Quinto capítulo de la novela
Espacio Colonizado I. La Zona Exterior, que iremos
publicando por entregas hasta su edición final como libro. Explora
un universo completo de ciencia ficción que une la ópera espacial,
la ci-fi dura y el ciberpunk.
>>Lee el capítulo 1
D. D. Puche
01/05/2022 © Grimald Libros
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5/ LLEGADA A ODERON
Unas horas después la Perséfone salió del hiperespacio, ya en el
sistema Oderon, lo suficientemente lejos del campo gravitatorio del
planeta y sus efectos de distorsión espaciotemporales, que hacen tan
complicado el tránsito entre aquél y el universo continuo. El tercer
planeta del sistema, Oderon III, era el único habitado, aparte de
algunas colonias mineras y estaciones orbitales en los otros cuatro;
de ahí que dicho planeta, el primero en ser colonizado en ese sistema,
y un importante núcleo comercial del subsector, fuera conocido como
Oderon, a secas. A la tripulación del carguero no le gustaba recalar
allí, a pesar de que no tenía demasiados escrúpulos en hacerlo en
otros sitios de mala fama. Sin embargo, Oderon estaba más allá de lo
que habitualmente se entiende por “mala fama”: era, básicamente, un
planeta regentado por criminales; un enorme mercado negro, y poco más
que eso, donde la compraventa de armas y drogas era lo menos ilegal
‒ilegal en otros sistemas, claro‒ que se podía hacer. Allí se podía conseguir
cualquier cosa si contabas con dinero suficiente o con algo
para un intercambio, y no había autoridad, burocracia ni impuestos que
entorpecieran esa fecunda actividad comercial.
Fundado cuatrocientos años antes como colonia penal y abandonados los
prisioneros a su suerte tras la Guerra de Trevingio, éstos supieron
organizarse y salir de la barbarie inicial para convertirse en la
alfombra bajo la cual otros barrerían su porquería. Existen sitios
así: inmundos agujeros necesarios para que algunos puedan presumir de
su limpieza y transparencia, las cuales pueden permitirse sólo porque
dependen de terceros para hacer lo que no pueden reconocer que hacen.
Oderon era el mundo perfecto para ese blanqueo; sus habitantes eran
descendientes de los supervivientes de horribles cribas, de las
matanzas para poder comer, y luego por el poder a secas, que tuvieron
lugar tras su abandono y posterior bloqueo militar del sistema. De ahí
su famosa crueldad y resistencia, y su ética “de iguales”, basada en
el respeto a las demostraciones de fuerza y carente de toda compasión.
Ésta, como disposición biológica, había quedado prácticamente
erradicada del acervo genético de sus habitantes tras un proceso de
selección extraordinariamente duro, aunque durara sólo unos pocos
siglos. Desde entonces, el gobierno de Oderon, apenas una
confederación con escasas competencias legislativas y ejecutivas, se
limitaba a mantener unos cuerpos armados que protegían el planeta de
agresiones externas y, de puertas a dentro, se ocupaban de cualquiera
que hiciera uso de la violencia hasta el punto ‒y sólo hasta el punto‒
de perjudicar a los negocios. Mientras esa violencia, en forma de
ajustes de cuentas disputas privadas, se practicara a pequeña escala
y de forma relativamente sutil, nadie se entrometía. Cada cual
estaba solo y dependía de sus propias fuerzas; no había otra ley que
la de no entorpecer el flujo del dinero. Era lo único sagrado.
Oderon era el más perfecto ejemplo de un mercado libre en el Espacio
Colonizado; toda una utopía minarquista. En cuanto al Gremio, no
aprobaba esas costumbres y métodos, pero tampoco dejaba pasar la
ocasión de hacer buenos negocios, así que sus relaciones con la
autoridad local ‒con sus correspondientes sobornos y comisiones‒
eran relativamente buenas.
