EL PASTOR Y EL DRAGÓN
Una fábula de la Antigüedad Oscura
16/6/2024
Ocurrió una vez, en aquellos
tiempos en que los viejos dioses todavía se dejaban ver y oír por los mortales,
que Brogo, el hijo de Druso, pastor de Pilos, cerca de Mesenia, mató con su
honda a una mantícora que estaba diezmando sus rebaños de cabras desde hacía
semanas. La horrible criatura, con cabeza humana, cuerpo de león y cola de
escorpión, descendía por las noches desde un monte próximo, en cuyas cuevas se
escondía, y causaba estragos entre los animales; pero una noche Brogo la esperó
escondido entre su rebaño y, cuando la mantícora atacó, le hendió la cabeza de
una pedrada.
Eso encolerizó a la diosa Hera,
esposa de Zeus, que había engendrado en soledad al monstruo; para ella, la vida
de unas miserables cabras no valía lo mismo que la de su excelente hija,
concebida a espaldas de su cónyuge gracias al fruto de las malvas recogido en
una noche de luna llena. Aquel insignificante mortal, un vulgar pastor, había
dado muerte a la que nació de sus entrañas, y debía pagar por ello. Así que lo
maldijo, a él y a su pueblo, para que todos supieran que la venganza de un dios
siempre es terrible, y que no se puede escapar de ella, pues cuando no alcanza
a quien busca, se ceba en sus seres queridos.
De modo que todo Pilos se vio
arruinado por el desquite de Hera, que lanzó sobre él tres males con el
beneplácito de los demás dioses, los cuales disfrutaban de las muertes
ocasionadas como de un espectáculo organizado en su honor. Y así, la colérica
diosa primero envió una manada de leones que se comieron el rebaño de Brogo, y
muchos otros, dejando a los habitantes de la región sin carne que comer, ni
leche que beber, ni lana con que vestirse. Y cuando esta calamidad concluyó,
Hera, cuyo afán de revancha era inagotable, le pidió a su hijastro Apolo que
enviara una enfermedad a Druso, el venerado padre del pastor, quien murió poco
después entre horribles dolores y lamentos, y fue llorado tanto por su familia
como por todos los habitantes de Pilos, los cuales lloraron mil lágrimas porque
era un hombre generoso y justo que siempre fue respetado por todos. Y parecía
que no cabían mayores penas hasta que la temible madre de dioses, cuya ira
todavía no remitía por el agravio sufrido, mandó una plaga de langostas que
asoló los campos y dejó a todo Pilos sin alimento, con lo que sus habitantes pasaron
los peores infortunios y se vieron obligados a comer hierbas y ranas para
subsistir. Por ello, aunque sus conciudadanos habían apoyado a Brogo hasta ese
momento, porque consideraban que su causa era digna de respeto, a partir de
entonces le dieron de lado y no quisieron tener ningún trato con él, ni lo
aceptaron en sus casas ni en sus comercios, pues temían a Hera y no querían
estar enemistados con ella. Y, de este modo, su venganza iba cobrando forma.
Pero aún no era suficiente para
ella, pues seguía odiándolo por la muerte de su hija y tenía que llevar su
venganza más lejos todavía. Así que hizo venir, desde las lejanas montañas del
norte, a un monstruo a cuyo furor destructivo el humilde pastor no podría
enfrentarse, a un dragón cuya boca era como la entrada de una oscura caverna;
cuyos dientes eran como espadas de hierro; cuyas escamas eran como los escudos
de una falange en formación. Aquella criatura aterradora no tenía rival ‒hasta los dioses la temían‒,
y, en cuanto llegase a Pilos, engulliría a Esmirne, la amada del desdichado
pastor, como si fuera un cordero, y de este modo ‒ya
sin lugar a duda‒, el insolente mortal conocería
el dolor que anegaba a la diosa, y entendería al fin que la impiedad de los
hombres nunca queda sin el peor de los castigos.
Mas las montañas estaban a gran distancia, y el vuelo del pesado
dragón era lento, y tardaría todavía dos días en llegar a la región de Mesenia.
Y entonces el dios Único, la Mónada sagrada a la que Druso había adorado ‒pues conocía sus Misterios, que sólo se transmitían de boca
a oído de los iniciados, privilegio que correspondía también a su hijo Brogo‒, intervino para equilibrar la situación y que reinara el
Orden. Brogo, que sólo conocía los ritos externos del Misterio, enseñados desde
la infancia por su piadoso padre, fue una vez más al pequeño templo en mitad
del campo donde tantas veces había orado para que el dios Benévolo lo
escuchara; hasta ese momento no lo había hecho, pero en esa ocasión fue
diferente, pues todo tiene su tiempo y responde a una armonía general de las
cosas que debe preservarse, la cual rompía Hera precisamente con el envío de la
serpiente voladora. Un hombre sabio estaba esperando a Brogo en el sencillo
santuario, sin estatuas ni imágenes de ningún tipo; un anciano ciego al que el
pastor no había visto nunca, pero que se dirigió a él por su nombre en cuanto
entró, y le pidió que lo acompañara, pues una voluntad superior a la suya lo
guiaba y debía escucharla por su propio bien.
