CUANDO MIRAS AL ABISMO (cap. 4)
Neo-noir y terror en el Madrid más siniestro
Por D. D. Puche
Publicado en 25/10/21
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Llegué tarde, por supuesto. Lucía tuvo que
esperarme casi diez minutos bajo el cuidado de la profesora, así que me
disculpé con ésta y me llevé a la niña a tomar un helado. No me quedaba otro
remedio que sobornarla para que no le dijera nada a su madre, y de esta forma, además,
haríamos tiempo para que el retraso pareciera más verosímil.
No pude salir antes del trabajo, pero tiene
cojones que el cuarto de hora por la M-40, de Canillas a Vicálvaro, tardara en
hacerlo casi media hora por culpa de unas obras, precisamente esa tarde. No sé
si pasará lo mismo en cualquier otra ciudad europea, pero en Madrid nunca sabes
lo que tardarás en llegar a un sitio. No importa con cuánta antelación salgas.
Yo las llamo “las obras de Schrödinger”; introducen un factor absolutamente
impredecible en la vida. Todo parece estar hecho pedazos y necesitar reconstrucción.
Pero, claro, la obra pública es uno de los motores de la generación de empleo
en este país, por lo cual, sospecho, tienen que romper las infraestructuras, o
simplemente fingir que no funcionan, y así tener una excusa para repararlas,
dar trabajo a una cuadrilla, y de paso firmar una partida de gastos,
seguramente sobredimensionada, de la que se beneficia el contratista amiguete de
turno.
Fuimos a una heladería del barrio, al lado
de casa, a tomar una merienda bien sana; la niña se zampó una gran copa de
helado mientras yo la acompañaba con una pequeña tarrina y le preguntaba por
las cosas que había hecho ese día.
‒¿Está bueno el helado,
cariño?
‒Sí. Toma, papá,
pruébalo.
‒No, gracias, cielo.
Cómetelo tú todo. ¿A que te gusta que hagamos cosas juntos?
‒Sí.
‒Claro. Por eso, mejor no
le digas a mamá que me he retrasado, porque entonces no nos hubiéramos podido
tomar el helado. ¿Entiendes?
Y
Lucía, mi niña, la luz de mi vida, me miraba con sus ojazos pardos y su sonrisa
pura y me entendía perfectamente… Entendía que el helado era el precio de que
no se chivara a su madre, y dejaba claro que accedía a lo que fuera mientras
recibiera su correspondiente compensación. No estaba saliendo lista ni nada, la
niña. Bueno, mejor. No quería criar a una hija idiota. Que fuera entendiendo
que en la vida todo se hace a cambio de algo. Salvo tener hijos, claro. Eso es
lo único que se hace sin esperar algo a cambio.
Pasaba
de las seis de la tarde y Lucía se estaba metiendo un helado más grande que
ella misma, así que luego no iba a cenar, y Ana se pondría furiosa por haberla
llevado a merendar y por haberle dado tanto azúcar. Pero me daba igual;
prefería una bronca por exceso de bondad paterna que por haberme retrasado en
mis obligaciones como progenitor. Si hay que quedar mal, pues coño, que sea por
algo positivo.
Miraba
a Lucía comerse el helado mientras ella miraba a la gente a su alrededor con
gran curiosidad, muy preocupada por los sabores que habían elegido, y me decía mira,
papá, ése se está comiendo uno de tal o cual sabor, que a mí me gusta mucho o
no me gusta nada, y en función de eso parecía clasificar a la gente como
mejor o peor. Me parecía curioso que a esa edad ya se proyecten los propios
gustos sobre los demás, a la hora de dividirlos en grupos. Yo intentaba
combatir esos sesgos que advertía en ella con mensajes muy sencillos, ya se
sabe, las típicas frases de que sobre gustos no está nada escrito y todo eso,
pero no dejaba de parecerme fascinante ver cómo se desarrolla poco a poco una
mentalidad, cómo cobra forma diferenciándose de los demás y tomando partido por
unos u otros en base a nimiedades. Me resultaba imposible no hacer con mi
propia hija lo que hacía todos los días en mi trabajo, y no sabía en qué medida
eso me hacía disfuncional como padre. ¿Se puede criar bien a una hija cuando se
es demasiado consciente de cómo funciona su cabeza? ¿No es eso
contraproducente, no debería ser todo más… ingenuo?