En realidad, Oderon no podría defenderse del ataque de cualquier
potencia vecina mediana. Sin embargo, nadie lo atacaba, ni sus
habitantes vivían preocupados por esa posibilidad: a todo el mundo
le interesaba lo que se hacía en ese planeta que, por lo demás, ni
producía nada ni tenía recursos naturales relevantes. Incluso
interesaba proteger las actividades que tenían lugar allí; si no
quieres que ciertos negocios se lleven a cabo en tu casa, tienes que
procurar que haya otro sitio donde hacerlos.
Tiene que haber lugares como Oderon, alcantarillas que se
tragan la hipocresía y la indecencia de otros.
Tras efectuar las maniobras de aproximación al planeta e
identificarse ante la patrullera que le salió al paso, la Perséfone
inició el descenso. Era una nave del tamaño más grande capaz de
efectuar una penetración atmosférica, lo cual facilitaba mucho el
trabajo y evitaba tener que usar barcazas en cada planeta al que
llegaban. Durante el descenso, Beth se comunicó con el espaciopuerto
de Lubbai, la segunda ciudad del planeta, desde donde Imrahil dirigía
sus operaciones. Poco después, sentado a su lado en el puente, Jian
hizo lo propio y mandó un mensaje al cuartel del traficante para
informar de que llegaban y del hangar que les habían asignado. Tras
dejar los mandos bajo el control de la matriz para que ejecutara el
aterrizaje, Beth reparó en lo tenso que estaba Jian; no es que ella no
estuviera preocupada por la reacción de Imrahil, pero notaba a Jian
excesivamente ansioso. A Beth no le cabía duda de que
conseguirían hacerlo entrar en razón. Al fin y al cabo, traían el
cargamento sin problemas, y con un retraso de sólo unas pocas horas.
No era para tanto.
Desde el punto de vista de Jian, todo era muy distinto. Los demás
podían permitirse esa calma con relación al incumplimiento del
contrato porque no conocían lo suficientemente a Imrahil,
probablemente el mayor hijo de perra de Oderon. En mala hora habían
hecho tratos con él; pero, claro, estaban muy necesitados y tuvieron
que acudir a quien contrata a gente en esa situación, imponiendo sus
propias condiciones… lo cual siempre es peligroso para quien las
acepta. Cuanto más le decían Beth y Meena que se calmara, más crispado
estaba; Jian sabía que Imrahil lo pagaría con él, no con los demás,
como capitán de la nave que era. Serviría de ejemplo para su
tripulación, y para otras. Y conocía ejemplos anteriores.
En una ocasión, un tipo tuvo que deshacerse de un cargamento que
pertenecía a Imrahil al ser perseguido por una fragata de la Guardia
Naval. El tipo en cuestión, acojonado, no sólo renunció a sus
honorarios por el transporte, sino que se ofreció a pagar de su propio
bolsillo un cargamento equivalente. Pues bien, Imrahil aceptó el
dinero, y a continuación hizo azotarlo hasta desollarle la espalda,
por haber perdido lo que era suyo; ahora tenía que molestarse en
comprarlo otra vez. A otro contratista con el que trabajaba
habitualmente y sin problemas, pero del que descubrió que había hecho
un trabajo para un competidor directo ‒y sin que hubiera ningún contrato de exclusividad entre ellos‒, hizo ponerle una bomba en su nave la siguiente vez que trabajó
para ese rival. Y a unos piratas del vecino subsector de Ascalon,
que secuestraron una de sus naves, mataron a dos tripulantes y se
quedaron con la carga, los hizo perseguir durante tres años,
gastándose mucho más de lo que había perdido en ese envío; empleó
una fortuna en pagar a delatores y cazarrecompensas, y cuando al fin
tuvo en sus manos a los piratas, una tripulación de unas quince
personas, se los dio de comer a sus yakals ante unos cuantos
invitados, con los que tenía relaciones comerciales, a los cuales
aprovechó para mostrar su código deontológico. Sus testimonios
serían más valiosos que los negocios que hiciera con ellos:
propagarían por ahí su fama de sociópata que no perdona una afrenta
jamás. El prestigio es la clave en este oficio; nunca se paga
demasiado caro.
Estos pensamientos tan poco halagüeños tenía Jian en mente, según se
aproximaban al planeta y descendían hacia el espaciopuerto de Lubbai.
