Luis Cairós
A N T I C U A R I O
Terror noir en el Madrid demoníaco
Capítulo 3
[Lee el capítulo 1] Gerardo Cisneros se hallaba en su lujoso piso de la calle
Ortega y Gasset. A pesar de lo tarde que era, todavía llevaba un traje de sastre con
chaleco, corbata de seda y zapatos de piel italianos; para él,
conceptos como la comodidad no existían, o en todo caso eran irrelevantes. Pero
hay que tener en cuenta que, en realidad, Gerardo Cisneros agonizaba sin
descanso en una existencia de puro horror, atrapado en una realidad diferente a
la nuestra y totalmente incomprensible para la limitada mente humana, prisionero
de unos seres no menos incomprensibles que se dedicaban a diseccionar y
torturar su alma sin piedad ni descanso alguno. Y, mientras tanto, el que
ocupaba su cuerpo en el piso de Madrid, en este plano de lo real ‒como consecuencia de que el propio Cisneros hubiera jugado
con poderes que estúpidamente creyó que sería capaz de controlar‒, era uno de esos seres, procedente de allende nuestro
universo. Una entidad sin ningún tipo de afinidad con el ser humano ni con la
vida tal y como la entendemos. Algo inimaginable que se hacía
pasar por una persona, una particularmente bien relacionada e influyente en las
altas esferas sociales, con el fin de recabar conocimiento sobre nuestro mundo;
con propósitos tan oscuros e impredecibles para nosotros como lo era su propia
naturaleza.
Ese cuerpo, esa vida, eran para el infiltrado de esa dimensión
inconcebible tan sólo una tapadera, algo sin más valor que el que
momentáneamente pudiera tener para cumplir su cometido, y que después no le importaría
en absoluto abandonar. Por tanto, no se preocupaba por cuidar su soporte
orgánico, ese pedazo de tosca materia, más de lo estrictamente necesario para
que cumpliera su papel. Y el confort en casa, una vez terminada la larguísima jornada
de trabajo ‒tanto del público como del
inconfesable‒, no era ninguna prioridad. Permanecería
así toda la noche, realizando a través del teléfono e internet labores en favor
de los suyos; a la mañana siguiente ingeriría algún alimento para
mantener vivo y funcional dicho soporte biológico, se ducharía y se cambiaría
de ropa para mantener todas las apariencias, y volvería al bufete y a todas las
obligaciones profesionales y sociales de su agenda. Y así cada día y cada
noche, sin descanso, porque él no lo necesitaba o, a lo sumo, podía compaginar
el descanso de una parte del cerebro de su anfitrión humano con seguir
realizando sus actividades para recabar información y establecer una compleja red
de influencias. En ese sentido, el aprovechamiento de esa herramienta de carne
y sangre estaba siendo máximo.
Pero había surgido un importante inconveniente, y el ser que
se hacía pasar por Cisneros estaba muy enojado, pues el hecho afectaba mucho a
sus planes. Uno de sus siervos humanos acababa de comunicárselo en persona,
tras acudir al piso; ignorante del tipo de criatura ante la que se hallaba,
tomándolo solamente por alguien muy poderoso ‒capaz
de emplear fuerzas demoníacas que no son de este mundo, pero sin suponer ni remotamente
que él mismo tampoco lo fuera‒, le servía, como tantos y
tantos otros, con la esperanza de alguna recompensa, de alguna migaja a cambio
de su lealtad inquebrantable. Ese siervo, similar a los que Luis Cairós había
derrotado en la Masquerade, le había contado, de pie sobre la carísima alfombra
persa del salón, que habían perdido el local que les servía de trampa para vaciar
a objetivos importantes; también habían perdido a los agentes allí destacados,
que se hacían pasar por camareros, y lo peor de todo, a uno de sus hombres más
útiles, Herminio Venegas, que había quedado destapado. Ya no serviría
más en el futuro, y eso si es que recuperaba la cabeza después del ataque
espiritual que había sufrido.
