SIGUE LA INVESTIGACIÓN DEL BRUTAL ASESINATO DE UNO DE LOS ABOGADOS MÁS FAMOSOS DE LA CAPITAL
El abismo que te mira
Novela seriada | Noir & terror
Por D. D. PUCHE
Publicado en 24/11/2025
«Y cuando miras demasiado a un abismo, el abismo también mira dentro de ti».
Friedrich W. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, §146.
Friedrich W. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, §146.
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[Lee el capítulo 1] Además de eso, había otro
motivo. Bajar a esa ciénaga te contamina, te deja algo, un poso indeleble,
difícilmente perceptible, pero que está ahí. Cuando miras al abismo, éste
también mira dentro de ti. No quería que Ana conociera las cosas con las que
lidiaba porque entonces sabría hasta qué punto yo estaba manchado con todo eso.
Nadie contempla tantos horrores sin llevar parte de ese horror dentro de sí, y
mi mujer y mi hija no debían llegar a enterarse de cuánta maldad había visto
yo; ya era bastante que Ana lo intuyera. Lamentablemente, hasta en eso terminé
fracasando. Hubo un momento en que no pude ocultar el grado en que aquello se
metió en mí. Y fue el final de todo.
‒¿Hablaste con tu hermana? ‒le pregunté, un rato
más tarde, sentados en el salón delante de la tele.
‒Sí, hablé con ella esta mañana. Me ha dicho que está
mejor; las pruebas le han salido bien, no parece que sea gran cosa.
‒Bueno, menos mal. Pero va a tener que cuidarse más.
‒Ya se lo he dicho: «María, tienes que bajar esa
tensión, hija mía. No puede ser que estés así con treinta y seis años». Pero no
hace ni caso.
‒De todas formas, con el imbécil de Luis al lado no
gana para disgustos. Lo que tendría que hacer es pegarle la patada de una vez.
‒Claro, pero ahora, con el niño, tan pequeño… ¡Bah! Si
es que no tiene remedio… ‒se cruzó de
brazos y negó con la cabeza.
Mirábamos la tele de vez en
cuando, entre comentario y comentario. No le prestábamos mucha atención,
realmente; era el ruido blanco que servía de fondo a nuestra conversación, y
ocasionalmente le brindaba algún tema. Es la chimenea alrededor de la que habla
la familia, ya se sabe. Nunca se apreciará lo suficiente esa función suya. La
familia se reúne porque hay televisión; ahora, con internet y los móviles, cada
cual con el suyo en mano, con su propia pantalla, no sé yo lo que va a pasar.
‒Mira ése, qué hostia se va a pegar… ¡Toma! ‒dijo, viendo un programa de vídeos en la tele; yo la
rodeaba con mi brazo‒. ¡Por gilipollas! ‒exclamó,
y rompió en carcajadas. Un skater se había dejado los huevos en una
barandilla. Hasta a mí me dolió verlo.
Lo que más me gustó siempre
de Ana es que tenía un humor bastante ácido y una gran capacidad de reírse de
sí misma y de todo, incluso lo considerado intocable. Un humor bastante negro,
en ocasiones. Es un rasgo de personalidad muy inusual en mujeres. Me cayó bien
desde que la conocí, catorce años antes de aquello. Nos presentó una amiga
común, una noche en un bar. Dos grupos de conocidos nos encontramos, seguimos
juntos el resto de la noche, haciendo la ruta por los bares de Lavapiés, y tres
años después Ana y yo nos casamos. Aquella noche de otoño no nos separamos ni
un momento; los demás desaparecieron, eran simplemente un montón de gente que
nos arrastraba de un garito a otro. Los seguíamos ciegamente, nos dejábamos
llevar, porque daba igual dónde estuviéramos o con quién; sólo eran el
decorado. Nosotros nos bastábamos. Me hechizó, esa noche, con su conversación
aguda y su humor bestia, con su forma de reírse de todas las cosas bien vistas
y de encontrarle a todo un aspecto sarcástico y retorcido. Fue su humor lo que
me cautivó; Ana era muy normal en cualquier otro aspecto, y seguramente no
hubiera destacado de no ser por esa alegre irreverencia. Me complementaba a la
perfección, era quien yo necesitaba en la vida para encontrar mi equilibrio,
para ordenar mis defectos. Era el puerto al que siempre volvía tras perderme en
alta mar. Y nos fue muy bien durante unos años. Quizá entonces no los valoré lo
suficiente; me doy cuenta ahora, cuando ya sólo quedan la memoria y la
nostalgia, de lo buenos que fueron esos años. Sólo se valora en su justa medida
lo que es irrecuperable. Ésa es la verdadera medida de todas las cosas.