Por eso casi se le había olvidado, de golpe, todo lo relativo a Brynn.
No dejaba de ser curioso que tener a bordo a una muchacha tan vieja
como una antigua civilización, regresada de entre los muertos y
acompañada de una tecnología totalmente desconocida y potencialmente
peligrosa, le pareciera algo casi anecdótico en ese momento. Pero, en
efecto, en ese preciso momento era la menor de sus preocupaciones. Y
eso a pesar de que era la causa del retraso, incluso después de forzar
el reactor de la Perséfone. Si tan sólo el plan de ofrecerle la
criocápsula a Imrahil sirviera de algo… Pero llovía sobre mojado: ya
tenían un aviso por un contenedor que llegó dañado en una ocasión. Lo
que quiera que hubiera dentro, que debía de ser algo orgánico, llegó
en mal estado, ¡y ni siquiera fueron ellos los responsables! El
contenedor les fue entregado tal cual en el punto de recogida. A Jian
le costó mucho convencer a Smeldev, uno de los hombres de confianza de
Imrahil ‒que fue quien se ocupó de verificar la entrega y pagarles‒, de que ocurrió así; pese a ello, les hizo la advertencia de que
ya no tenían margen de error
con su organización, y por si fuera poco, les pagó sólo la mitad. La
mitad de sus honorarios, ¡por un solo contenedor, de doce que
llevaban! Así se las gastaban en Oderon. Por eso Jian se sentía
tentado de pedirle algo a Alex para calmarse. Pero no lo hizo.
Era el capitán, y tenía que demostrar firmeza. Sin embargo, estaba muy
asustado.
Y lo que más temía no era lo que le pudiera pasar a él, sino que a
los demás también les pasara algo; o que Imrahil decidiera quedarse
con la nave, o quién sabe, quizá destruirla, sólo porque sí. Porque
podía hacerlo. El muy bastardo era tan sádico como impredecible. En
esos últimos momentos antes de la entrega, mientras aterrizaban en el
espaciopuerto de Oderon, en el hangar indicado por la torre de
control, no dejaba de ensayar mentalmente las palabras que le diría a
Imrahil. Con suerte, no sería él quien recogiera la carga; pero eso
tampoco cambiaba mucho la situación, porque sus lugartenientes
actuaban en su nombre con la misma mano de hierro. Desesperado, volvió
a pasar por su cabeza la idea de entregarle la chica y todo lo que
traía consigo. Quizá así no ganaran nada, pero tampoco lo perderían.
En la segunda cubierta, en la sección de mantenimiento, Zaid se
preparaba parsimoniosamente para acompañar a Jian durante la entrega,
como éste le había pedido. Tendría lugar en el propio hangar; los
hombres de Imrahil estaban avisados y vendrían a descargar los
contenedores que habían traído de Vera. Esos nueve contendedores
azules y grises de tamaño medio y contenido desconocido, como siempre.
A
ellos no les importaba lo que transportaran, se limitaban a llevarlo
del punto a al punto b sin hacer preguntas.
Zaid estaba sentado con las palmas de las manos sobre las piernas,
con las luces al mínimo, mientras se concentraba para atender el
momento, para percibir claramente todo lo que ocurriera y responder
de la mejor forma posible. Respiraba lenta y profundamente e
intentaba alcanzar una calma perfecta. Había aprendido que era una
buena actitud llevando ese estilo de vida, sobre todo en el momento
de tratar con gente peligrosa. El trabajo, por lo demás, le gustaba.
Viajaba constantemente por toda la Zona Exterior, conocía una
inmensa diversidad de planetas y gentes, y tenía ocasión de salir
alguna vez al espacio, donde podía experimentar la más pura
sensación de compenetración con el universo. Era la vida desprendida
y libre de ataduras que durante tantos años había deseado, hasta que
logró desatarse de las cadenas de su pasado. Le fascinaba vivir así;
lo que para los demás era sólo un modo de ganarse la vida, para él
lo era de disfrute y realización personal. Sentía que profundizaba
en sí mismo, que aprendía a integrarse cada vez mejor en el Todo.
