APARIENCIAS ENGAÑOSAS

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Apariencias engañosas
UN CUENTO DE TERROR PARA HALLOWEEN
 







 
 
D. D. Puche Díaz
27/10/2024
 
 
 
  
 
 
Los muchachos, tres chicos y dos chicas de quince años, caminaban alegres bajo la luz de las farolas y de la luna llena. Ya había caído la noche, pero no tenían que regresar a casa; era la víspera de Todos los Santos y habían engañado a sus respectivos padres, diciéndoles que iban a quedarse a dormir, cada uno, en casa de otro de ellos. Era una noche especial, mágica, siniestra, únicamente una al año, y había que aprovecharla para pasarlo en grande; la cosa sólo acababa de empezar. Se cruzaron con otros grupos de chicos por la calle la verdad es que casi todos eran niños más pequeños que ellos, que iban disfrazados de brujas y vampiros y zombis; y se oían muchas risas y gritos, gemidos y aullidos. Con la mayoría de los adultos metidos ya en casa, después de la cena, todo era libertad y diversión. Una noche en que las calles eran enteramente suyas. Y de las criaturas de la oscuridad, claro está.
Pero ellos no habían salido para asustar a los viejos ni para pedir caramelos; ya eran mayorcitos y tenían un plan mucho mejor. Toda una aventura, de hecho, que habían planificado durante semanas: pasar la noche en una famosa casa embrujada a las afueras de la ciudad. Una casa en la que se habían cometido una serie de horribles asesinatos rituales, a manos de una secta satánica, hacía medio siglo, y que llevaba abandonada desde entonces. Su plan genial era aguantar allí toda la noche en vela y hacer un botellón, para lo cual llevaban las mochilas llenas de bebidas alcohólicas que los hermanos mayores de dos de ellos les habían comprado, refrescos y hielo, además de algunas mantas que compartirían. Sería todo un rito iniciático, una auténtica prueba de valor. Y eso no era todo, porque para llegar hasta la casa tenían que pasar por el barrio más peligroso de la ciudad; era un suburbio antes próspero que, coincidiendo con la actividad de aquella secta, había ido degenerando hasta convertirse en un vertedero humano, un purgatorio de drogas y criminalidad. ¡Menuda odisea! Iba a ser la noche más excitante de sus vidas.
Dejaron atrás las últimas hileras de edificios conocidos y, tras recorrer un par de kilómetros de edificios de ladrillo viejos y ennegrecidos, cuyos comercios estaban cada vez más definitivamente cerrados con los carteles de “se vende” en los escaparates y lunas, se internaron en ese barrio de tan mala fama. Iban un poco nerviosos y, para animarse y fingir valor, iban contando chistes y diciendo tonterías en voz alta; pero, una vez estuvieron en el vecindario del que tan mal habían oído hablar que era el último de la ciudad, antes de llegar a la carretera que la circunvalaba, se les quitaron las ganas de bromear y empezaron a hablar cada vez más bajo. A medida que avanzaban por las calles de aquel entorno, deprimido y deprimente, el escenario iba volviéndose más tétrico y amenazador. Los chicos se juntaron hasta prácticamente tocarse mientras caminaban, y no dejaban de alternar miradas inquietas a su alrededor y entre ellos. Sus comentarios, ahora apenas susurros, cambiaron de tono por otro de clara preocupación, y hasta empezaron a replantearse la idoneidad de su plan, que tan emocionante había resultado en sus cabezas. Pero la realidad siempre arruina la mejor de las fantasías.
Los edificios se encontraban progresivamente desconchados y ruinosos; casi ningún comercio estaba ya en activo, y desde los portales turbios ojos se clavaban en ellos al pasar. Apretaron el paso; estaban deseosos de salir de allí cuanto antes, muy inquietos por si alguno de aquellos tirados les dirigía la palabra. Una gran parte de los coches de la calle estaban abandonados, y algunos simplemente estaban abiertos y desvalijados, no tenían ruedas, y descansaban sobre pilas de ladrillos. Por todas partes, como si fueran muertos vivientes yendo de acá para allá, individuos con pinta de drogados o de pervertidos les lanzaban miradas intimidatorias. Aquello era mucho peor de lo que habían esperado; no tenía ni la más remota semejanza con su barrio, que era humilde, pero parecía otro planeta en comparación con aquél. ¿Cómo podía haberse degenerado tanto? ¿Qué había pasado para llegar hasta ese estado? ¿Era por la droga? ¿Por las bandas de delincuentes? Su fama, o mejor dicho su infamia, no alcanzaba a describir lo que estaban viendo, y únicamente pensaban en atravesarlo cuanto antes sin encontrar problemas. Aunque luego, claro, estaría el problema de volver; pero, al menos, eso sería al amanecer, y esperaban encontrar otro ambiente menos amenazador para entonces. Con suerte, no habría tantos depravados y canallas rondando por aquí y por allá.