Lucía
tenía entonces nueve años y
estaba en cuarto de Primaria. Era una niña muy despierta, le iba muy bien en el
colegio y se llevaba de maravilla con los demás niños. De todas formas, a esa
edad es difícil que haya problemas. Todo va sobre ruedas, y si fuera por los
padres, por la mayoría de ellos ‒por
mí, desde luego‒,
los hijos se quedarían siempre en la infancia, en esa etapa inocente en que son
tu alegría y tu orgullo. Después todo se complica demasiado; desde luego, con
Lucía, las cosas se torcieron… Aunque, para entonces, yo ya llevaba varios años
sin ser el modelo que tendría que haber sido. Lo intenté, pero… nunca pude ser
el mismo después de aquellos acontecimientos. Incluso indirectamente, no sé hasta
qué punto la cadena de consecuencias resultante terminó afectando también a
Lucía. Lo único que puedo decir es que, hasta entonces, yo lo había hecho bien.
Fui un buen padre.
Se
parecía a mí; físicamente, quiero decir. Había heredado mi cara, aunque era más
fina, más grácil. Eso, y el pelo, de un castaño más claro, lo había heredado de
Ana. El carácter también le venía de ella: era más extrovertida que yo, o por
lo menos más sociable. Era muy espabilada y sabía cómo conseguir de los demás
lo que quería; de mí lo conseguía siempre, desde luego, pero bueno, era la niña
de mis ojos. También le era más fácil perder los nervios que a mí, así como
guardar rencor a la gente con la que se enfadaba, sobre todo a otras niñas. Eso
a mí no me pasa, por lo general; es un rasgo muy de su madre, e intenté
quitárselo a la niña sin demasiado éxito. Hay rasgos fundamentales de carácter
que ninguna educación podrá quitar jamás, digan lo que digan estos pedagogos tan
optimistas de ahora. De mí, aparte de las facciones ‒y la mirada, según decía
la familia‒,
había heredado una cierta circunspección al hablar, que perdía rápidamente ‒yo no‒ en cuanto cobraba
confianza con la gente; eso, y una ligera tendencia a la insolencia con las
figuras de autoridad. O sea, sobre todo con su madre y con los maestros del
colegio; conmigo no tanto, porque yo era el que la consentía. Por eso siempre
intentaba usarme como escudo ante las riñas de su madre, aunque yo, invariablemente,
me ponía de parte de Ana. En esos casos el chantaje emocional no le funcionaba.
Pero en muchos otros sí, por supuesto. Los niños saben jugar con eso a la
perfección.
Finalmente
nos fuimos para casa a pie; el coche ya lo había dejado en el garaje, al
llegar, pero sólo tuvimos que andar unos pocos minutos. No estaba mal, ese barrio
de Vicálvaro. Vivíamos en la zona más nueva de Valdebernardo: una serie de
calles construidas a partir de los noventa, grandes avenidas paralelas con un
bulevar central y muchos comercios. Se habían instalado allí muchas familias jóvenes,
de modo que había bastantes niños en la calle y un buen ambiente en los bares y
terrazas. Era una zona de clase media baja, ni bonita ni lujosa, pero sí cómoda
y segura, y bien comunicada ‒cuando
no había atascos en la circunvalación‒. Uno de esos barrios que son todos iguales,
estén donde estén, que no tienen ninguna seña de identidad clara; estaba en
Madrid como podría haber estado en Valencia o, seguramente, a las afueras de
París. Pero ofrecía una calidad de vida bastante razonable y una familia podía
permitírselo, aunque se atara treinta años a una hipoteca. Más lejos o más cerca
de la ciudad, o una cosa o la otra se pierde, y por eso la gente tiende cada
vez más a irse a estos cinturones alrededor de los grandes núcleos urbanos.
