme. Me asustan mucho y hago todo lo que puedo por evitarlos, aunque de momento no es que me hayan hecho nada. Pero temo que tarde o temprano lo harán. Lo presiento. No están ahí por causalidad.
Y, por último, están los que son como yo. Los noctámbulos. También es gente de carne y hueso, con rostro y voz propia, con características personales, con una entidad específica; en esto no se distinguen del barrendero o del taxista o de quienes vuelven de fiesta a las tantas, camino de una cama que los recibirá con los brazos abiertos, porque ellos pueden dormir. Pero sí se distinguen en otra cosa, que tienen en común conmigo: se les nota de lejos que son caminantes sin sueño, insomnes que huyen de la soledad de una cama, de una habitación, de una casa donde pegar el ojo es imposible y la ansiedad y sentimientos muy oscuros y retorcidos amenazan con poseerte. Por eso se echan a la calle, desesperados, huyendo del miedo a sí mismos, a sus demonios interiores, que son peores que cualquier otra amenaza.
Son exactamente como yo, eso salta a la vista. Hay algo sombrío en su expresión; no soy capaz de describirlo, pero es como si fuera una marca. Nos reconocimos fácilmente entre nosotros, los no-durmientes, los que tampoco podemos recuperar de día el sueño perdido por la noche, y estamos a base de pastillas y café y bebidas energéticas para no caernos por los suelos, para poder mantenernos en pie y rendir lo suficiente que es muy poco en el trabajo o los estudios, o simplemente para relacionarnos como si fuéramos normales y eso es peor todavía con nuestras familias, amigos y compañeros. Porque no dormir te destroza, te impide vivir, y eso se transparenta muchísimo. Lo llevas escrito en la cara y se refleja en todo lo que haces y dices. Va asociado a patologías mentales y a disfunciones sociales. Estamos enfermos; podría decirse que llevamos, como antiguos condenados en prisión, nuestra sentencia grabada a fuego en cada pequeño gesto. En algunos casos son muchos años de condena a ese sinvivir, a ese exilio de la vida y de los demás, los cuales nunca nos entienden; en otros casos es una cadena perpetua, un presidio crónico, de por vida, sin redención posible. Y en algunos, es simplemente una pena de muerte, porque la tentación de acabar con todo siempre está ahí: las pastillas o la cuchilla resultan tentadoras cuando todo parece mejor alternativa que seguir arrastrándose penosamente como un muerto en vida, sin energías ni motivación alguna. A menudo, varios intentos fallidos lo atestiguan; y una mirada ya muerta advierte de que habrá más.
Es con una de estas insomnes con quien me crucé hace pocas noches en una salida nocturna. Como cualquier otra noche, me desperté súbitamente, con el pulso elevado, la respiración agitada y la sensación inconfundible del torrente de adrenalina inyectándose en mi torrente sanguíneo: estaba a punto de darme un ataque de ansiedad. Es lo que, de hecho, me había arrancado del efímero sueño de apenas una hora. Y para no volverme loca o empezar a gritar o a llorar, hice lo de siempre, seguí la única rutina que me sirve en estos casos: me vestí rápidamente y me eché a la calle.
A esas horas, los pasillos de la residencia universitaria Virgen del Camino, en la zona de Vicente Aleixandre, estaban desiertos, y tampoco había nadie en la recepción, aunque se habían dejado encendido un ordenador. Salí a la calle. La temperatura era buena, porque corre el mes de abril y las noches empiezan a ser muy agradables. Pero eso no hacía la noche más acogedora, pues todo lo demás mostraba ese característico perfil deformado e irreal de las noches en vela. Eché a caminar en dirección a Cuatro Caminos, un barrio bastante más urbano, por la avenida de la Reina Victoria, y cuando los edificios empezaron a ser más altos y hubo menos árboles a medida que me alejaba de la Ciudad Universitaria, vi a los primeros hombres sin rostro que se giraban hacia mí desde la acera de enfrente, conscientes de mi presencia. Todavía eran pocos y estaban dispersos, así que los ignoré y apreté el paso.
Pero al llegar a la glorieta de Cuatro Caminos me encontré con lo que parecía un cónclave; había una multitud de ellos errando estúpidamente, como perdidos, y comenzaron a girarse hacia mí y a venir lentamente en mi dirección. Me sobresalté mucho y doblé a la derecha para salir por Bravo Murillo. Y fue entonces cuando apareció ella. No sé de dónde salió; casi chocamos de frente y, tan nerviosa como yo estaba, se me escapó un pequeño grito. Pero el caso es que ella levantó una mano, y me pareció ver un fugaz resplandor, y de repente la masa de sombras que me seguía retrocedió y se volvió por donde había venido.
Nos quedamos allí, las dos solas en la fresca noche, bajo unas farolas suavemente inclinadas como árboles moribundos que iluminaban tétricamente las fachadas de Bravo Murillo, las cuales parecían respirar y vibrar lentamente. Y antes de que yo pudiera darle las gracias o decir cualquier cosa, ella me miró fijamente a los ojos, se me adelantó y dijo:
Vaya, tú también eres una desvelada, como yo. Hacía tiempo que no me cruzaba con ninguna nueva. ¿Cómo te llamas?
 
 

 
 
  
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