MERCENARIOS, BANDAS CALLEJERAS, CIBERNÉTICA Y CUERPOS INTERCONECTADOS EN UN OSCURO MADRID FUTURISTA
La obsolescencia de la carne
UN RELATO CIBERNOIR
UN RELATO CIBERNOIR
Por D+D PUCHE DÍAZ [*]
Publicado en 14/7/2024
Parte 2
>>Lee la Parte 1>> A las once y media recibí una llamada
por el InterLink. Era el periodista. Me preguntó si estaba ya en la galería
comercial, y le dije que sí, que estaba justo donde habíamos acordado; también
me preguntó si creía que alguien me había seguido, y le dije que no estaba completamente
segura, pero que creía que no. No sé por qué mentí, porque al hacerlo lo ponía
todo en peligro y, en realidad, estaba bastante convencida de que aquellos
tipos con pinta de despachadores que iban en el monorraíl y se habían
bajado también en la parada del Arenal eran los mismos que luego había visto en
la galería, varias plantas más abajo. Por eso me metí de improviso en aquel
tugurio asqueroso para pensar un momento; o los burlaba al hacerlo o, por lo
menos, allí no se atreverían a intentar nada. Pero, en cualquier caso, antes o
después tenía que salir, y eso me ponía muy nerviosa, más de lo que el
inhibidor emocional era capaz de amortiguar ‒salvo que quisiera quedarme
grogui‒. Algo
me dijo, sin embargo, que no contase nada de esto a aquel hombre; no sé qué
sería, porque en ese momento no pensaba con normalidad. Estaba muy acelerada,
quería terminar con aquello cuanto antes ‒y temía que el periodista de #LíneaZero
se largara a la primera sospecha‒, y me había metido varios chutes
de epinefrost.
El hombre dudó y, tras unos segundos, me dijo que esperara
quince minutos más, me cerciorara de que nadie andaba tras de mí, y que sólo entonces
cogiera un ascensor de la zona central de la galería y descendiera al
aparcamiento del subnivel 3. Si veía cualquier cosa rara, debía abortar el
encuentro e interrumpir toda comunicación, y limitarme a enviar un mensaje a un
blackBox en la red cuyo código me copió; ya concertaríamos una cita para otra
ocasión, en cualquier otro lugar. Pero yo estaba muerta de nervios y no quería
repetir aquello por nada del mundo, y por eso me comporté de una manera
bastante estúpida. Pese a todo, me sentía un poco más segura con la pistola que
había conseguido a través de Muriel, una plástica de edición doméstica,
irrastreable y desechable; me descargué una competencia de Arma_Corta_05, así
que sabía usarla con bastante soltura. De todas formas, hasta que no llega el
momento, nunca se sabe cómo se reaccionará con los preprogramados.
Le daba vueltas en la cabeza a
todo esto mientras no dejaba de molestarme ese imbécil, el viejo desechado
que intentaba venderme no sé qué servicios de protección. No, gracias, carcamal,
le dije: puedo defenderme sola perfectamente, no necesito tu equipamiento
arcaico ni tus destrezas caducas; vete a incordiar a otra. Pero el viejo seguía
hablando y hablando. Cuando pagué la bebida y dejé la propina, antes de salir, estuve
por meterle unos cuantos verdes a él también en concepto de limosna, y decirle
«ahí tienes eso para no ayudarme, gracias». Pero me contuve. Esos son los
gestos que Pol siempre me recrimina; dice que son pura soberbia y que se me
nota mucho que soy de la Sierra. Y normalmente tenemos una bronca. Sin embargo,
probablemente tiene razón; por eso al final suelo hacerle caso.
