LA NOCHE DE LOS DIFUNTOS

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La Noche de los Difuntos


UN CUENTO DE TERROR GÓTICO PARA HALLOWEEN








D. D. Puche Díaz
 
16/10/2025
 
 
 
     
 
 
El cementerio estaba al lado de la aldea; de hecho, los vallados de las últimas casas lindaban directamente con éste, de modo que las tumbas eran el paisaje que sus habitantes contemplaban cuando se asomaban a las ventanas o salían a sus puertas. Más allá se extendía el bosque, en una dirección, y los campos de cultivo, en la opuesta. La vida era sencilla y no faltaba un plato de comida en la mesa, ni un buen jarro de cerveza en la taberna tras concluir una dura jornada de trabajo. Corría el año 1634 de Nuestro Señor.
La vida era sencilla… o lo había sido. Desde hacía unos meses, y para desgracia de los parroquianos, las cosas habían cambiado. Fenómenos extraños empezaron a producirse en el bosque que estaba al otro lado del camposanto, y cada vez ocurrían más cerca de la aldea. Primero fueron destellos de luz entre los árboles, en plena noche, y ráfagas de aire que traían hedores malsanos; ya entonces, algunos habitantes de la pequeña localidad enfermaron y sufrieron fiebres y pesadillas. Más tarde comenzaron los ruidos, como gemidos en plena noche que parecían surgir de las tumbas y ponían los pelos de punta a cualquiera, causando pánico y angustia a la mayoría de los vecinos.
Con el paso de los días, esos inexplicables sucesos se intensificaron y el estado de ánimo de la población decayó rápidamente; pero todo eso no había sido nada comparado con lo que estaba por venir. Una funesta noche vieron al primero de ellos, una sombra que se arrastraba por el cementerio envuelta en las tinieblas. La gente, alertada por la familia que dio el aviso, se congregó en las cercas de las casas, y vieron espantados, entre llantos y oraciones, con la sangre helada, cómo eso se acercaba, hasta que un certero disparo de ballesta de uno de los hombres más decididos lo detuvo en seco. Pero nadie se atrevió a cruzar los vallados y acercarse a mirar; un miedo supersticioso se impuso. Y a la mañana siguiente, ya no estaba allí. Desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Aquello desafiaba las leyes de Dios, y sabían que no acabaría ahí. Algo maligno se había desatado, y no podían ni imaginarse hasta dónde llegaría.
A partir de ese momento aciago, que dibujó el estupor en sus rostros y atenazó sus corazones, la espantosa escena de la primera noche se repitió con creciente intensidad. La noche siguiente vieron arrastrarse a otro, vagamente iluminado por fuegos fatuos que flotaban sobre las tumbas, entre múltiples sonidos como de estertores y ráfagas pestilentes procedentes del cementerio. Los hombres, muchos de ellos avezados arqueros que habían estado en la guerra, lo abatieron a flechazos, no sin que su mera visión provocase estremecimientos de terror y locura entre los vecinos allí congregados, que se mantuvieron en vela toda la noche. Y a la siguiente vieron bambolearse erráticamente a dos, y a la otra vieron a cinco. Y casi peor que las visiones demenciales en sí era que reconocieron a algunos de ellos, los que se conservaban en mejor estado; eso resultó todavía más insoportable para sus familiares y amigos, que los vieron convertidos en semejantes despojos andantes y balbucientes.
Con el temor agarrotando sus mentes y cuerpos, ya de por sí agotados por la falta de descanso que provocaban las inacabables noches sin sueño, levantaron en días de extenuante trabajo altas tapias para proteger la aldea, y establecieron turnos para hacer guardias. Hombres con arcos y ballestas vigilaban en todo momento desde el parapeto y derribaban cualquier forma blasfema que se levantara por las noches entre los resplandores azules y verdes y el hedor insoportable. Pero no por ello eliminaron el terror en las siguientes semanas, sino que cambiaron una forma de terror por otra. El pánico a algo visible por todos y muy cercano, por el pánico más sutil, pero pánico igualmente a algo que sólo unos pocos divisaban; algo que parecía ahora más lejano, al estar al otro lado del frágil muro, pero que no por ello dejaba de representar una amenaza. El que había sido lugar de descanso eterno era ahora la fuente de su constante desasosiego. Al menos, de momento, habían contenido el avance de las horripilantes visitas nocturnas. Ninguna pudo pasar de la muralla. El miedo se aplacó así ligeramente, pero sólo para convertirse en la angustiosa espera de algo nefasto que intuían que terminaría por ocurrir.
 
