OTRA BELLA DURMIENTE
JESÚS FUENSANTA
A R R E G L A D O R
En…
OTRA BELLA DURMIENTE
(capítulo 3)
[Lee el capítulo 1] Cuando lo tuve todo claro, me
decidí a actuar. En este trabajo, el cincuenta por ciento del éxito depende de
tomar la iniciativa en cuanto ves que es el momento oportuno, sin vacilar; como
andes pensándote las cosas, nada sale bien. Has de tener gran confianza en ti mismo
y fiarte de tu intuición. Las cosas siempre pueden torcerse sobre la marcha, es
más, lo van a hacer: esa certeza está ahí atenazándote, pero no puedes
dejar que te impida actuar. Si no estás convencido de que tus habilidades y tu
experiencia te sacarán del atolladero cuando llegue el momento, no podrías ni
plantearte siquiera el dedicarte a esto. Yo ya sabía lo que era dudar de uno
mismo, el efecto paralizador que eso tiene, y lo mucho, muchísimo, que cuesta
salir de ese abismo cuando has caído en él. De hecho, me llevó unos años de
retiro. Pero, con enorme tesón y esfuerzo, había conseguido volver a estar en
la brecha. Con eso, y con la inestimable sabiduría que te da el fracaso, cuando
logras sobreponerte a él.
Dar los pasos adecuados, en el
orden debido, al ritmo correcto. Sin titubeos. Ésa es la clave del éxito. Así
que, tras varios días de atenta vigilancia, recabando la información necesaria,
me puse manos a la obra. Lo primero era tener una excusa para entrar en la
casa; entrar al asalto hubiera sido imposible para un hombre solo, por mucha
preparación que tuviera. Eso sólo sale bien en las películas, todo ese rollo
del one man army, muy épico, pero sin pies ni cabeza. El mundo real es
horriblemente prosaico.
Lo que hice fue averiguar el
número de teléfono de uno de ellos, sirviéndome de nuevo de las redes sociales,
de LinkedIn, y de todas esas páginas donde los imbéciles que juegan a ser chicos
malos, sin la más mínima profesionalidad, dejan toda su información para que
los pillen rápido. Como ya los tenía localizados a través del perfil de Isabel,
unas cuantas búsquedas cruzadas me bastaron para encontrar un número de móvil
de uno de los del grupo; figuraba en la publicidad de un garito de
universitarios del que había sido “relaciones públicas”. Aun así, con eso no me
bastaba: estuve mirando su perfil en redes hasta encontrar a alguien, algún
amigo o conocido con el que se le viera en varias fotos y que me diera la
impresión apropiada. Probé con tres o cuatro hasta que di con lo que
necesitaba: un universitario fiestero, con pinta de hijo de papá, que salía en
varias fotos de diferentes perfiles ‒abiertos al público, además,
porque esta gente tiene una necesidad patológica de exhibirse‒
evidentemente borracho o drogado. El típico memo que termina bailando de pie
sobre la barra de un bar de copas de Salou, descamisado y con una corbata
anudada en la frente, y además comparte orgulloso ese recuerdo inmortal.
Llamé al número de móvil y
ocurrió lo que me esperaba. Eran precavidos, pero sólo lo justito; aparentaban
ser gente del negocio, pero les quedaba muy grande. El que me contestó, cuando
me hice pasar por un cliente que quería concertar una compra, receló mucho. No
me conocía, me preguntó quién era, y le di un nombre cualquiera. Por supuesto, quiso
saber de dónde había sacado su número, así que le hablé del fiestero de las
redes sociales; le dije que teníamos amigos en común y que él me había pasado
el número y me había dicho que preguntara por él. El tipo, por supuesto, no
terminaba de fiarse; tan tonto no era. De modo que me dijo que esperara a que
me devolviera la llamada, porque iba a hacer unas comprobaciones.
