OTRA BELLA DURMIENTE (cap. 3)

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OTRA BELLA DURMIENTE
 
 
 
 
 
 
JESÚS FUENSANTA
A   R   R   E   G   L   A   D   O   R
 
En…
OTRA BELLA DURMIENTE 
(capítulo 3)
 



Una historia noir de...
D+D PUCHE DÍAZ [+info]
21/11/2024
 
 
 
   
 
[Lee el capítulo 1] Cuando lo tuve todo claro, me decidí a actuar. En este trabajo, el cincuenta por ciento del éxito depende de tomar la iniciativa en cuanto ves que es el momento oportuno, sin vacilar; como andes pensándote las cosas, nada sale bien. Has de tener gran confianza en ti mismo y fiarte de tu intuición. Las cosas siempre pueden torcerse sobre la marcha, es más, lo van a hacer: esa certeza está ahí atenazándote, pero no puedes dejar que te impida actuar. Si no estás convencido de que tus habilidades y tu experiencia te sacarán del atolladero cuando llegue el momento, no podrías ni plantearte siquiera el dedicarte a esto. Yo ya sabía lo que era dudar de uno mismo, el efecto paralizador que eso tiene, y lo mucho, muchísimo, que cuesta salir de ese abismo cuando has caído en él. De hecho, me llevó unos años de retiro. Pero, con enorme tesón y esfuerzo, había conseguido volver a estar en la brecha. Con eso, y con la inestimable sabiduría que te da el fracaso, cuando logras sobreponerte a él.
Dar los pasos adecuados, en el orden debido, al ritmo correcto. Sin titubeos. Ésa es la clave del éxito. Así que, tras varios días de atenta vigilancia, recabando la información necesaria, me puse manos a la obra. Lo primero era tener una excusa para entrar en la casa; entrar al asalto hubiera sido imposible para un hombre solo, por mucha preparación que tuviera. Eso sólo sale bien en las películas, todo ese rollo del one man army, muy épico, pero sin pies ni cabeza. El mundo real es horriblemente prosaico.
Lo que hice fue averiguar el número de teléfono de uno de ellos, sirviéndome de nuevo de las redes sociales, de LinkedIn, y de todas esas páginas donde los imbéciles que juegan a ser chicos malos, sin la más mínima profesionalidad, dejan toda su información para que los pillen rápido. Como ya los tenía localizados a través del perfil de Isabel, unas cuantas búsquedas cruzadas me bastaron para encontrar un número de móvil de uno de los del grupo; figuraba en la publicidad de un garito de universitarios del que había sido “relaciones públicas”. Aun así, con eso no me bastaba: estuve mirando su perfil en redes hasta encontrar a alguien, algún amigo o conocido con el que se le viera en varias fotos y que me diera la impresión apropiada. Probé con tres o cuatro hasta que di con lo que necesitaba: un universitario fiestero, con pinta de hijo de papá, que salía en varias fotos de diferentes perfiles abiertos al público, además, porque esta gente tiene una necesidad patológica de exhibirse evidentemente borracho o drogado. El típico memo que termina bailando de pie sobre la barra de un bar de copas de Salou, descamisado y con una corbata anudada en la frente, y además comparte orgulloso ese recuerdo inmortal.
Llamé al número de móvil y ocurrió lo que me esperaba. Eran precavidos, pero sólo lo justito; aparentaban ser gente del negocio, pero les quedaba muy grande. El que me contestó, cuando me hice pasar por un cliente que quería concertar una compra, receló mucho. No me conocía, me preguntó quién era, y le di un nombre cualquiera. Por supuesto, quiso saber de dónde había sacado su número, así que le hablé del fiestero de las redes sociales; le dije que teníamos amigos en común y que él me había pasado el número y me había dicho que preguntara por él. El tipo, por supuesto, no terminaba de fiarse; tan tonto no era. De modo que me dijo que esperara a que me devolviera la llamada, porque iba a hacer unas comprobaciones.