 
  
 
Naturalmente, quedaron aislados de las tumbas de sus parientes y antepasados, al otro lado de la barrera, y con ello, del piadoso trato que les era debido; en cuanto a las defunciones que se produjeron a partir de ese momento, tuvieron que darles triste sepultura en las cunetas de los caminos que se alejaban del pueblo en dirección opuesta, atravesando los campos de cultivo. Y no es que nadie se atreviera a cruzar la muralla: enviaron siempre de día, por supuesto a varios hombres jóvenes, rápidos, intrépidos, para que exploraran el antiguo cementerio y el bosque próximo. Nunca habían visto producirse esos antinaturales y espeluznantes hechos bajo la luz del sol, y pensaban que sus exploradores, así, estarían a salvo, y traerían algún informe de valor acerca del origen de los perturbadores fenómenos. Pero los que se alejaron más, hasta internarse en el bosque que ahora se veía tan lejano, nunca regresaron; e incluso los que se quedaban más cerca, en todo momento a la vista, volvían completamente fuera de sí, como si hubieran visto u oído cosas pavorosas que quienes los cubrían desde el muro con sus saetas preparadas no podían percibir. Enloquecían hasta el punto de no volver a decir nada con sentido, con los ojos siempre abiertos de par en par y murmurando continuamente palabras inconexas y siniestras que contribuían a empeorar la reinante atmósfera de zozobra. Pronto aprendieron la lección y no volvieron a mandar a nadie más. Ni los más arrojados hubieran traspasado, por nada del mundo, ese muro que constituía la frontera entre la vida y la muerte, entre la cordura y la locura.
No obstante, lo que estaba pasando tampoco era una total sorpresa para los lugareños, algo que en modo alguno pudieran explicarse y que gravara con la inocencia la insufrible ansiedad que soportaban. Es obvio que aquello no era ni mucho menos normal, pero sí tenía para ellos una causa bastante presumible, que desde el primer momento fue puesta encima de la mesa por algunos y en torno a la cual había un amplio consenso. Y es que había una culpa compartida en aquel perverso asunto. Pues todo empezó poco tiempo después de que prendieran y quemaran a la bruja que vivía en una cabaña en lo más profundo del bosque. Ésta, llegada unos años atrás procedente de tierras del norte, se dedicaba a sus negras artes, amargando sus aguas y haciendo ocasionales sacrificios al Demonio; de cuando en cuando se perdían cabezas de ganado y aparecían descuartizadas y quemadas de manera macabra en impíos altares hechos con piedras en los confines del cementerio. Esa situación se prolongó hasta que un grupo de hombres, asustados y furiosos, decidió una noche acabar con ella de una vez por todas, de tal forma que la encerraron y quemaron viva en su cabaña. Tras esa noche de rabia y fuego, disfrutaron de una breve temporada de tranquilidad, pero estaba claro que el alma condenada de aquella nigromante había regresado para atormentarlos después de la muerte. La aldea estaba maldita, y por eso cada noche se alzaban los muertos del cementerio contra el que había sido su hogar, del mismo modo que ellos habían quemado viva a la bruja cuando se encontraba en el suyo.
Aquel acto de espontánea venganza del pueblo se había llevado a cabo de espaldas a los señores de aquellas tierras y a la iglesia, y acudir a ellos ahora para pedirles socorro, sin tener que dar explicaciones comprometedoras por su crimen por más que hubiera estado justificado resultaba complicado; por eso se resistieron a hacerlo todo el tiempo que pudieron. Pero, con el transcurso de los meses, las cosas no dejaron de empeorar, y si al principio podían contener a unos cuantos de esos levantados frente al muro, pronto el número de éstos, que crecía cada noche, los desbordó; y por fin, una medianoche verdaderamente terrorífica, varios de ellos traspasaron su línea de defensa, consiguieron trepar lenta y torpemente el bastión, entre enloquecedores gemidos, y entraron en la aldea. Allí la gente los remató nunca mejor dicho rápidamente con picas, guadañas y horcas; pero la escasa confianza de los aldeanos se había roto, y se veían cada vez más vulnerables ante los ataques. Tarde o temprano la pared de ladrillos de barro y mortero caería, y ellos con ella.
Con cierta timidez, propia de las clases humildes, avisaron a los alguaciles de la región, e incluso a los señores de aquellas tierras, de que sufrían ataques nocturnos por parte de seres que no eran de Dios; por supuesto, no se les tomó en serio. Ante su insistencia, los encargados de la Justicia terminaron indagando el posible bandidaje nocturno o el robo de ganado, que es lo que sin duda estarían padeciendo aquellos incultos y exagerados jornaleros; pero las pesquisas no arrojaron ningún resultado. Y, desde luego, los oficiales no vieron con sus propios ojos que allí ocurriera nada que desafiase las leyes divinas, ni tan siquiera las humanas. Mientras ellos estuvieron en la aldea, no ocurrió nada extraño, y lo único anómalo que encontraron fue el tabique que los lugareños habían alzado; ciertamente, parecían muy asustados, y no paraban de decir que veían seres infernales arrastrarse por las noches, lo cual, a todas luces, no eran sino temores nacidos de la ignorancia. Así que los alguaciles les advirtieron de que no hicieran perder el tiempo a la Justicia, y tal como vinieron, se marcharon.
 