Qué inmenso acierto fue emplear el dinero que le quedaba, lo único
que había conseguido salvar de su anterior vida prosaica, en pagar
su parte de la nave. Le hacía gracia ‒aunque lo entendía, no lo juzgaba‒
cuando el capitán lo amenazaba con echarlo, con dejarlo tirado en el
siguiente planeta al que llegaran. No sólo sabía que no lo decía en
serio, que realmente no quería hacerlo; es que, en cualquier caso,
no podía. Los cinco tripulantes eran copropietarios de la
Perséfone, iban a partes iguales en gastos y beneficios, con
independencia de sus funciones a bordo. Por eso, la única forma de
echar a cualquiera de los propietarios era el voto unánime de los
otros cuatro y la liquidación del veinte por ciento correspondiente
del valor de la nave, cosa inasumible porque nunca tenían tal
cantidad disponible; estaban permanentemente endeudados, y nada
parecía que fuera a cambiar a no ser que un gran golpe de suerte ‒buena o mala‒
los alcanzara. De momento, todavía estaban terminando de pagar la nave al Gremio,
que adelantaba el dinero a sus miembros si al menos el treinta por
ciento de ellos ‒en este caso, Jian y Beth‒
llevaban más de diez años registrados. Todavía les quedaban quince
años de amortización, y entretanto los beneficios apenas daban para
vivir y seguir volando.
Pero, por mucho que esa vida errante satisficiera sus aspiraciones
existenciales, lo que Zaid nunca pudo imaginarse que llegaría a ver,
ni en sus mejores sueños, era una náufraga milenaria a la que
rescataban de pura casualidad, por una avería en tránsito, y que salía
de su criosueño justo delante de ellos. Las posibilidades de que
ocurriera algo así eran tan remotas que no podía pensar sino en el
destino. Llevaba tantos años esperando un mensaje como ése, algo que
le indicara que iba al fin por el buen camino, que el entusiasmo que
sentía era inmenso. No obstante, intentaba controlarse física y
mentalmente; debía reflexionar serenamente sobre lo que les estaba
ocurriendo y el significado que pudiera tener. Se les estaba revelando
una senda a seguir; se les concedía un propósito para sus vidas. La
existencia azarosa y circular que habían llevado hasta ese momento
concluía y dejaba paso a una línea recta, una flecha que apuntaba a un
blanco. Pero había que desentrañar los designios del Todo, el papel
que ellos debían representar en el gran drama universal.
En ese momento, la joven Brynn, el mensaje que les enviaba el
destino,
estaba en la misma cubierta, al otro extremo del corredor que
conducía al invernadero, junto con Alex, que la acompañaba en todo
momento. Él se había pasado a verla un rato antes y la había
encontrado sorprendentemente mejor que unas horas atrás, cuando
renació de su útero de metal. ¿Se podía decir que era “joven”,
siendo, de hecho, milenaria? En cierto modo sí, pues acababa de
volver a la vida en un mundo totalmente nuevo para ella. Su
experiencia era la de una muchacha de apenas veinte años. Su
renacimiento, más que una metáfora, era algo prácticamente literal.
Y él la había bautizado. Eso creaba un vínculo importante
entre ellos. La cosa no podía estar más clara. Algo importante los
aguardaba. Pero, por su parte, tenía que recibirlo con paciencia y
modestia; no debía dejarse llevar por ningún entusiasmo cegador.
Todo sería como tuviera que ser, con independencia de su voluntad.
Así pues, no había que forzar las cosas. Ya llegarían a su debido
tiempo.
