LA NOCHE DESVELADA (II)

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La noche desvelada
Un relato de insomnio, ansiedad y misterio
 
 
Daniel y David Puche Díaz [+info]
17/3/2024
 
 
  
 
II

Alicia sufre insomnio y sale por las noches a caminar para no volverse loca. Pero a esas horas, para una noctámbula como ella, la ciudad parece totalmente otra, y sus calles están pobladas por unos misteriosos y turbadores personajes...

 
 
[Lee el capítulo I] Me resulta difícil explicar la inmensa sorpresa que supuso para mí el conocerla, el modo en que cambió lo que había sido mi vida hasta ese momento, una vida apagada y gris en la que ella introdujo una luz esperanzadora. Como todo encuentro significativo en este solitario ir a la deriva que es la vida, lo que ocurrió entonces hizo tambalearse la forma en que yo entendía todo. El perfil de mi mundo se desdibujó y se rehízo a partir de aquella noche crucial.
Soy Alicia.
Encantada, Alicia. Yo soy Blanca.
En sus ojos había un brillo que yo no había visto antes. Desde luego, nunca antes en mis recorridos nocturnos, donde todo el mundo parece, como yo misma, un ser mortecino y apagado. El deambular insomne te roba el color y la vitalidad, te deja triste y marchito. Pero ella refulgía, y en su voz resonaba algo vivificante, juguetón, una especie de tintineo que hacía vibrar algo muy adentro; algo que hacía tanto tiempo que estaba mudo que ya ni siquiera recordaba que estaba ahí.
Era joven, aunque mayor que yo; tendría unos veinticinco o veintiséis años, pero había en ella un nosequé como de niña grande muy llamativo. En Blanca todo era muy llamativo. Era menuda, delgada, de andares sueltos y gráciles, casi como si bailara; su rostro era un poco anguloso, con una barbilla puntiaguda que rimaba con la nariz afilada; los pómulos altos enmarcaban unos grandes ojos verdes de mirada vivaz e intensa. El largo pelo ondulado, de un rubio cobrizo, le caía sobre los hombros como llamas. Y, sobre todo, esa sonrisa; una perpetua media sonrisa, suavemente irónica, que acentuaba cada cosa que decía. Se la veía tan… sana.
Vestía a la moda de entonces, pero con un toque muy personal. Camiseta roja de cuello barco, bajo una chaqueta de cuero, pantalones pitillo de pata de gallo y botines de piel que hacían juego con la chaqueta y con el diminuto bolso de correa de cadena. También llevaba unos grandes pendientes de flores de muchos colores, muy bonitos. No iba maquillada, o apenas se habría dado algún toque, pero recuerdo perfectamente lo bien que olía, un aroma evocador como de jardines, de algo hermoso pero salvaje.
Su estilo, sin ser en principio demasiado llamativo, sí que era original, con un leve toque de excentricidad; y junto con su mirada, su voz y gesticulación, resultaba bastante sugerente en las distancias cortas. Así como su perfume, ella misma evocaba algo… ¿qué era? Sí, era eso: había algo en Blanca que recordaba la imagen de un hada, como las de los cuentos de fantasía. Tenía una aureola brillante y colorida que contrastaba fieramente con aquel mundo nocturno de tintes apagados y siniestros.
¿A qué te refieres con eso de que soy una desvelada?
Me lo podía imaginar, obviamente, pero nunca había oído a nadie hablar así. Ella me echó una breve aunque significativa mirada antes de responder, por supuesto con su sonrisa irónica:
Mmm… te veo muy verde, Alicia. Tienes pinta de estarlo, sí. Pero ahora debemos irnos; sígueme. Las sombras siempre terminan por volver, y en un número mayor. Ven, deja que te lleve a un sitio donde estararemos mejor y podremos hablar tranquilamente.
Y así es como me condujo a un extraordinario lugar que yo no conocía; ni siquiera sabía que hubiera sitios así. Es verdad que las noches insomnes hacen parecer todo tan tétrico e irreal como inacabable, pero la ciudad, de día, incluso cuando estás muerta de sueño y todo parece percibido como a través de un filtro traslúcido, es luminosa y multicolor, está llena de variedad y agitación es humana, muy humana, no como esa horrible gente gris que se arremolina al vaciarse las calles. En una ciudad como Madrid hay muchos sitios maravillosos. Sin embargo, nunca creí que encontraría uno como el que me mostró Blanca. Un oasis en el que resguardarse en la peor noche. Y, no obstante, un lugar desconcertante, que te produce una gran frustración… cuando descubres que es imposible llegar a él de día. Por eso no tenía noticia del mismo; ni yo, ni la inmensa mayoría de la gente. Porque era un sitio para los desvelados, como ella nos llamaba.