 
  
 
 
Al verse desoídos de tal forma, los aldeanos enviaron a dos representantes ante el obispo y le contaron lo que ocurría, sin mencionar, por supuesto, la que creían que era su causa la cual debía permanecer en el silencio por siempre, o ellos mismos se arriesgaban a ser condenados. El prelado, enojado al oír lo que le contaban, y mostrando un claro menosprecio, les contestó que todo eso eran supersticiones de viejas con las que no debían molestarle. No obstante, y como ya había oído rumores, mandó a un par de legados, acompañados de un escuadrón de guardias, a que inquirieran qué es lo que pasaba en esa insignificante aldea. Llegaron una tarde, vieron el muro, cruzaron al cementerio por una escala, se acercaron al bosque… y no encontraron nada llamativo. Nada de nada. Y esa noche, como cuando vinieron los alguaciles, no ocurrió fenómeno insólito ni aberrante alguno. Los muertos alzados en el cementerio habían desaparecido, como tragados por la tierra, y a los que habían traspasado el muro, los habitantes de la aldea los habían quemado, con lo que no quedaban pruebas de la historia que contaban. Los sacerdotes enviados por el obispo ordenaron que los guardias azotaran a varios hombres en la placita del centro de la aldea, para dar ejemplo y que no se reprodujeran esas habladurías blasfemas, y regresaron a la ciudad.
Pero esa misma noche, los insoportables hedores y los fuegos fatuos volvieron a producirse, y otra vez, para consternación de los aldeanos, los muertos se alzaron de sus tumbas. Esa noche y las sucesivas. Y cada vez se alzaban más cadáveres, y los vapores miasmáticos eran peores, y las luces fantasmagóricas se multiplicaban. El muro estaba reparado en varios puntos, por las brechas que los levantados habían ido abriendo, y a los defensores les costaba más y más evitar que éstos lo atravesaran, y había que abatir a un número mayor ya dentro de la aldea, entre ataques de pánico, desmayos y gente perdiendo la cabeza.
Llegó la víspera del Día de los Difuntos, y los habitantes de la aldea, que a duras penas podían ya resistir más, solos como estaban ante la muerte y abandonados por las autoridades religiosas y civiles, presagiaban algo fatídico. Tenían claro que el momento final estaba a punto de llegar. Y, en efecto, así fue.
Esa Noche de los Difuntos, contemplaron horrorizados cómo se levantaban y caminaban a la vez todos los muertos del cementerio. De hecho, incluso los que ya habían abatido con sus flechas y habían regresado a la tierra podían reconocer los cadáveres de algunos familiares y vecinos, volvieron a alzarse de nuevo. Todas las generaciones de pobladores de la aldea que los precedieron, todos los que habían vivido y muerto allí a lo largo de siglos, marcharon contra sus actuales moradores. Los antepasados, animados por poderes infernales, venían a destruir a su propia descendencia. Los que estaban apostados en el muro, con los arcos y ballestas preparados, y los que permanecían en la segunda línea, con sus armas de gente del campo listas para lanzarse contra los que superaran la primera, entendieron perfectamente que no podrían contenerlos. La oleada era imparable, y se abalanzaba sobre ellos como una tétrica marea que lo arrasaría todo. Aquello era el fin, y sólo les quedaba santiguarse y encomendar sus almas al mismo Dios que parecía haberse olvidado de ellos.
   

  
   
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Portada del libro La Zona Exterior, en la que sale una nave espacial. Portada de la revista El Biblioverso.
 
 
 
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