Al cabo de una hora, recibí una
llamada de otro número distinto. El que se puso al habla era otra persona; sin
lugar a duda, era el que me había parecido el líder del grupo. La voz, en
efecto, sonaba algo mayor y más segura de sí. También era más espabilado, más
receloso. Me sometió a un pequeño interrogatorio. Evidentemente, habían llamado
al fiestero que salía en las fotos y los vídeos y le habían preguntado por mí,
o por el nombre falso que les había dado; les habría dicho que no tenía ni idea
de quién era yo. Pero le hablé de la fiesta en tal sitio, que había visto en las
redes, y de cómo conocí al juerguista una noche en que iba con un colocón
tremendo, tanto que era normal que no se hubiera quedado con mi nombre, pero
que lo pasamos en grande; y le di algún dato adicional suyo de los que había
husmeado por ahí, y le conté que aquella noche le pregunté que dónde podía
conseguir producto del bueno, y que me había dado el número y su recomendación
personal. Estuve sólido y coherente en mi relato, respondí sin titubeos a las
preguntas que me hizo el jefe y, pese a su resistencia inicial, terminó
aflojando un poco y concertamos una cita. Expliqué que tardaría un par de horas
en llegar ‒ya
para el anochecer, porque me convenía la oscuridad para salir de allí con la
chica‒,
aunque en realidad estaba aparcado justo a treinta metros. Contestó que «OK» y
colgó.
Aproveché ese par de horas para
hacer unas últimas observaciones, y la situación se me puso de cara: dos de los
miembros del grupo salieron de la casa, de modo que dentro quedaban un máximo
de tres, aparte de Isabel; la cosa se volvía así más manejable. Moví el coche y
di unas cuantas vueltas hasta que encontré el aparcamiento que más me convenía:
cerca de la casa ‒porque tendría que salir a toda prisa y
no me convenía ir por la calle arrastrando a una chica probablemente drogada‒ y,
además de eso, orientado para salir quemando ruedas de la urbanización, en
dirección a la autovía. Previamente había comprobado también la frecuencia con
la que pasaban por allí los coches patrulla de la policía, y llegué a la
conclusión de que no supondrían un problema, salvo que todo saliera
tremendamente mal. Un margen de error, por cierto, con el que uno siempre ha de
arriesgarse.
A la hora convenida, salí del
coche sin temor a ver visto, porque estaba en una calle perpendicular a la de
la casa, y me dirigí a la entrada de ésta. Llamé al portero automático de la
verja exterior y esperé casi un minuto hasta que alguien contestó. Di el nombre
falso y me respondieron que esperara. Al cabo de otro par de minutos, en que
con toda seguridad me estuvieron mirando tras los visillos de la primera planta
‒no vi
ninguna cámara de vídeo camuflada en el perímetro‒, uno de los aprendices de camello
salió al descuidado jardín y se acercó a la verja. Era al que había llamado por
teléfono en un principio: muy joven, inexperto, se hacía el duro por encima de
sus posibilidades; un muchacho de recursos jugando a ser el chico malo, probablemente
para joder a su padre, el abogado o alto funcionario. Su uniforme de hippie ‒rastas,
camisa de motivos tribales, dos tallas grande y medio desabrochada, enseñando
los muchos colgantes sobre el pecho, a juego con las dilatas enormes y las
pulseritas jamaicanas; vaqueros muy rotos y, cómo no, unas Adidas de ciento
veinte pavos‒ no
ocultaba las maneras y la forma de hablar del que ha pasado por un colegio
privado de los caros. Me escrutó desde el otro lado de la reja, muy serio, sin
abrir. A la vez, preguntó:
‒¿Juanjo?
‒Sí, soy yo. ¿Tú eres Héctor?
‒Sí…
Me miró entornando los ojos,
antes de seguir:
‒¿Sabes qué? El Fermín no tiene
ni idea de quién eres, colega.
Me encogí de hombros.
‒Joder, hombre, pues entonces ¿de
qué lo conozco yo? ¿Cómo es que tengo tu número? Puede que él no se acuerde de
la fiesta en el Symposium hace un mes, pero yo sí me acuerdo, qué quieres que
te diga. No me extraña que él no, porque llevaba un pedal tremendo; iba con una
rubia muy guapa, no caigo ahora en cómo se llamaba… Katrina, o algo así… era
rusa o de por ahí.
La había visto en las redes;
salía en muchas fotos del tal Fermín, el fiestero imbécil, y él salía en unas
cuantas de ella en Instagram. Como poco, habrían tenido un rollo, y si este
Héctor era amigo suyo debía de sonarle. Yo sabía que no se llamaba Katrina,
sino Katia, y no era rusa, sino húngara; pero a veces los pequeños errores
hacen más plausible una historia que una excesiva concreción, porque la gente
en realidad no va por ahí recordándolo todo a la perfección. Hay que evitar que
los detalles parezcan aprendidos de memoria.