Ahora tenía que centrarse en el presente, y el presente era la
entrega de la carga a la gente de Imrahil. Él estaría junto a Jian,
que estaba muy nervioso. Solía estarlo, era un hombre obsesionado
por el futuro, y de ahí su constante ansiedad. No entendía el
concepto del presente, no lo vivía; una y otra vez dejaba que se le
escapara, siempre pensando en lo siguiente, lo siguiente, lo
siguiente… Y así es como no saboreaba lo que le ofrecía la vida,
sino que habitaba continuamente en el temor. Zaid lo entendía,
porque él había sido así en el pasado, un hombre preocupado,
permanentemente asustado, y por eso había cometido tantos errores…
Afortunadamente, supo romper ese círculo vicioso, salir de él y
empezar a ver las cosas con claridad. La perspectiva es fundamental,
y la perspectiva, al contrario de lo que suele creer la gente, no es
la de “uno mismo”; al contrario, hay que saber
alejarse de uno mismo, verse a sí mismo como a lo lejos, para
comprender. Los propios intereses y deseos son tan parte de lo
superfluo del mundo como las envidias y rencores de los demás; nos
distraen tanto como las frustraciones y los miedos. Quien entiende
esto vive. Quien no, lo sepa o no, muere cada día, vive en la
agonía. Como Jian… Pobre Jian, qué hombre tan atormentado…
Le caía bien, sin embargo. Lo respetaba, porque se hacía cargo de
su tripulación y asumía responsabilidades y riesgos por los demás.
Quería hacer bien su parte, y ésa es una cualidad indispensable en
una persona: uno tiene que amar su oficio y hacerlo lo mejor
posible. Era un hombre del espacio, un navegante; lo llevaba en la
sangre, y ésa era la vida que Zaid, de hecho, había decidido asumir
como propia. Así que lo valoraba como capitán y le sería leal en
todo cuanto pudiera. Y estaría junto a él cuando llegara la gente de
Imrahil. Le apenaba pensar ‒pero intentaba no dejarse llevar por la compasión, que es un
sentimiento tan ofuscador como cualquier otro‒
que probablemente lo matarían. Ciertamente, era injusto, pues él no
había tenido la culpa de la avería de la nave ni del asombroso
encuentro con el bote de salvamento de Brynn. Pero la vida no es
justa ni injusta; es como es. Las cosas vienen y hay que aceptarlas
y seguir adelante. Así que echaría en falta a Jian. Pero tampoco
demasiado; hay que evitar todo apego, toda atadura a las cosas y a
las personas. Porque la existencia es un fluir que nunca se detiene,
ni con la muerte.
En el invernadero, Alex acompañaba a Brynn y grababa en HK recuerdos
de ella y de las breves conversaciones que mantenían; luego los
editaría y los añadiría a su diario. Ese material era iridio puro; su
diario había pasado de no tener apenas nada de valor a tener el mejor
contenido con el que jamás hubiera podido fantasear. Aunque de momento
no sabía qué podría hacer con él; no era algo que pudiera ir enseñando
alegremente por ahí.
La nueva pasajera parecía sentirse a gusto en el invernadero, situado
entre las secciones de mantenimiento e ingeniería, o sea, los dominios
de Zaid y Meena, respectivamente. Aquel segmento de la segunda
cubierta, habitual en naves de ese tamaño ‒las mayores tenían grandes granjas hidropónicas, y hasta jardines y
bosques interiores‒ proporcionaba a la Perséfone alimentos frescos, oxígeno, y, no menos
importante que lo anterior, un toque natural que la humanizaba y la
hacía más habitable en las largas temporadas de navegación a lo largo
de la vacía inmensidad del espacio. Era un elemento importante para la
salud física y mental de las tripulaciones, y así parecía serlo
también para Brynn, que quién sabe cuándo ‒obviando los más de dos milenios de criosueño‒
había visto vegetación por última vez. Si es que la había visto,
claro. «Lo que habrá en esa memoria…», pensaba Alex; era imposible
saber hasta qué punto no había sufrido pérdidas irreversibles, y
cómo podían afectar éstas a la identidad, las capacidades cognitivas
y la cordura de la chica.