Al cabo de una hora, recibí una llamada de otro número distinto. El que se puso al habla era otra persona; sin lugar a duda, era el que me había parecido el líder del grupo. La voz, en efecto, sonaba algo mayor y más segura de sí. También era más espabilado, más receloso. Me sometió a un pequeño interrogatorio. Evidentemente, habían llamado al fiestero que salía en las fotos y los vídeos y le habían preguntado por mí, o por el nombre falso que les había dado; les habría dicho que no tenía ni idea de quién era yo. Pero le hablé de la fiesta en tal sitio, que había visto en las redes, y de cómo conocí al juerguista una noche en que iba con un colocón tremendo, tanto que era normal que no se hubiera quedado con mi nombre, pero que lo pasamos en grande; y le di algún dato adicional suyo de los que había husmeado por ahí, y le conté que aquella noche le pregunté que dónde podía conseguir producto del bueno, y que me había dado el número y su recomendación personal. Estuve sólido y coherente en mi relato, respondí sin titubeos a las preguntas que me hizo el jefe y, pese a su resistencia inicial, terminó aflojando un poco y concertamos una cita. Expliqué que tardaría un par de horas en llegar ya para el anochecer, porque me convenía la oscuridad para salir de allí con la chica, aunque en realidad estaba aparcado justo a treinta metros. Contestó que «OK» y colgó.
Aproveché ese par de horas para hacer unas últimas observaciones, y la situación se me puso de cara: dos de los miembros del grupo salieron de la casa, de modo que dentro quedaban un máximo de tres, aparte de Isabel; la cosa se volvía así más manejable. Moví el coche y di unas cuantas vueltas hasta que encontré el aparcamiento que más me convenía: cerca de la casa porque tendría que salir a toda prisa y no me convenía ir por la calle arrastrando a una chica probablemente drogada y, además de eso, orientado para salir quemando ruedas de la urbanización, en dirección a la autovía. Previamente había comprobado también la frecuencia con la que pasaban por allí los coches patrulla de la policía, y llegué a la conclusión de que no supondrían un problema, salvo que todo saliera tremendamente mal. Un margen de error, por cierto, con el que uno siempre ha de arriesgarse.
A la hora convenida, salí del coche sin temor a ver visto, porque estaba en una calle perpendicular a la de la casa, y me dirigí a la entrada de ésta. Llamé al portero automático de la verja exterior y esperé casi un minuto hasta que alguien contestó. Di el nombre falso y me respondieron que esperara. Al cabo de otro par de minutos, en que con toda seguridad me estuvieron mirando tras los visillos de la primera planta no vi ninguna cámara de vídeo camuflada en el perímetro, uno de los aprendices de camello salió al descuidado jardín y se acercó a la verja. Era al que había llamado por teléfono en un principio: muy joven, inexperto, se hacía el duro por encima de sus posibilidades; un muchacho de recursos jugando a ser el chico malo, probablemente para joder a su padre, el abogado o alto funcionario. Su uniforme de hippie rastas, camisa de motivos tribales, dos tallas grande y medio desabrochada, enseñando los muchos colgantes sobre el pecho, a juego con las dilatas enormes y las pulseritas jamaicanas; vaqueros muy rotos y, cómo no, unas Adidas de ciento veinte pavos no ocultaba las maneras y la forma de hablar del que ha pasado por un colegio privado de los caros. Me escrutó desde el otro lado de la reja, muy serio, sin abrir. A la vez, preguntó:
¿Juanjo?
Sí, soy yo. ¿Tú eres Héctor?
Sí…
Me miró entornando los ojos, antes de seguir:
¿Sabes qué? El Fermín no tiene ni idea de quién eres, colega.
Me encogí de hombros.
Joder, hombre, pues entonces ¿de qué lo conozco yo? ¿Cómo es que tengo tu número? Puede que él no se acuerde de la fiesta en el Symposium hace un mes, pero yo sí me acuerdo, qué quieres que te diga. No me extraña que él no, porque llevaba un pedal tremendo; iba con una rubia muy guapa, no caigo ahora en cómo se llamaba… Katrina, o algo así… era rusa o de por ahí.
La había visto en las redes; salía en muchas fotos del tal Fermín, el fiestero imbécil, y él salía en unas cuantas de ella en Instagram. Como poco, habrían tenido un rollo, y si este Héctor era amigo suyo debía de sonarle. Yo sabía que no se llamaba Katrina, sino Katia, y no era rusa, sino húngara; pero a veces los pequeños errores hacen más plausible una historia que una excesiva concreción, porque la gente en realidad no va por ahí recordándolo todo a la perfección. Hay que evitar que los detalles parezcan aprendidos de memoria.