Su peor temor se cumplió cuando se dieron cuenta de que un hombre los estaba siguiendo. Los chicos se dieron codazos y se advirtieron entre murmullos, y caminaron todo lo aprisa que pudieron, sin resuello, con el corazón saliéndoseles por la boca de puro miedo. Un joven con aspecto de maleante iba detrás de ellos desde hacía un rato, a cierta distancia, que sin embargo se iba acortando. Llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta vaquera, y notaron claramente que sus intenciones no eran nada buenas.
Les fue recortando la distancia, por mucha prisa que se dieran en caminar. No dejaban de mirarlo de reojo, y entonces uno de los chicos vio que el tipo sacaba una navaja y la llevaba pegada al costado. El pánico los inundó y decidieron salir corriendo, pero con el temor añadido de alguno de ellos de que los demás pudieran dejarlo atrás. Acordaron que eso no pasara, e iban a echar a correr, mientras el otro les recortaba la distancia hasta quedar casi a su altura, cuando de improviso éste se dio media vuelta en seco, guardándose la navaja, y se escabulló por un callejón lateral como si algo lo hubiera asustado. ¡A él! Sólo entonces, los chicos ciegos a cualquier otra cosa vieron que, cortándoles el paso, estaba un hombre que los intimidó aún más que el navajero que los había estado persiguiendo.
Era un hombre de unos cuarenta años, calvo y con una tupida perilla morena, sobre un mentón ya de por sí prominente, a juego con las espesas cejas. Éstas, junto con los ojos hundidos, de mirada profunda y penetrante, de los cuales colgaban grandes bolsas violáceas, le daban una expresión torva y severa. La nariz era ligeramente aguileña, con un aro, y asimismo llevaba pendientes de aro en las orejas. Llevaba una chupa de cuero muy vieja, cubierta de parches de bandas de heavy metal, sobre un jersey no menos raído, aparte de pantalones y botas militares. De un lado le colgaba, con la correa en bandolera, una bolsa bastante abultada, donde probablemente guardaba sus pertenencias todas ellas, aparte del montón de cosas que llenaban los numerosos bolsillos de sus pantalones de campaña. Ciertamente, daba miedo: había algo en él, una especie de aureola, que amedrentaba bastante y le confería un aire retador y peligroso. Su voz, cuando habló, era grave y seca, tan dura como la expresión de su rostro. No obstante, parecía haberlos liberado de su perseguidor, así que los chicos sintieron un momentáneo alivio al toparse con él.
¿Qué hacéis aquí, solos a estas horas, niños? Estas calles son peligrosas, y vosotros, evidentemente, no sois de este barrio. ¿Dónde vivís?
Los chicos no quisieron conquistar; no le iban a decir a ese desconocido dónde vivían, ni en broma. En lugar de eso, le contestaron con una pregunta:
Disculpe, señor. ¿Usted sabría decirnos dónde queda la casa maldita?
¿La casa maldita? Está por allí, no muy lejos dijo, haciendo un gesto con la cabeza; pero ¿por qué queréis saberlo? ¿No pensaréis…?
¡Gracias, señor! le respondieron todos, e hicieron amago de pasar de largo.
De repente, el hombre los miró enojado, interponiéndose en su camino, y les gritó:
¿Adónde creéis que vais? ¿Es que estáis locos? ¡Allí sólo hay locura y terror! ¡No podéis ir a ese lugar! ¿Y vuestros padres? ¿Dónde están?
Pero los muchachos lo rodearon por ambos lados y salieron corriendo en la dirección que ese indigente chalado, que eso debía de ser, les había indicado involuntariamente. Éste intentó coger a uno de ellos por el brazo, pero éste se zafó y el grupo entero se escapó corriendo. El hombre también echó a correr detrás de ellos, pero no era muy rápido, además de que el peso que llevaba encima le restaba movilidad; así que abrieron distancia enseguida, mientras él los perseguía gritando «¡Volved! ¡No sigáis, niños! ¡No sabéis dónde os metéis!». Ellos, riéndose aunque más de nervios que por otro motivo, lo dejaron muy atrás e hicieron algunos comentarios de desprecio y mofa; no dejaron de correr hasta abandonar aquellas calles de miseria y delincuencia. «¡Volved, volveeed!», oían gritar a ese loco cada vez más lejos. Pronto los edificios fueron espaciándose y atisbaron los límites de la ciudad, pobremente iluminados por las farolas, muchas de las cuales estaban rotas.