Madrid como tal, o sea, todo lo que está dentro de la M-30, es inhabitable a no
ser que estés muy acomodado. Y, sin embargo, en Madrid están el dinero y el
trabajo. El futuro. Así que, quien quiere criar a una hija y darle un porvenir,
tampoco puede alejarse mucho de la urbe.
Allí,
a Vicálvaro, nos habíamos mudado Ana y yo después de dos años de casados, tras
vivir temporalmente en un apartamento alquilado en Moratalaz. Entonces tuvimos
a Lucía. Esa tarde, Ana estaba esperándonos de un humor no particularmente agradable,
porque se suponía que tendría que haber traído a la niña directamente a casa y
llevaba una hora esperándonos. Yo le había mandado un mensaje avisando de que
nos retrasábamos.
‒¿Dónde estabais? ¿Cómo
es que llegáis tan tarde? ‒le
oí
decir, acercándose a la puerta, antes siquiera de que yo hubiera sacado
la llave de la cerradura.
‒La he llevado a tomar
un helado al salir de la academia ‒contesté, haciendo pasar a la
niña;
yo llevaba su mochila, que pesaba lo suyo.
‒¿Un helado? ¿A estas
horas? Pues a ver quién la hace cenar ahora.
‒Que sí, mujer, que la
niña está hambrienta. ¿Nos ves que está todo el día fuera, entre el colegio y
las actividades extraescolares?
‒Ya. Pues verás dónde
va a terminar el pescado. Si es que…
Le
di un beso, aunque ella puso cara de circunstancias. Saber desconectar es algo
crucial en la vida. Al llegar a casa, tienes que desconectar del trabajo. Lo
dejas en el garaje, como el coche; no puede subir a casa. Nada de obsesionarse
con un caso fuera de horas de servicio. Eso te destroza anímicamente y no ayuda
en nada a la investigación. Y en cuanto sales de casa para ir al trabajo,
desconectas de la familia, de los asuntos personales, de las discusiones e
inquietudes de futuro. Te centras en lo que estás haciendo y te olvidas de todo
lo demás. No todo el mundo puede hacerlo; seguramente la mayoría de la gente no
puede. Yo sí, se me da muy bien. Y me parece la clave para mantener la cordura
en este mundo de locos. Así te ahorras la terapia. No es que me olvidase por
completo de los casos que llevaba; no es que pudiera borrar de mi memoria las
entrevistas que había tenido esa mañana con los del bufete de Martín-Moellendorf; todo eso rondaba
furtivamente mi cabeza y quería asomarse a ella una y otra vez. Pero no le
dejaba cobrar protagonismo, sabía mantenerlo siempre a una distancia
prudencial, sin interferir con otras cosas que requerían mi atención.
‒¿Qué tal te ha ido
hoy? ‒le
pregunté a Ana, en la cocina, tras acercarme furtivamente por detrás y abrazarla
por la cintura. Estaba preparando algo para meterlo más tarde en el horno. Yo, justo
antes, me había asegurado de que Lucía se lavaba las manos y se ponía, en su
habitación, a hacer las tareas que le habían mandado en el colegio. Protestó y
dijo que quería ver algo en el ordenador, pero le dije que ni hablar, que el
helado incluía esa obligación.
‒Ay, déjame que acabe
esto ‒contestó
Ana, pero siguió haciéndolo igualmente; yo no se lo impedía‒. Hoy no ha sido mal
día ‒prosiguió
mientras cortaba cebollas, tomates y pimientos para ponerlos por encima del
pescado‒;
estamos vendiendo muchos paquetes a los institutos, para los viajes de fin de
curso, ya sabes. Esta semana llevamos tres, y sólo con eso ya tenemos una buena
parte de la facturación del mes hecha.
‒Eso está muy bien. ¿Y
adónde van los de hoy?
‒Los de hoy, a Berlín. Es
sota, caballo o rey: o van a Londres, o a Berlín, o a Roma. No suelen pedir
otros destinos. Los de los institutos, digo.