Blanca me guio avenida abajo, entre los edificios que parecían mirarnos cansadamente al pasar, inclinando imperceptiblemente sus fachadas hacia nosotras. Yo notaba la respiración de los árboles, honda y pausada, y como un rumor que manaba de sus copas suavemente mecidas. Vi que entre los mástiles de algunas farolas había enormes y desagradables telarañas que perfectamente podrían haber atrapado a un pájaro grande, o incluso a una persona si hubiera saltado a esa altura, claro. Con repugnancia reparé en los temblores de una de ellas, y ahí estaba su dueña, una araña negra y redonda del tamaño de un puño que descendía por su tela hacia nosotras, como para mirarnos pasar. Hacía juego con los muchos murciélagos que se recortaban contra las nubes, bañadas de luz azulada por la luna en cuarto creciente.
Las arañas son lo que más asco da, ¿verdad? me dijo Blanca, que se había percatado de que miraba una con desagrado.
Pues sí… De verdad que no puedo con ellas.
Bueno, es mejor que las haya. Se comen a los bichos voladores, que son más peligrosos todavía. ¿No los has visto?
¿A qué bichos voladores te refieres?
Tan sólo rio por respuesta.
Girando a la izquierda en una calle perpendicular nos salimos de la avenida, y, tras recorrer otro breve trecho, en el que vimos algún caminante gris a lo lejos, torcimos otra vez a la izquierda, y luego otra, poco después. Yo no entendía esa trayectoria errática, y me temí que estuviéramos huyendo de un perseguidor, aunque Blanca no lo dijera. Así que, un poco nerviosa, le pregunté:
Oye, ¿va todo bien? ¿Estás segura de que ese sitio es por aquí? Porque creo que vamos a dar de nuevo a la avenida en la que estábamos. ¿No dijiste…?
Pero tuve que tragarme el final de la frase cuando, para mi total estupefacción, no salimos otra vez a esa avenida, sino que nos encontramos en un lugar totalmente distinto, que en mi vida había visto y que, de hecho, no podía estar ahí.
En lugar de la avenida había un gran bulevar peatonal, con dos caminos en sentidos opuestos, enlosados en piedra. Estaban bordeados, en el exterior, por parterres en los que había árboles alineados cada pocos metros. Esos árboles eran frondosos, de aspecto centenario, con troncos gruesos y nudosos; en las arrugas de sus cortezas parecían esbozarse extraños dibujos, como glifos antiguos. Ambos sentidos del bulevar estaban separados entre sí, asimismo, por otro parterre a lo largo del cual se espaciaban estatuas de aspecto grecolatino, representaciones de dioses y héroes en mármol, alternando el blanco y el negro, labradas con tan exquisito cuidado por algún artista desconocido que parecían estar vivas y mirar de reojo desde sus pedestales.
Enmarcando aquella vista, para mi absoluto asombro pues no conocía ese bulevar de aspecto irreal, que estaba donde tendría que haber estado la avenida, había unos edificios que no eran las típicas construcciones de clase media del Madrid de finales del siglo XIX o principios del XX; en su lugar, contemplé fascinada unos abigarrados edificios que podrían haber sido de cualquier época, o mejor dicho, que eran de todas las épocas; combinaban en un inaudito sincretismo estético grandes cúpulas sostenidas por columnatas y frontones neoclásicos, con fachadas y balcones y miradores de aspecto modernista; igualmente, ventanales de cristal labrado propios de ese art nouveau se incrustaban estrambóticamente en elementos arquitectónicos propios del barroco, con espadañas de las que colgaban enormes campanas de bronce y hornacinas en los frontales y esquinas de los edificios, desde las que miraban a los paseantes más estatuas, esta vez de vírgenes y santos cristianos… Todo era caótico, extemporáneo, híbrido; parecía como si diferentes momentos históricos se solaparan allí de forma imposible. Y algo sabía yo de eso, porque estudiaba precisamente Historia del Arte.