Mencionar a la rubia fue una
buena apuesta. Las asociaciones de ideas agradables funcionan, por lo menos con
capullos sin dos dedos de frente, como aquél. En cuanto la saqué a colación, el
muy lerdo se relajó bastante. Incluso esbozó una sonrisa de complicidad.
‒Ya, ya, la Katia… Menudas tetas,
¿eh?
‒Sí, no veas ‒contesté,
intentando aparentar que quería mantener el aplomo aunque en realidad estuviera
nervioso; idea que reforcé mirando a ambos lados de la calle, fingiendo inquietud.
El aplomo lo tenía yo en la
funda tobillera donde llevaba la Beretta Px4 Sub-Compact, porque no iba a
meterme en esa casa ni loco sin un hierro, aunque fuera uno corto; su hermano
mayor, mi fiel SIG P226, esperaba en el compartimento del reposabrazos del
coche. Esperaba no tener que usar ninguno de ellos, pero ya se sabe, mejor
llevar una herramienta y no necesitarla que necesitarla y no llevarla encima.
El hippie, ya más tranquilo,
abrió la puerta exterior y me dijo que lo siguiera mientras continuaba hablando
de la rubia. Cháchara insustancial; quería parecer el tipo cool que no
se inmuta y te da palique sobre mujeres mientras hace negocios. Una forma de mostrarse
simpático y, a la vez, dueño de la situación. Cosas de novatos. Atravesamos el
sucio y abandonado jardín, subimos unos escalones, y entramos en la casa. La
puerta estaba abierta: no la había cerrado al salir, ni echó la cerradura al volver
a entrar. Confiaban en la protección del recinto exterior. Estaban muy verdes,
desde luego. Y me lo demostraron de nuevo cuando otro de ellos ‒de estética
similar‒, que
estaba allí plantado esperando, me dijo: «espera, tío, tengo que asegurarme de
que vas limpio», y me cacheó, pero sin bajar de la cintura. Fue el momento más
tenso, pero por suerte no se percató de la pipa que llevaba en la pierna
izquierda.
Ese otro no se presentó. Tras
cachearme tan torpemente, me hizo entrar al salón, para lo cual pasamos al lado
de la escalera que conducía a la planta superior. Yo estaba muy pendiente en
todo momento de lo que ocurría a mi alrededor, y procuraba hacerme una visión
de conjunto del interior de la casa y de la situación exacta de cada persona en
cada instante. Eso es imprescindible para actuar rápida y certeramente,
minimizando cualquier posibilidad de error.
En el salón había un sofá con chaise
longue, donde estaba echado un hombre que parecía dormido; ése no era uno
de ellos, sino un cliente al que había visto entrar como dos horas antes. Se
había quedado ahí sobado, lo cual no parecía alterar la rutina de mis
anfitriones: el que me había cacheado se sentó en uno de los tres grandes
sillones y reanudó una partida a la consola frente a un enorme televisor de
plasma. Completaba el conjunto ‒digno de una revista de
interiorismo‒ una
mesa central baja llena de revistas guarras, latas de cerveza aplastadas, vasos
tirados y una cachimba. Todo estaba bastante mugriento, y había marcas de
quemaduras en el suelo; no habían pasado una escoba en meses, por lo menos, y
olía a establo que era inaguantable. En cuanto a los dos aprendices de
traficante, tras observarlos atentamente un par de minutos me cercioré de que
habían consumido algo: estaban un poco acelerados, hiperactivos, nerviosos;
efectos típicos de la coca. Eso quería decir que tendrían reacciones enérgicas,
pero algo torpes, sin pleno control. Qué estúpidos; camellos que consumen. Lo
último que se debe hacer.
En cualquier caso, allí faltaba
uno, el mayor del grupo, con el que yo había hablado por teléfono. Sabía que
estaba en la casa, así que debía de estar arriba. De él no sabía ni su estado
de alerta ni su capacidad de respuesta, de modo que estaba parcialmente a
ciegas. Esperé que hubiera suerte y bajara, porque de lo contrario podría estar
esperándome arriba cuando yo actuase. Pero, por el momento, la escena debía
fluir; no tenía tiempo para pensar demasiado. Justo entonces, el que me había
abierto la puerta, tras ofrecerme una cerveza que rechacé, me dijo:
‒Bueno, tío, pues tú dirás lo que
quieres pillar. Pero antes tienes que enseñarme la pasta que traes; aquí no
adelantamos a nadie.
Continuará muy pronto...
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