Salí de ese cuchitril y me
aseguré de que aquellos tipos de mala pinta no estaban en la galería. ¿Me
estaban siguiendo realmente, o era pura paranoia? Y si mi seguían, ¿quiénes
eran? ¿Gente enviada por el ayuntamiento? No daban esa impresión, pero tampoco
iban a llevar identificadores sobreimpresos, claro. Si lo eran, tendrían que
mimetizarse con el entorno, y aquel entorno era así de deprimido y cochambroso;
por otro lado, no habrían podido saber adónde iba yo, de modo que… todo era
incertidumbre. En el corredor había varios exsoldados más, bebiendo y soltando
risotadas con ese aire presuntuoso que siempre tienen; y unos cuantos niñatos
que iban hasta arriba de lo que fuera, jugando a algo ridículo con varias
holoesferas grávidas. Uno de ellos se dirigió a mí, pero no le hice caso; tenía
preocupaciones mayores en ese momento. Me acerqué rápidamente a los ascensores
que quedaban enfrente y, en cuanto llegó uno de ellos, indiqué el subnivel 3 y
respiré hondo. Tenía 105 pulsaciones, y eso pese al inhibidor. Pero, claro,
también era un efecto del epinefrost; es difícil sentir valor y estar relajada
a la vez…
La puerta se abrió en el
aparcamiento subterráneo, y mis nervios fueron en aumento. No faltaban razones,
como estaba a punto de descubrir. Salí del ascensor y me encontré en una enorme
extensión de columnas y holopaneles de señalización, con la típica iluminación suave
y difusa que resalta la visualización de los Sistemas de Presentación de Datos.
Era curioso, pero todo lo cutre y decadente que era el viejo complejo comercial
de arriba contrastaba con los coches y motos que estaban estacionados allí
abajo; aunque, claro está, el vehículo es una seña de identidad más importante
que el aspecto personal o el de un local comercial o de ocio. Desde luego, lo
era en aquel entorno de hacinados y subgammas con alimentación deficiente y
medicina barata: en el antiguo centro de la ciudad regían normas distintas a
las de las Ampliaciones. La gente aún vivía según esa especie de ley de la
selva anterior a las Reformas del 74, y el vehículo era un signo crucial de
estatus, porque, en cuanto a su valor práctico en aquellas calles sin apenas mantenimiento
y llenas de basura, por las que se circulaba con dificultad, era muy relativo. Yo
sabía bastante de ese tema, que por algo trabajaba en el Departamento de
Transporte de la ciudad.
Y por ambas cosas, por mi trabajo
en Transporte y por estar aquello tan lejos de los estándares de vida actuales,
me habían citado allí, en aquel inmundo centro urbano donde los casi inexistentes
sistemas públicos de identificación permitían una libertad de movimiento y un
anonimato que resultaban imposibles en zonas más modernas y civilizadas. Cuando
es precisamente de la modernidad y la civilización de lo que quieres ocultarte,
te ves abocada a mezclarte con ese patético submundo.
Miré a mi alrededor y no vi a
aquel hombre, el periodista con el que iba a encontrarme, el tal Blanus Guerkiga.
Tampoco había ninguna señal de proximidad suya, ningún indicador de dirección,
las típicas “miguitas de pan” personalizadas. Eso me dio mala espina desde el
principio. Me había llamado quince minutos antes y me dijo que estaba allí
abajo, al lado de ese ascensor, así que ¿dónde se había metido? Yo no estaba en
ese momento para sorpresas ni para jugar al escondite, de modo que, cuando
pregunté por su nombre un par de veces en voz alta y por el InterLink y no
obtuve respuesta alguna, empecé a alterarme. Si no fuera por la química y el
inhibidor, seguramente habría tenido ya un ataque de ansiedad y estaría llorando
y gritando.
Fue muy extraño, porque, como
decía, no captaba a nadie en mi proximidad y el SPD no me avisaba de presencia
humana alguna, pero, de repente, apareció una señal y exactamente a la vez oí:
«¿Eres Yena? ¿Yena Quiroga?». Y escuché unos pasos acercándose; el tipo debía
de estar oculto tras alguna columna o vehículo, además de haber camuflado su
señal. Yo no sabía si era normal que los periodistas actuaran así, aunque dado
el asunto que nos traíamos entre manos, quizá fueran precauciones necesarias. Había
que tener mucho cuidado con esa gente. Y que el periodista por fin diera
la cara me tranquilizó un poco.
‒Sí, soy yo. ¿Tú eres Blanus?
‒Soy Blanus. Encantado de verte
en persona, Yena.