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Sin embargo, no daba esa impresión. Más bien al contrario, su
recuperación era increíble en términos médicos. No parecían
quedarle síntomas de la criogenización prolongada, apenas unas
horas después de despertar, aparte de la amnesia. Por lo demás,
estaba perfectamente sana. Después de que saliera de la
sedación que le administró, y de hacerle algunos chequeos, Jian y
ella habían estado hablándole e intentando tranquilizarla, aunque
sin revelarle nada acerca del tiempo que había pasado en el
espacio, por supuesto. Por su parte, Brynn no era capaz de
responder a nada de lo que le preguntaban, pues no recordaba
ningún detalle acerca de su propia identidad u origen; pero, al
menos, se había calmado mucho, respondía bien al neuroenlace, y se
la veía más frustrada que asustada, lo cual era un paso en la
buena dirección. Ya se le habían presentado todos, y no parecía
desconfiar de ellos, lo cual tampoco venía mal; con Alex y Zaid,
de hecho, se mostraba bastante cómoda. También le gustaba estar
con Jacko, que andaba por allí en ese momento, con ellas, moviendo
el rabo alegremente mientras se paseaba entre las dos y a lo largo
de los cultivos, trayendo de vuelta la pelota de goma que se
turnaban para tirarle. Brynn no recordaba haber tenido perro
alguna vez, pero sabía lo que era un perro, y que le agradaban. No
es que fuera una gran pista, pero al menos servía para descartar
planetas de procedencia donde las condiciones de habitabilidad
hacen imposible el tenerlos, así como la mayoría de las estaciones
orbitales, donde no suele haberlos por cuestiones de espacio y
escasez de recursos.
Antes de iniciar la aproximación a Oderon, Jian dirigió los
preparativos previos, que consistieron ante todo en despejar la
bodega para la entrega. Le preguntó a Brynn, a través del
neuroenlace ‒que ya la traducía casi a la perfección, salvo algún error
puntual‒, por el andrómata; quería saber cuál era su función, y cómo
no, si podía hacer que se moviera para sacarlo de la bodega,
pues no había respondido a ninguna palabra o gesto.
Evidentemente, sólo la obedecía a ella. Pero ese cacharro no
podía estar ahí cuando llegara la gente de Imrahil, a no ser que
quisieran tener que responder a preguntas muy inconvenientes
acerca de su origen. Pero Brynn contestó que no sabía lo que era ni para qué servía, que no tenía ningún
recuerdo del mecanoide ‒así lo llamó‒, ni mucho menos consideraba que «eso» fuera suyo; y, desde
luego, no le gustaba en absoluto. «Pues qué bien. Fantástico», fue la
única respuesta de Jian, mientras negaba con la cabeza. Y aun así
los demás no quisieron considerar el artefacto moneda de cambio
con Imrahil, porque, lo quisiera ella o no ‒y estaba totalmente amnésica y confusa‒, le pertenecía.
Tuvieron más suerte con el arcón autotransportado. Meena y Zaid,
que estaban despejando la bodega, habían intentado moverlo hasta
el montacargas, sin conseguirlo; los controles no respondían
cuando intentaban activarlo. Así que hicieron bajar a Brynn, que
vino acompañada por Alex ‒y Jacko, siempre dispuesto a ir a la bodega‒, y
cuando su legítima propietaria tocó los mandos, se encendió en el
acto. De modo que pudieron subirlo a la primera cubierta, y ahora
estaba en la zona común. Pero es que, además, el éxito fue doble:
en cuanto empezaron a trasladar el arcón,
el andrómata al fin se movió, para su sorpresa, y los siguió.
No sabían si cabría en el montacargas, o si éste aguantaría
tanto peso, pero el andrómata se inclinó para entrar y cupo sin
problema. En cuanto al peso, según el indicador del montacargas,
resultó no ser tanto; ambos artefactos debían de estar hechos de
aleaciones bastante ligeras, y aquél pudo con ellos.