Más allá de unos edificios cochambrosos de dos y tres plantas, separada de ellos por unos árboles esqueléticos y tristes, estaba la última casa del barrio y de la propia ciudad, por tanto. Al otro lado sólo había un bosquecillo igualmente tétrico y, oyéndose a lo lejos, el rumor de la carretera de circunvalación. Sin embargo, tenía que haber un error; no podía ser esa casa: pues la única construcción que veían era una hermosa casa de paredes blancas recién pintadas y tejados holandeses en perfecto estado, con los cristales de todas las ventanas intactos; éstas, de hecho, estaban cubiertas por cortinas tras las cuales se veía una cálida y acogedora luz que incitaba a los chicos a acercarse en aquella noche oscura y llena de peligros. Alrededor de la construcción había un jardincito perfectamente cuidado y limpio, con parterres de flores y un pequeño huerto a un lado. La propiedad estaba rodeada por una cerca de madera igualmente pintada de blanco, y se notaba que la pintura era reciente. Aquél no era el lugar que buscaban, sin duda. Pero, asomada a la puerta de la cerca, estaba una mujer joven que les hacía gestos para que se acercaran y entraran. Y, como a lo lejos venía siguiéndolos el mendigo loco, no se lo pensaron dos veces y aceptaron su invitación para entrar en la casa. Cualquier cosa salvo quedarse allí fuera.
Ay, menos mal que os he visto al sacar la basura. ¿Os persigue ese chalado? Ya ha pasado otras veces. ¡Rápido, entrad! No tenéis nada de qué preocuparos. ¡Mira que estar solos en estas calles, y tan tarde! ¡Ay! ¡Tenéis suerte de que os viera venir!
Era una mujer joven, que no llegaría a los treinta, guapa y simpática, con una larga melena castaña y ojos verdes y amables; vestía de estar por casa, con un pantalón de chándal y una sudadera viejos, e iba en zapatillas. Los hizo pasar, cruzando el porche lleno de macetas con flores. Justo en ese momento llegaba corriendo el mendigo, al que llegaron a oír que decía: «¡No! ¡No entréis ahí! ¡No la escuchéis, idiotas!». Pero ella, cerrando la puerta y corriendo los cerrojos, les dijo que no se preocuparan, que sólo era un pobre hombre que hacía eso a menudo; pero que no era peligroso. Se iría enseguida, y si no, llamaría a la policía. Ellos sólo tenían que ponerse cómodos y relajarse.
La casa tenía un mobiliario rústico, pero confortable. En el salón ardía un fuego en la chimenea y el ambiente era sumamente acogedor. En las paredes colgaban unos cuadros, escenas de bosques densos con árboles muy gruesos y de aspecto antiquísimo; otros eran de mujeres que, evidentemente, debían de ser de la familia de la mujer, porque tenían un aire similar, todas ellas atractivas y con largas melenas castañas o morenas y la misma mirada dulce. Había un gran sofá y dos sillones; en la mesita al lado de uno de ellos, donde ella se dejó caer, yacía abierto un libro, boca abajo. Les invitó a quitarse las chaquetas y a sentarse, y les dijo que estaba leyendo justo cuando salió a sacar la basura y los vio llegar corriendo. Al parecer, era una novela de amor muy bonita, que leía embelesada junto al fuego.
Se presentó como Talía y les preguntó quiénes eran ellos y qué hacían allí tan tarde, siendo tan jóvenes. Ellos se presentaron, pero se quedaron mirándose entre sí y farfullaron respuestas incoherentes e inseguras a la hora de justificar su presencia en aquel lugar, donde en teoría debería haber estado la casa maldita. Les daba vergüenza confesárselo a su anfitriona, que tan bien se había portado con ellos. Pero Talía parecía cualquier cosa menos tonta, y se quedó mirándolos con una sonrisa comprensiva; entonces les preguntó qué llevaban en las mochilas. Los chicos se miraron de nuevo, desconcertados, sin saber qué contestar, hasta que ella les dijo:
Chicos, no tenéis que mentirme. Yo también he tenido vuestra edad, ¿sabéis? ¡Y no hace tanto tiempo! dijo, riéndose; y en su risa había algo puro y cristalino. Ahí lleváis bebida, ¿verdad? ¡Vamos, que no me engañáis! Estabais buscando un buen sitio para hacer un botellón, ¿a qué sí?
Al final, los chicos se rieron y confesaron la verdad. Talía era una tía increíble en la que podían confiar todos se sentían igualmente relajados y seguros; de hecho, lo era mucho más de lo que habían pensado, pues les propuso que hicieran el botellón allí mismo, en su salón «pero, eso sí, de tranquis, ¿eh?», y se fue un momento, dejando a los chicos boquiabiertos. Más aún lo estuvieron cuando regresó con maría y se puso a liar unos porros que luego se fueron pasando. Aquello superó todas las expectativas de los chavales: ¿para qué necesitaban una casa maldita teniendo la de Talía, la adulta más enrollada del mundo?