El hombre se acercó con pasos que resonaron en el silencio
del aparcamiento. Era alto, iba bien vestido, con traje de corte japonés, camisa
de licra beis y sobrecuello negro, además de zapatos de sintepiel, y sus
andares eran elásticos y resueltos, a juego con la elegancia con que vestía. Se
acercó hasta quedar a unos cinco metros de mí, no menos, lo cual en ese momento
agradecí. Necesitaba ese espacio para sentirme cómoda.
‒No te ofendas, pero tengo que
pedirte que me muestres tus datos ‒dijo entonces‒. Simplemente por seguridad.
‒Claro. Y tú haces lo mismo, ¿no?
‒Por supuesto.
Y ambos permitimos la visualización, cada uno en el SPD del
otro, de nuestras credenciales, con la información básica verificada por las
plataformas de acreditación y pago de la red. Así que él vio la mía: Yena
Quiroga Corso, Ingeniera de Sistemas Robóticos Integrados, treinta y siete
años, género femenino, residente en Villalba /Guadarrama#7 /Distrito de Sierra Sur,
solvencia económica verde, nivel de crédito medio-alto; y yo pude ver la suya: Blanus
Guerkiga Erranzo, Administrador de Información y Contenidos, cuarenta y cinco
años, género masculino, residente en Torrejón /Henares#2 /Distrito de Barajas,
solvencia económica verde, nivel de crédito medio-bajo, dos créditos abiertos
actualmente. Perfecto, sabía con quién estaba tratando; era el tipo con el que
había contactado. Mis niveles de ansiedad bajaron y mi pulso descendió a 95. Empecé
a sentir que controlaba la situación.
‒De acuerdo. ¿Te ha costado
llegar hasta aquí, Yena?
‒No, no, llegar ha sido relativamente
fácil. Aunque el sitio no me tranquiliza mucho.
‒Claro, lo entiendo, pero es más
seguro así. Aquí el rastreo personal se hace mucho más difícil, y buscamos ante
todo el anonimato.
‒Ya, ya…
‒Y, en relación con lo que te
pregunté antes, ¿estás segura de que nadie te ha seguido? ¿Ni siquiera arriba,
en la antigua zona comercial?
‒Sí, estoy segura ‒mentí, y
creí haberlo hecho bien.
Él afiló la mirada, y sentí que me escrutaba. Su expresión,
en ese momento, me pareció tan gélida como la de un tiburón, aunque un instante
después sonreía de nuevo cálidamente. No era feo; había algo en ese rostro que inspiraba
confianza.
‒Bien, eso está muy bien ‒dijo‒. Debemos extremar el cuidado,
ya sabes.
‒Lo sé… soy muy consciente de
ello. Yo ahora, por cierto, tengo que salir por donde he entrado, ¿no? Para que
no puedan vernos salir a los dos del mismo aparcamiento…
‒Exacto, tal y como lo hablamos.
Aquí abajo no hay monitorización, es una zona ciega, lo tengo comprobado; pero
en cuanto salgamos nos pueden fichar rápido, y conviene que las matrices no nos
asocien. Eso tú lo sabes mejor que yo, claro, porque trabajas desarrollando
sistemas para el ayuntamiento: yo sólo te hablo del mejor procedimiento a
seguir desde el punto de vista práctico. Y, a propósito de los sistemas del
ayuntamiento, creo que podemos pasar al asunto que nos trae aquí, ¿no? Mejor no
perder mucho más tiempo, por si aparece alguien.
‒¿Crees que puede aparecer
alguien? ‒pregunté inquieta, mirando instintivamente a mi alrededor, y me
acordé de los tipos de arriba.
‒Bueno, esto es un aparcamiento
público; podría bajar cualquiera. No nos interesa que nos vean hablando, eso es
todo. Pero cálmate, no va a pasar nada.
‒Ya…
‒En fin, ¿has traído la
información?
‒Lo tengo todo. De todas formas, antes
quiero cerciorarme de que el uso que tu medio haga de la información no se
podrá rastrear hasta mí ni va a causar ningún daño a mi empresa.