‒Claro. Los profesores
tienen esos viajes ya machacados y quieren ir sobre seguro. No se la juegan,
llevando a varias decenas de adolescentes.
‒Sí, es por eso más que
nada. Los chavales quieren ir a Ámsterdam, pero les dicen que ni en sueños. En
cambio, cuando viene gente de por libre, diversifican mucho más. Se interesan
por Varsovia o Reikiavik. Los institutos no van a organizar un viaje de fin de
curso con cincuenta chavales a Reikiavik, claro.
‒Tampoco tendrían mucho
que hacer allí.
‒No, desde luego que no ‒y se rio.
Mientras
Ana cubría la bandeja con papel de aluminio para luego meterla al horno, abrí
el frigorífico, saqué una botella de agua y bebí a morro.
‒Échatela en un vaso ‒dijo, y me tiró a
la cara un trocito de cebolla que tenía en la mano.
No
le hice caso, terminé de beber y aproveché para echar un vistazo al frigorífico.
‒Hay que hacer compra,
se están acabando un montón de cosas ‒comenté, haciendo un repaso mental de
lo que escaseaba‒.
¿Hay más leche?
‒Sí, hay una caja en el
armario.
‒Voy a hacer la lista
de la compra. ¿O tienes tú una por ahí?
‒No, qué va. Hazla tú,
sí. ¿Y cómo te ha ido a ti la mañana?
Mientras
cogía un boli que andaba siempre por la encimera y una hoja del taco de notas,
le conté muy por encima mi apasionante mañana de entrevistas y de rellenar
formularios.
‒¿Es lo del abogado ese
que ha salido en las noticias? ¿Lo llevas tú?
‒Pues no he visto las
noticias hasta el momento, pero supongo que habrá salido, sí. El de Príncipe de
Vergara.
‒¿Pintaba muy mal?
‒Peor.
‒Madre mía.
Ana sabía que, acerca de mi trabajo, era
mejor que no preguntara mucho. Por eso, ni mostraba más curiosidad sobre el
tema ni yo iba a satisfacerla en ningún caso. Era un acuerdo tácito que se
había respetado durante los once años que llevábamos casados, desde los tiempos
en que yo aún era un subinspector en Seguridad Ciudadana: no hablo nunca acerca
de los casos que llevo. Hablábamos de todo, sin tapujos; y, por supuesto, si me
había ido bien o mal en el curro, si estaba tenso o no, sí eran temas de
conversación. Y le contaba cosas de la Comisaría: chascarrillos varios, y el
ambiente, y oportunidades de ascenso, y quién se liaba con quién, etc.; de todo
eso sí que hablábamos, igual que ella me contaba cosas de la agencia de viajes.
Pero nunca sobre el trabajo policial en sí. Yo necesitaba dejarlo en la puerta,
cada vez que entraba en casa, y ella no necesitaba conocer la sordidez a la que
me enfrentaba. El mundo ya es demasiado horrible como para que te informen con
detalle de sus aspectos más escabrosos; las preocupaciones del día a día de
cualquier persona ya son suficientemente abrumadoras como para añadirles la
mierda que corre bajo el subsuelo de la realidad. A cada cual le importa lo
suyo, evidentemente, que ve como lo más acuciante que hay; pero esas
inquietudes no son nada comparadas con lo que pasa en ese mundo de
alcantarillas rebosantes, con lo que ni siquiera sale en los telediarios. Tenía
que proteger a Ana y Lucía del espanto del verdadero mundo que se arrastraba
bajo ellas; no debían ni atisbarlo. Se suele creer que las grandes cargas
personales se alivian cuando se comparten, pero en este caso no hubiera sido
así; esa carga no se reparte, tan sólo se hubiera multiplicado. Es preciso ponerle
un cortafuegos al miedo. Alguien tiene que llevar esa carga, tragársela entera,
sin repartirla. Es mejor que soporten unos pocos toda esa oscuridad a que
tengan que hacerlo todos; bastante miserable es la vida ya de por sí. Y, en
todo caso, para desahogarse ya están los del trabajo.
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