Durante dos o tres horas, que se fueron volando y ya pasaba de medianoche, disfrutaron como nunca. Bebieron, fumaron, rieron, contaron historias y chistes sin parar. Talía los divirtió con muchísimas anécdotas geniales; había tenido un montón de experiencias y sabía mucho de la vida, tanto que los dejó verdaderamente admirados. Aprovechó para enseñarles unos talismanes que tenía, los cuales se fueron pasando de mano en mano, como los porros que siguió haciendo; éstos tenían un aroma muy especial, distinto del habitual, y les produjeron un bienestar profundo que antes no habían conocido. También les mostró unos tarros de cristal con potingues y hierbas que preparaba con las plantas de su huerto, los cuales tenían olores dulzones y embriagadores, y que Talía decía que eran medicinales, porque creía firmemente en los remedios alternativos. Al olerlos, los chicos sentían que sus mentes se abrían y que eran capaces de percibir cosas que antes les pasaban inadvertidas; detalles finísimos que ahora podían ver, oír e intuir, como con un sexto sentido. Así les parecía.
Los llevó a la habitación en la que los preparaba y guardaba, y donde tenía, además en multitud de armaritos y anaqueles, una colección impresionante de talismanes y figurillas de aspecto tribal, y frasquitos con especias, ungüentos y toda clase de cosas sorprendentes. Con lo joven que era, les admiraba lo mucho que había viajado; según les contó, conocía medio mundo y se había relacionado con un montón de personas muy interesantes. Los muchachos la escuchaban embelesados mientras les contaba todas esas cosas.
Ellos estaban eufóricos y a la vez relajadísimos; entusiasmados y a la vez como ausentes. Eran sensaciones contradictorias, maravillosas e inéditas para ellos, impresiones y emociones que nunca habían experimentado. Estaba siendo la noche de sus sueños. Entonces les dijo que bajaran al sótano.
Venid conmigo, os voy a enseñar una cosa que mola muchísimo.
Y bajaron por una escalera a la que se accedía a través de una puerta. La escalera era estrecha y crujía, y estaba muy oscura, no como el resto de la casa. Llegaron a una amplia habitación vacía y Talía encendió una bombilla tirando de un cordón que colgaba del techo. Tenía poca potencia y parpadeaba. «A ver cuándo la cambio», dijo Talía con su dulce sonrisa. La luz era trémula; allí abajo apenas se podía ver nada.
Entrad aquí, chicos. Ya veréis qué guay.
Les hizo cruzar una puerta y entraron en una pequeña habitación, donde encendió una bombilla similar a la de fuera. Allí tampoco había nada. Eso sí, las paredes y el suelo eran de piedra, no ya de la madera del resto de la casa. Y en una de las esquinas del fondo faltaban varias piedras, dejando una oquedad por la que a duras penas habría podido pasar una persona adulta. Ellos, todavía tranquilos y sonrientes, expectantes ante la sorpresa que Talía iba a mostrarles, la miraron, y ella, con una sonrisa amable, señaló con su largo dedo y les dijo:
Mirad hacia allí. Hacia el hueco.
Algo que no era de este mundo salió del agujero en la pared, arrastrándose lentamente sobre cuatro patas y emitiendo un gorgoteo húmedo. A continuación, se irguió sobre las dos patas traseras hasta alcanzar una altura mayor que la de cualquiera de los chicos.
Nunca se los volvió a ver.
En la calle, pasados los últimos árboles secos y esqueléticos, se alza la vieja casa abandonada, donde hace cincuenta años tuvieron lugar horribles crímenes rituales a manos de una secta. La casa, inhabitada desde entonces, está en un estado ruinoso, con las paredes negras desconchadas, parte del tejado hundido y enormes goteras y humedades, y todos los cristales de las ventanas rotos. Dentro, el mobiliario está podrido y el hedor de la putrefacción de los materiales y de animalillos muertos es insoportable. En el exterior, el vallado está casi todo caído, y la maleza del antiguo jardín y del huerto devora la superficie entera de la finca, poblada de enormes cucarachas y ciempiés. Las casas más próximas, a varios cientos de metros, hace tiempo que fueron también abandonadas, pues los vecinos decían que ocurrían horribles fenómenos cada noche; y en el barrio colindante, el último de la ciudad, hundido desde hace décadas en la más absoluta miseria, se cuenta que de aquella casa maldita irradia un mal, algo demoníaco que se extiende lentamente por la ciudad, llevando consigo pesadillas, locura y desesperación. Un lugar condenado que nadie en su sano juicio se atrevería a pisar.
 
 
 
    
  
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