Como no había otro camarote libre, de momento Brynn dormiría en la
enfermería. En ningún momento demostró gran interés por sus
pertenencias personales, o sea, por el contenido del arcón, el
cual tampoco reconocía. Casi más animada por ellos, que le decían
que todo eso era suyo y que debía revisarlo, que por propia
voluntad, echó un vistazo a lo que había en el arcón. El caso es
que lo tocó en sendos puntos de sus laterales, donde no había
ningún resorte ni signo visible, y varias bandejas se abrieron
automáticamente, saliendo de los cuatro lados del arcón. Brynn lo
ojeó todo y los demás pudieron ver ‒aunque se apartaron un poco para concederle cierta
intimidad‒
que las bandejas contenían ropa y útiles personales diversos;
pero, tras mirarlos con cierta indiferencia, la joven volvió a
cerrar el arcón con otra leve pulsación, aparentemente
intuitiva, sin coger nada de él. Les llamó mucho la atención que
siguiera con el mono de goma y no quisiera vestirse con otras
ropas. Mientras, allí, justo al lado de la mesa de la zona
común, estaba el andrómata, aparentemente inerte, para inquietud
de la tripulación y de la propia Brynn, que lo miraba de reojo
con recelo.
Fue entonces cuando Alex se la llevó al invernadero, y allí la
muchacha se sintió claramente más relajada. Alex aprovechó para
seguir haciéndole preguntas que pudieran arrojar alguna luz
sobre su procedencia, una vez más sin éxito; además de eso,
grabó varias tomas de Brynn, aparentemente extasiada por la
vegetación y los cultivos. Allí la vio sonreír por primera vez,
e inmortalizó ese momento; le pareció un recuerdo de suma
importancia, algo que se vería más tarde con gran interés. En
ese momento llegó Jian y le preguntó a Brynn, como habían pactado, si deseaba conservar la
criocápsula o si podían disponer de ella como quisieran. Ella
respondió que no quería volver a ver esa horrible cosa y que
hicieran con ella lo que desearan. Así que, a continuación, Zaid y
Meena la secaron bien, limpiaron los restos del fluido azul en el
que Brynn había estado sumergida, y cerraron la cubierta
transparente; su propósito era, evidentemente, que no se notara
que había sido usada recientemente. Sus paneles de control se
habían apagado un rato después de concluir el despertar de Brynn,
lo cual les venía muy bien; y aunque todavía se detectaba la
energía residual procedente de su microrreactor de fusión, dirían
que ellos habían encontrado la cápsula así, sin ningún ocupante, y
que no sabían nada más acerca de ella. Los de Imrahil, al no
contar con el bote salvavidas y la información que Meena extrajo
de él, no podrían averiguar lo antigua que era; para ellos podría
tener unos siglos, quizá. Y aun así, sería una reliquia
valiosísima. Una justa compensación por el retraso.
Todo esto fue lo que pasó en las horas anteriores. Ahora la
Perséfone había aterrizado ya en un hangar del espaciopuerto de
Lubbai, y llevaban un rato esperando a que llegaran los de Imrahil
a recoger sus contenedores. Beth y Meena se ocupaban de revisar
sistemas de la nave, la una en el puente y la otra en ingeniería;
habría que pedir una revisión técnica de las reparaciones hechas
en el espacio, así como sustituir el sensor de masas dañado,
aunque eso ‒que era caro‒ dependería de la fortuna con que terminara la entrega. Alex
estaba con Brynn en el invernadero, y debía encargarse de que
ésta, pasara lo que pasara, no se moviera de allí: no debía bajar
de la nave ni ser vista por nadie en la bodega durante la
descarga, para lo cual Alex la sedaría otra vez si llegara a ser
necesario. En cuanto a Jian y Zaid, esperaban al pie de la
compuerta de carga de la bodega, tras hablar con los técnicos de
pista y pagar la tasa espacioportuaria. Jian estaba muy agitado;
Zaid notó que le temblaba la mano cuando la puso sobre la pantalla
de pago que le mostró el inspector del hangar.
Por fin llegó la gente de Imrahil, toda una comitiva repartida en
varios vehículos. Y para disgusto de Jian, que estaba ciertamente
pálido, venía el jefe en persona. Allí estaba, frente a ellos,
junto a su lugarteniente Smeldev, rodeado de su inseparable
escolta armada y seguido por una cuadrilla de cargadores que se
bajaron de un transporte pesado. Imrahil sonrió gélidamente,
mostrando sus dientes de tiburón, señaló a Jian con un dedo como
si le apuntara con un arma y dijo:
‒¡Jian Sequong! ¿Cómo estás, chico?
Capítulo 6 de La Zona Exterior
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