‒No tienes de qué preocuparte,
Yena. La información será segmentada y le daremos diferentes atribuciones de
fuente a cada una de las partes; iremos publicándola poco a poco y haremos ver
que hay múltiples denuncias, por parte de operadores privados, de las prácticas
ilegales del ayuntamiento. La Ley de Protección de la Información nos ampara,
siempre que no se llegue a juicio, y ésa no es nuestra intención: lo único que
queremos es sacar a la luz la corrupción en la gestión municipal, crear un
escándalo ante la opinión pública; después, las implicaciones legales del
asunto incluso darán igual si la empresa licenciataria cae, que es nuestro único
propósito. Y, en cualquier caso, si hay datos que sólo tu empresa pudiera haber
tenido, lo arreglaremos todo para que parezca información robada. Podemos crear
una secuencia fantasma de circulación en la red que pase por el Bloque Asiático
o por las Repúblicas Libres Americanas, y así haremos ver que sus agentes consiguieron
la información y nos la filtraron. Las implicaciones legales por publicarla así
son serias, pero no te alarmes por eso: corre de nuestra parte, estamos
acostumbrados. Los litigios por estos asuntos se dilatan años y no suelen tener
consecuencias, más allá del pago de multas. Puedes quedarte tranquila: otros
cargarán con la responsabilidad, y lo mejor es que ni siquiera existen. Así que
nada los relacionará contigo.
‒Vale, de acuerdo… ‒asentí‒. Los datos sobre los contratos públicos
inflados están fragmentados en la red, y mezclados con información basura para
que sea imposible dar con ellos mediante un sondeo denso. Llevo el algoritmo de
compilación y desbloqueo en la memoria y tengo aquí ‒y di una palmadita en mi bolso‒
una llave de uso monopersonal. Así sólo podrá ejecutarlo el portador.
Blanus sonrió, y de nuevo me pareció más un tiburón que un
ser humano.
‒Lo has hecho muy bien, Yena. Así
que tenemos la certeza de que no hay información libre por ahí, al alcance de
la mano, ¿verdad?
Yo asentí con la cabeza. No sabía qué era, pero algo me
empezaba a inquietar de nuevo. Mucho.
‒No, el algoritmo que ha
dispersado la información es inútil sin la llave; no se podría localizar ningún
dato, ni cribarlo ni unirlo al resto.
‒Perfecto entonces, perfecto.
Sólo una cosa más, Yena.
‒¿Qué?
En ese mismo momento, otros tres hombres salieron de la
nada. Uno a mi derecha y otro a mi izquierda; me giré instintivamente y, en
efecto, había otro cerrándome el paso por la espalda. Aparecieron de detrás de
columnas y coches o furgonetas, en completo silencio y sin mostrar huella alguna
en el SPD. Eran fantasmas. Vestían de modo parecido a Blanus, aunque un poco
más informales, sin su elegancia. Cada uno estaba en un radio de diez o doce
metros de mí, y a esa distancia se quedaron. Sólo uno de ellos, el que quedaba
a mi derecha, echó a caminar lentamente en mi dirección. Iba desarmado, pero me
pareció francamente amenazador. Su mirada lo era. Y Blanus ya no disimulaba en
absoluto su expresión de tiburón; por lo visto, el momento de la simpatía había
pasado.
‒Verás… te agradezco mucho la
diligencia que has demostrado ‒dijo‒. La verdad es que nos pones en bandeja una información que
nos va a venir muy bien. Desgraciadamente, no es suficiente… Nos hace falta,
además, la que queda en tu cabeza, la información personal, todos los datos de
los que ni siquiera tú misma eres consciente, acerca de reuniones, llamadas, comentarios
que hayas escuchado, palabras o imágenes significativas que te pasaron
inadvertidas en su momento… Todo, ya sabes: esas cosas con las que las matrices
hacen milagros. Pero para eso tienes que venirte con nosotros, claro está. Nos
haces falta para hacer el vaciado. Nos hace falta tu cabeza.