Mencionar a la rubia fue una buena apuesta. Las asociaciones de ideas agradables funcionan, por lo menos con capullos sin dos dedos de frente, como aquél. En cuanto la saqué a colación, el muy lerdo se relajó bastante. Incluso esbozó una sonrisa de complicidad.
Ya, ya, la Katia… Menudas tetas, ¿eh?
Sí, no veas contesté, intentando aparentar que quería mantener el aplomo aunque en realidad estuviera nervioso; idea que reforcé mirando a ambos lados de la calle, fingiendo inquietud.
El aplomo lo tenía yo en la funda tobillera donde llevaba la Beretta Px4 Sub-Compact, porque no iba a meterme en esa casa ni loco sin un hierro, aunque fuera uno corto; su hermano mayor, mi fiel SIG P226, esperaba en el compartimento del reposabrazos del coche. Esperaba no tener que usar ninguno de ellos, pero ya se sabe, mejor llevar una herramienta y no necesitarla que necesitarla y no llevarla encima.
El hippie, ya más tranquilo, abrió la puerta exterior y me dijo que lo siguiera mientras continuaba hablando de la rubia. Cháchara insustancial; quería parecer el tipo cool que no se inmuta y te da palique sobre mujeres mientras hace negocios. Una forma de mostrarse simpático y, a la vez, dueño de la situación. Cosas de novatos. Atravesamos el sucio y abandonado jardín, subimos unos escalones, y entramos en la casa. La puerta estaba abierta: no la había cerrado al salir, ni echó la cerradura al volver a entrar. Confiaban en la protección del recinto exterior. Estaban muy verdes, desde luego. Y me lo demostraron de nuevo cuando otro de ellos de estética similar, que estaba allí plantado esperando, me dijo: «espera, tío, tengo que asegurarme de que vas limpio», y me cacheó, pero sin bajar de la cintura. Fue el momento más tenso, pero por suerte no se percató de la pipa que llevaba en la pierna izquierda.
Ese otro no se presentó. Tras cachearme tan torpemente, me hizo entrar al salón, para lo cual pasamos al lado de la escalera que conducía a la planta superior. Yo estaba muy pendiente en todo momento de lo que ocurría a mi alrededor, y procuraba hacerme una visión de conjunto del interior de la casa y de la situación exacta de cada persona en cada instante. Eso es imprescindible para actuar rápida y certeramente, minimizando cualquier posibilidad de error.
En el salón había un sofá con chaise longue, donde estaba echado un hombre que parecía dormido; ése no era uno de ellos, sino un cliente al que había visto entrar como dos horas antes. Se había quedado ahí sobado, lo cual no parecía alterar la rutina de mis anfitriones: el que me había cacheado se sentó en uno de los tres grandes sillones y reanudó una partida a la consola frente a un enorme televisor de plasma. Completaba el conjunto digno de una revista de interiorismo una mesa central baja llena de revistas guarras, latas de cerveza aplastadas, vasos tirados y una cachimba. Todo estaba bastante mugriento, y había marcas de quemaduras en el suelo; no habían pasado una escoba en meses, por lo menos, y olía a establo que era inaguantable. En cuanto a los dos aprendices de traficante, tras observarlos atentamente un par de minutos me cercioré de que habían consumido algo: estaban un poco acelerados, hiperactivos, nerviosos; efectos típicos de la coca. Eso quería decir que tendrían reacciones enérgicas, pero algo torpes, sin pleno control. Qué estúpidos; camellos que consumen. Lo último que se debe hacer.
En cualquier caso, allí faltaba uno, el mayor del grupo, con el que yo había hablado por teléfono. Sabía que estaba en la casa, así que debía de estar arriba. De él no sabía ni su estado de alerta ni su capacidad de respuesta, de modo que estaba parcialmente a ciegas. Esperé que hubiera suerte y bajara, porque de lo contrario podría estar esperándome arriba cuando yo actuase. Pero, por el momento, la escena debía fluir; no tenía tiempo para pensar demasiado. Justo entonces, el que me había abierto la puerta, tras ofrecerme una cerveza que rechacé, me dijo:
Bueno, tío, pues tú dirás lo que quieres pillar. Pero antes tienes que enseñarme la pasta que traes; aquí no adelantamos a nadie.
 
 
 
Continuará muy pronto...
 
  
  
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