Y, cómo no, deambulando estúpidamente por el bulevar, las sombras, muchas de ellas. Iban despacio en ambas direcciones, ajenas a todo, cada cual aparentemente a lo suyo. En principio no formaban enjambres; pero, para mi sorpresa porque nunca había visto que pasara eso, vi también a algunos caminantes que eran personas normales, de carne y hueso, noctámbulos como yo, tras los cuales se juntaban poco a poco las sombras, atraídas por ellos con una especie de curiosidad inquietante, como cuando se arremolinaban en torno a mí. No había visto anteriormente sombras en presencia de otras personas; tan sólo cuando estaba sola. Tal vez por eso, allí no parecían emprender propiamente una persecución; pero oía claramente sus desagradables murmullos y cuchicheos.
Pero ¿qué sitio es éste? No entiendo nada; ¿cómo no he visto este bulevar hasta ahora? pregunté a Blanca.
Oh, es normal. Hay muchos sitios de la ciudad que seguro que no conoces; hay cosas que la luz del día no deja manifestarse, y de noche tienes que saber cómo se llega hasta ellas. No están a la vista de todo el mundo, ¿sabes? Y es mejor que sea así, hazme caso.
¿Cosas que no se ven a la luz del día? Pero ¿qué dices? ¿Me estás tomando el pelo, o…?
Bueno, míralo tú misma; deberíamos haber vuelto a la avenida, ¿verdad?, y sin embargo estamos aquí. ¿Acaso no es imposible? En cierto modo sí, para la mayoría de la gente. Pero está pasando. Sí, lo sé, lo sé, cuesta entenderlo al principio, pero no te preocupes, lo irás cogiendo poco a poco.
Pero…
Oye, aquí no, es mejor no hablar delante de los habitantes de la noche. Además, mira…
Y me señaló a nuestra espalda, donde empezaban a congregarse las sombras mientras caminábamos por el bulevar, entre la espesa arboleda y las estatuas de los dioses y héroes de la Antigüedad. En efecto, primera una docena, y a cada momento más de esas figuras de movimientos mecánicos e inexpresivas empezaban a formar un rebaño que nos seguía, apretando el paso.
Anda más rápido dijo Blanca, y así empezamos a hacerlo. Tenemos que llegar cuanto antes al sitio al que te llevo.
¿Y dónde es…?
¡Chsss! Calla y camina, que ya hemos llamado bastante la atención de los lerdos.
Le hice caso y seguimos andando a ritmo redoblado. Procuraba no volverme mucho, pero de vez en cuando giraba la cabeza y veía que el grupo de personas desdibujadas que nos seguía era mayor, y poco a poco se nos acercaban. Yo estaba muy inquieta, pero cada vez que intentaba decírselo a mi guía, ésta me hacía callar y me decía que siguiera adelante, deprisa, pero sin preocuparme; y que delante de ellos procurara no hablar ni mostrar emociones. Así lo intenté, sin mucho éxito, pero deposité mi confianza en ella, que parecía saber lo que se hacía. Quién sería esa chica, me preguntaba, y cómo sabría tantas cosas de la noche que se manifiesta a los insomnes… Estaba deseando que pudiéramos hablar, y me resonaban en la cabeza sus palabras… Desvelada, me había llamado, y según decía, hacía tiempo que no había encontrado a otra nueva… ¿Es que éramos personas tan extrañas? Yo pensaba que eso le ocurría a mucha gente, aunque, ciertamente, en mis caminatas nocturnas para conciliar el sueño no solía encontrarme con demasiados en mi situación. ¿Y ese resplandor que parecía haber surgido de Blanca? ¿O acaso me lo había imaginado por la tensión del momento? Estaba tan cansada…
Seguimos por el enigmático bulevar un buen trecho, mientras se incorporaban más perseguidores tras nosotras. De vez en cuando nos cruzábamos con otros que parecían gente normal, otros errabundos nocturnos, ojerosos y de aspecto triste y fatigado; pero Blanca no les prestaba atención, o a lo sumo los saludaba con un leve gesto, o respondía al saludo de alguno de ellos como si no le interesara mucho. Yo también me cruzaba a veces con otros insomnes en mis paseos, pero eso ocurría en calles o lugares perfectamente normales, con lo cual no iba saludándoles perfectos desconocidos como eran para mí; todo me parecía extraño y fuera de contexto, sin embargo, en un lugar tan fantástico e irreal como aquél, donde un encuentro casual ya se me antojaba bastante llamativo. Pero sería bastante conocido por otros en mi situación, claro; la verdad es que todos los que veía eran mayores que yo, así que debía de ser algo que se descubría con el tiempo.