Mi pulso se disparó a ciento cuarenta y en aumento. Me
costaba respirar. Me temblaban las piernas, apenas podía tenerme. El tipo que
estaba a mi derecha seguía avanzando hacia mí, mientras que el de la
izquierda si dirigió al furgón negro de detrás del cual había salido, que al
aproximarse él arrancó automáticamente y le abrió la puerta del conductor y la compuerta
corrediza lateral. Iban a meterme en ese furgón. Iban a secuestrarme. Me
sacarían toda la información de la cabeza, me dejarían seca, y luego,
con toda probabilidad, me matarían y mi cadáver nunca aparecería. No volvería a
ver a Pol; no volvería a ver a mis padres ni a mi hermana. Pero qué error había
cometido al querer denunciar a la empresa que gestionaba el ayuntamiento…
‒Tú no eres Blanus ‒dije con voz temblorosa; una constatación bastante
irrelevante a esas alturas, ciertamente.
‒Sí lo soy. O no… qué más
da ya. En realidad, Blanus no existe como tal, sólo es un nombre bajo el que
publica la matriz de #LíneaZero; todos lo son. Es un personaje asignable en
función de las circunstancias, como ésta, a la hora de hablar en persona contigo.
Pero eso no importa mucho, porque nadie suele verlo dos veces.
‒Y entonces, el propio medio…
Era curioso ‒como para reflexionar sobre ello
ahora, retrospectivamente‒ que, en ese momento, cuando
iban a meterme en un furgón para llevarme al matadero, a mí pudiera importarme
aclarar ese punto. Pero así es como funcionan las mentes, supongo; necesitan
racionalizarlo todo, colocar cada pieza en su sitio, dar sentido a las
situaciones, incluso cuando dicho sentido puede suponer poco o nada en la
práctica.
‒¿#LíneaZero? Bueno, uno como
cualquier otro. No es que yo me ocupe de eso. Pero deberías saber que todo medio
de información, por mucho que presuma de independiente, pertenece a una
empresa, Yena. Y que las empresas tienen intereses; y que el principal interés
de una empresa puede ser destruir a otra rival; por ejemplo, a la gestora del
ayuntamiento, mediante la información que tú nos ofreciste. En fin, una lección
de la que, desgraciadamente, no tendrás ocasión de aprender nada.
El que se me acercaba estaba a menos de tres metros de mí, y
ya levantaba una mano para cogerme. Debió de ser la adrenalina, no sé, porque
estaba aterrada y lo recuerdo todo con gran confusión; pero el caso es saqué rápidamente
la pistola impresa del bolso y mi competencia instalada hizo el resto.
Blam, blam, blam. Tres tiros que alcanzaron a mi atacante en
pleno torso, a menos de cinco centímetros uno de otro. Y no le hicieron nada,
salvo detener su avance; el tipo debía de llevar ropa de tejido anticinético,
además de quién sabe qué tipo de piel sintética deflectora. Equipamiento básico
de mercenarios empresariales de alto nivel, y aquéllos lo parecían. Sólo
entonces el hombre activó una autopistola que emergió de su antebrazo derecho y
levantó éste hacia mí para apuntarme.
En ese momento yo tendría que haber sentido el pánico más
absoluto, pero lo imprevisible entró en juego y la sorpresa dejó suspendida esa
emoción, convirtiéndola en algo manejable, en un miedo que todavía me permitía
reaccionar, aunque no entendiera nada.
Y es que una detonación mucho más fuerte y seca que las de
mi pistola resonó en el aparcamiento y, a la vez, en el pecho de ese hombre,
justo donde yo lo había alcanzado, se abrió un enorme boquete rojo. Con los
ojos en blanco y súbitamente lívido, cayó de rodillas y a continuación se
desplomó hacia atrás, como un títere al que le hubieran cortado las cuerdas. Entonces
se escuchó un petardeo que parecía proceder de todas partes y, de forma casi
instantánea, el aparcamiento se llenó de una densa niebla ámbar que apenas
permitía ver nada. Los demás gritaron «¡es una trampa!; ¡niebla de combate!; ¡cubríos!»,
y sacaron sus pistolas ‒el del furgón, una escopeta‒ a la vez que se parapetaban tras vehículos o columnas del
aparcamiento.
Yo me quedé inmóvil, completamente pasmada. Más tarde, por
supuesto, me arrepentí de haber sido tan borde con el exmilitar pesado que
ahora me estaba salvando el pellejo.
Continuará
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