Brogo, obediente, siguió al venerable ciego, que se servía
de un bastón para caminar por los polvorientos caminos. Y éste lo condujo hasta
la entrada de una gruta que descendía a gran profundidad, y le dijo que debía
internarse en ella y encontrar algo que, desde siempre, había estado dispuesto
que él encontrara allí, y sólo con lo cual podría cumplir su destino. Brogo no
entendía las palabras de aquel hombre, pero lo respetaba y sabía que debía someterse
a los que son mayores y más sabios, así que le hizo caso y penetró en la
oscuridad.
Descendió por resbaladizas pendientes y por grandes
escalones de roca, alumbrándose con una antorcha cuya luz se reflejaba en los
innumerables cristales que crecían en la caverna. Pronto escuchó el sonido del
agua, y más abajo todavía halló una gran oquedad por la que, efectivamente,
pasaba un pequeño río subterráneo. En mitad de las aguas, que se veían negras a
la luz de la antorcha, se formaba un pequeño islote, y sobre él vio Brogo lo
que le pareció un pequeño altar o pedestal. No sin esfuerzo atravesó aquellas
aguas heladas, que atravesaban las profundidades de la tierra con más ímpetu
del que él esperaba; a duras penas mantuvo la antorcha fuera de ellas, pues si
hubiera llegado a mojarse y apagarse, habría sido su perdición en semejantes
profundidades sin retorno. Pero finalmente logró llegar con la tea encendida al
islote, aunque con las ropas empapadas y el cuerpo helado, y entonces pudo ver
mejor el pedestal de piedra. Estaba bellamente labrado, y sobre él reposaba una
lanza, una sarisa de unos seis codos de longitud, rematada en una afiladísima
hoja de hierro de un pie, ornamentada con unas inscripciones en una lengua que
Brogo ‒que conocía las letras gracias a
su añorado padre‒ no reconoció; pero reflejaban
la luz de la antorcha como si ellas mismas fueran de fuego. El pastor entendió
que esa lanza era lo que estaba buscando, así que, con un temor casi
reverencial, la tomó, y con ella en su diestra, sintiéndose como nunca se había
sentido ‒muy poderoso, como lleno de una fuerza que procedía de fuera de
sí mismo‒, emprendió el camino de salida
de la profunda gruta. Cuando consiguió ascender hasta el exterior, cosa que le
llevó mucho tiempo y un enorme trabajo, cargado con aquella pesada pica y con
la ropa calada, el sabio ya no estaba allí, y Brogo regresó solo a Pitia.
Esa noche llegó a la región el dragón, cuyos horribles bramidos
se dejaron oír en la distancia, despertando a todos y sacándolos de sus casas,
aterrorizados por la devastación que supieron que se aproximaba. Cuando el
monstruo estuvo más cerca y pudieron contemplar a la luz de la luna su serpenteado
cuerpo, a gran altura sobre ellos, se dieron cuenta de sus colosales
dimensiones, y comprendieron aterrorizados que no habría escapatoria a su
furia. Tan sólo el batir de sus alas, cuando sobrevolaba el pueblo, producía un
viento que llegaba a ellos como aviso de la inminente devastación. El dragón
enviado por la vengativa Hera, cuyo nombre era Anaxouranós, daba vueltas en
torno a los confines de Pitia, buscando a la joven Esmirne, la amada de Brogo,
para devorarla de un solo bocado junto a toda su familia.
Pero entonces Brogo salió al encuentro de la serpiente alada
con su antigua y poderosa lanza, y llamó al dragón a gritos, atrayéndolo hacia
sí y retándolo. Estaba muy asustado, pero supo que era el momento que el
destino le había deparado y que tenía que estar a su altura. Y cuando el dragón
se precipitó sobre el heroico pastor en un vuelo picado, con un rugido pavoroso
que hubiera hecho dispersarse a ejércitos enteros, Brogo afianzó la pica en el
suelo con un pie y la sostuvo con todas sus fuerzas inclinada hacia la inmensa
boca de la bestia que se abría sobre él. Al intentar devorarlo, la lanza, una
reliquia de otros tiempos, se clavó en su blando paladar y lo atravesó hasta el
cerebro, y la descomunal criatura cayó muerta al suelo, abriendo un amplio y largo
surco de tierra en éste, como si un gigantesco arado hubiera roturado el campo
para sembrarlo. Y todos, sintiendo tanto asombro como alivio, rodearon a Brogo
y lo aclamaron como el salvador de su ciudad.
Mas la cosa no quedaría así, pues la cólera de Hera no podía
calmarse, y menos aún después de que Brogo derrotara a su dragón. Así que, como
última represalia, la diosa castigó al héroe con una maldición: ya que había
salvado a su amada Esmirne, lo condenó a no tener jamás hijos con ella que
perpetuaran su linaje y el de Druso, que con él se acabaría. Brogo viviría,
pero sería el último de su estirpe, que de este modo se extinguiría. No
obstante, el dios Único quiso compensar este aciago destino, como lo había
ayudado antes al proporcionarle la lanza, y emitió un decreto tan inviolable
como la condena de Hera: «Tu nombre no se perpetuará a través de tu
descendencia, pero vivirá en la memoria de los hombres por siempre jamás,
gracias a tu gesta». Y desde aquel día se conmemora el nombre de Brogo, hijo de
Druso, el valiente pastor de Pitia que mató al dragón, cantado y celebrado como
un gran héroe de aquellos tiempos mejores.
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