Andaba absorta en la contemplación de unos macizos de rosas negras, tan hermosas como tristes, en el parterre que separaba ambos sentidos del bulevar, cuando Blanca me tiró del brazo y giramos bruscamente, saliéndonos de éste. Lo hicimos por una calle lateral que, esta vez sí, parecía normal y corriente, si bien presentaba el típico aspecto de todo en las noches de vigilia: fachadas levemente curvadas, como si se tratara de un espejismo; farolas que parecen doblarse cuando pasas bajo ellas aunque en realidad, si las miras bien, no se han movido; tapas de alcantarilla de las que mana una casi imperceptible neblina… percepciones que no sabes si están en las cosas en sí o en tu mente delirante a causa del sueño y del cansancio. Los habitantes de la noche, torpes y lentos en reaccionar, tardaron en girar tras nosotras, así que tuvimos un breve respiro; además, fueron menos los que continuaron siguiéndonos, siempre entre murmullos. Era algo que yo no entendía, y que me preocupaba, pues habitualmente no empiezan a rodearte a no ser que te detengas; y eso además de que esta vez los veía delante de gente normal, cosa inédita.
De nuevo hicimos otros tres giros a la izquierda para, sorprendentemente, en lugar de regresar a esa misma calle como hubiera sido de esperar, entrar en otra diferente, tan extraña como el bulevar que habíamos abandonado poco antes. Era una calle estrecha a lo largo de la cual había una larga tapia, como de un convento, cubierta de hiedra e iluminada por la tenue luz de unos faroles; al otro lado se erguía un edificio de piedra de aspecto renacentista, con una arcada bajo la que vi varias tiendas, en ese momento cerradas, cuyos carteles indicaban antiguos oficios artesanales hoy ya desaparecidos, o casi: Herrero, Curtidor, Alfarero, y algunos más. De la fachada de ese bello edificio, parcialmente cubierta de musgo y sobre la que había escudos heráldicos esculpidos en piedra, colgaban también trepaderas, y en sus balconcitos había macizos de flores más coloridas que las del bulevar. En ese momento caía una suave llovizna que un momento antes, en la cálida noche, hubiera resultado imprevisible. La calle, empedrada y sin aceras, era corta, y poco más adelante se bifurcaba en otras dos, una de las cuales subía por unos pocos escalones de piedra, mientras que la otra bajaba por otros tantos. Del vértice de esa bifurcación procedía una luz cálida, quizá la única que había visto en mis paseos nocturnos, en los que todo se mostraba tan desvaído y mortecino como agotada estaba yo. Pero esa luz atrapaba inmediatamente, parecía irradiar un calor esperanzador en mitad del páramo desolado del insomnio. Y hacia allí caminábamos, a paso firme, bajo la fina lluvia.
Aquí es. Ya hemos llegado dijo Blanca.  
El atrayente lugar al que nos acercábamos, como una cuña que partiera la callecita en dos, era una cafetería que parecía sacada de los tiempos de aquellos antiguos cafés madrileños donde había famosas tertulias literarias, de esas protagonizadas por Valle-Inclán, Antonio Machado o Gómez de la Serna. Una pequeña construcción de dos plantas, con fachada art déco pintada de azul pastel, vidrieras multicolores en las ventanas y unos maceteros con flores rodeando su contorno. La puerta de doble hoja, de cristales traslúcidos que sólo dejaban ver la luz del interior, tenía dos barras doradas que empujar, y sobre ella había un cartel escrito en una estilizada y elegante tipografía, donde indicaba el nombre del local: el Café Medianoche.
Llegamos a la puerta, Blanca puso las manos sobre las barras doradas y, muy enérgica, las empujó. Y entramos en aquel sugerente y extravagante lugar, faro de luz en la oscuridad de la noche errante.
 
 
 
Continuará pronto...
 
  
  
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