Tras contarle todo esto, muy nervioso ‒el ser al que llamaremos, sin más, Cisneros, podía oír su
pulso acelerado y oler su miedo‒, el siervo humano, periodista
de una importante cadena de televisión nacional que había tenido el gesto de ir
en persona a informarle, se marchó con alivio tras unas escuetas palabras de agradecimiento
de su señor. Éste, una vez solo, más enfadado de lo que había dejado entrever,
se retiró a meditar a su habitación. Sentado sobre la cama, que estaba todavía
hecha ‒la desharía antes de salir a
trabajar, por la mañana, para que la mujer del servicio doméstico no viera nada
raro‒, mientras miraba distraído por
los ventanales que daban a la amplia calle arbolada de la zona más exclusiva de
Madrid, sopesó los inconvenientes que aquello suponía para su verdadera
agenda de trabajo. En el menos malo de los casos, un importante retraso. Ahora
tendría que volver a crear una infraestructura de captación tan buena como era
ese establecimiento, y eso por no hablar de los instrumentos humanos perdidos,
cuya preparación llevaba mucho tiempo y esfuerzos. Dedicándose a lo que se
dedicaban, no podía sacarlos de cualquier lugar; debían ser fiables y estar muy
capacitados, y tales individuos no abundaban entre aquella especie inferior y miserable.
Sin embargo, en ese momento la prioridad era otra: averiguar
quién los había atacado y neutralizar toda posible amenaza. Alguien sabía de su
existencia, pero no iba contra ellos de forma abierta y manifiesta, sino que
los había golpeado con sigilo, de forma velada, sin llamar públicamente la
atención sobre sus actividades. ¿Quiénes era los mejores candidatos, de entre
las amenazas humanas reconocidas? ¿Agentes de poderes políticos o religiosos?
¿Cruzados particulares, quizá? Reflexionando con los ojos cerrados, muy
concentrado, barajó algunas posibilidades, y finalmente se levantó.
Fue
a la espléndida cocina americana, sacó una botella de
dos litros de agua de la nevera y se la bebió sin respirar; le costaba
mantener
aquel cuerpo hidratado, lo cual era imprescindible para su correcto
funcionamiento. A continuación, mientras daba vueltas lentamente a la
isla de
la cocina, hizo unas cuantas llamadas telefónicas a varios de sus
agentes
humanos para darles órdenes; tenía que empezar a reconstruir sin demora
los elementos
de su organización que había perdido. Tras la última llamada a uno de
sus
gestores financieros, al que dio instrucciones precisas para la búsqueda
de un
inmueble comercial en la Milla de Oro de la capital, sin reparar en
gastos ‒pero adquiriéndolo a través de algún testaferro‒, meditó un poco
más el asunto y se dirigió al salón.
Una vez allí se arrodilló sobre la hermosa alfombra persa ‒tejida en Arabia, en realidad, trescientos años atrás, si
bien estaba en un sorprendente estado de conservación‒ de forma redonda, con un intrincado patrón geométrico
bastante inusual en otras de su estilo. Con una orden al asistente domótico,
las luces se apagaron y las cortinas se corrieron, y se hizo una oscuridad casi
total en la estancia. Inclinado en actitud humilde hacia la puerta doble que
daba al comedor, cerrada en ese momento, Cisneros comenzó a recitar una repetitiva
letanía en voz baja y grave, mientras se mecía rítmicamente adelante y atrás.
La extraña lengua en que oraba no era una que muchos mortales hubieran
escuchado; de hecho, aquellos sonidos guturales y chasquidos de lengua ni
siquiera eran un idioma de origen humano. La cadencia del impío rezo, así como
de los movimientos de Cisneros, fue incrementándose lentamente y, al fin, tras
unos minutos, se encendieron súbitamente unas pequeñas llamas ingrávidas, de
luz muy roja, que danzaban en el aire sin tocar ni las paredes ni el techo ni
ningún mueble, y sin producir humo alguno. Había muchas de ellas, espaciadas
por todo el salón, por el cual empezaron a agitarse extrañas sombras que ningún
objeto parecía proyectar. Las llamas flotantes brillaban con una luz sepulcral,
anómala, que no era de este mundo ‒como tampoco las palabras que
las habían invocado‒; bajo su luz antinatural,
Cisneros supo que su ceremonial había concluido. Levantó la mirada hacia la
doble puerta del comedor, que se abrió de par en par con un crujido que provenía
como de muy, muy lejos.
Y lo que vio al otro lado del umbral no fue el comedor de
invitados, sino algo muy distinto que hubiera hecho morirse de pánico en el
acto a cualquier testigo de este mundo que lo hubiera presenciado. Pues,
precisamente, no era este mundo lo que había al otro lado, sino otro, imposible
y espantoso, en el que Cairós se internó, cruzando ese umbral con pasos decididos.
Para él no era tan terrible, al fin y al cabo, puesto que ahora estaba en
casa. Lo que un hipotético espectador mortal hubiera visto es un inmenso
espacio abierto, un risco en mitad de un lago o mar oleaginoso y ácido, con una
atmósfera ardiente e inhóspita, y un viento huracanado que no dejaba de azotarlo
todo con lenguas ígneas. En lo alto se alcanzaba a divisar, pese a todo, el sol
de aquel lugar necesariamente letal, una estrella negra que debía de estar relativamente
cerca, dadas sus grandes dimensiones. Aquello era el peor infierno que la mente
más perturbada del más enloquecido pintor hubiera podido representar. Y, sin
embargo, no era eso que los mitos populares llaman el infierno, sino algo
seguramente mucho peor, otra dimensión espantosa del espacio-tiempo, de la cual
procedía el ser que se hacía pasar por Cisneros: era el Abismo.
Por mortífero que debiera ser aquel entorno, se veía no
obstante hervir de vida, si es que se puede llamar “vida” a lo que moraba allí.
Colosales criaturas se divisaban en la distancia, moviéndose por ese mar
corrosivo y furioso como monstruosos icebergs animados, hechos de quién sabe
qué tipo de materia y con qué indescifrables apetitos y designios. De forma
aparentemente imposible, contra toda lógica, en pleno viento flamígero volaban
a voluntad, como sacados del peor delirium tremens, seres espantosos que
no podían ser el resultado de ningún proceso evolutivo coherente, ni de ninguna
ley natural; desde luego, no de una imaginable por el hombre. Más cerca de Cisneros,
en tierra, se arrastraban figuras amorfas y pestilentes llenas de ojos y
extremidades sin sentido, vagando de acá para allá como en una inacabable
agonía. Algunas eran bastante pequeñas, pero igualmente inmundas, como mezclas
de gusanos y crustáceos que afanosamente reptaban a sus pies. Y allí todo era
ruido, un ruido ensordecedor y constante, el ruido del dolor y la aflicción inacabables.
El fragor del mar estremecido y del viento despiadado, pero también, sobre ese
estruendo inaguantable ya de por sí, el estrépito de los gritos, los chillidos,
los gemidos terribles que transmitían indecibles cantidades de sufrimiento, maldad
y odio.
Pero Cisneros no sentía miedo ni asco ante el espeluznante
espectáculo que contemplaba desde donde antes había estado el comedor de su
lujoso piso. Al contrario, permanecía imperturbable y sereno en mitad de
aquella tempestad devastadora y horripilante, rodeado de tantas monstruosidades
e inmundicias.
Se agachó y cogió una de esas repulsivas criaturas que
reptaban por el suelo de piedra oscura, muy erosionada por los salvajes
elementos. Apretó con puño férreo la asquerosa mezcla de insecto y molusco, del
tamaño de una rata grande, hasta hacerla reventar, y su repugnante y apestosa sangre
se quedó flotando en el aire, una nubecilla negra que la tempestad deshizo
rápidamente. Y entonces Cisneros empezó a entonar una invocación con voz retumbante;
un sonido tan grave que era imposible de emitir para el registro humano. Enseguida,
uno de aquellos seres colosales, desde el mar, le respondió emitiendo un sonido
que podría describirse como un largo y atronador mugido cuyo eco hizo que
pareciera provenir de todas partes. Cisneros habló de nuevo, por así decirlo, como
si la desgarrada nube de sangre negra hiciera llegar su voz hasta ese
gigantesco ser; en esa lengua siniestra y más antigua que la propia humanidad, le
pidió conocimiento. A ello le siguió la réplica del titán, otro berrido
cavernoso cuya potente propagación incluso desvió las llamas de la atmósfera.
Cisneros asintió y, a los pocos segundos, la nubecilla de sangre frente a él, oscilando
en el tempestuoso viento flamígero como la tinta en el agua, empezó a cobrar
una forma definida.
Aparecieron unos caracteres en el aire que sólo unos pocos
mortales han visto alguna vez, en libros que no deberían ser leídos y que
contienen pavorosos secretos que hacen perder la razón. Y en esos caracteres
Cisneros leyó un nombre, el de aquel por el que había preguntado, el de quien
había osado entrometerse en sus planes: la sangre dibujó el nombre de Luis
Cairós.
Continuará muy pronto...
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