‒¿Vas a tener mucho trabajo para el fin de semana? ‒me preguntó.
‒Pues me parece que este caso me va a tener muy liado,
sí, pero sacaré algún rato… ¿Por? ¿Algún plan?
Pareció contrariada.
‒No, bueno; si vas a estar hasta arriba, nada. Es que
había estado pensando si podríamos salir un fin de semana fuera.
‒¿Fuera de Madrid, dices?
‒Sí, en plan pasar una noche por ahí. Ni siquiera las
dos. La del sábado, por ejemplo. Tampoco muy lejos, porque no daría tiempo.
Algo como ir a la sierra, o a Ávila, o de ese estilo.
‒Uf… No creo que vaya a poder. No este finde. No puedo
ausentarme tanto tiempo. Le han puesto a este caso el sello de urgente.
Pero en cuanto la investigación progrese un poco, podemos verlo.
‒Ya, vale.
Y tras unos segundos de
silencio incómodo, añadió:
‒Pero podrás salir a tomar algo, ¿no? Quería quedar con
Begoña y Luis.
‒Sí, eso sí, claro. La cosa es que esté localizable por
si hay que hacer algo.
‒Bueno, pues les llamaré.
Seguimos así, charlando
frente a la tele, un rato más; esa charla intrascendente en la que, al fin y al
cabo, consiste la vida. El pegamento que une los momentos decisivos que creemos
que le dan sentido a todo, cuando el sentido está realmente en lo que ocurre
entre ellos, en lo pequeño y cotidiano de lo que depende lo demás. Al final,
Ana se fue a ver cómo le iba a Lucía con los deberes, y yo puse un canal con
música ‒estaban poniendo pop rock español de los ochenta en
uno de los primeros que encontré, y me pareció agradable dejar sonando a La
Unión‒. Me acerqué a preguntarle a Ana si había llamado al
fontanero, que tenía que mirar una fuga en el sifón del fregadero. Habíamos
puesto unos trapos debajo, absorbiendo el goteo continuo, y tuvimos que sacar
los productos de limpieza que guardábamos ahí. Me contestó que sí, que vendría
al día siguiente; y como a continuación se metió al baño a darse una ducha, yo
me quedé en el salón otro rato y aproveché los veinte minutos antes de la cena
para leer un poco.
Tenía empezado Guerra y
Paz desde hacía tiempo, pero le dedicaba ratos esporádicos, como aquél, y
así no se avanza con un ladrillo de mil páginas con un montón de personajes con
nombres rusos que confundes todo el tiempo; me despistaba mucho y me perdía
entre las subtramas. La verdad es que no me estaba interesando demasiado, pero
tenía un problema: era incapaz de empezar un libro y no terminarlo. Supongo que
es algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo, qué le voy a hacer, pero cuando
me pongo con una trama, tengo que seguirla hasta el final, incluso si no me
está gustando. O sea, que estoy atrapado en ese libro, y no precisamente en el
buen sentido. Lo ideal, en ese caso, es terminarlo cuanto antes; lo malo era
que ése se me había atragantado. Pero era mi pequeño reto personal ‒igual que hay gente que hace el Camino de Santiago‒, así que ahí seguía, cogiendo el grueso tomo de
bolsillo en los ratos de tranquilidad que encontraba, y leyendo unas pocas
decenas de páginas cada vez, como mucho.
Entonces vino la niña, que
había terminado las tareas. Se sentó en el sofá, a mi lado, donde antes estaba
Ana, cogió el mando y, sin preguntar nada, por supuesto, quitó la música que yo
tenía puesta y puso otra cadena, donde emitían algo que le hacía gracia;
además, subió el volumen. Tolstoi perdía contra el mundo secular, una vez más,
así que dejé el libro sobre la mesita Ikea que había frente al sofá y estuve
ese rato viendo la tele con Lucía y haciéndole preguntas sobre el colegio que
ella respondía con monosílabos, absorta en el programa.
Iría para las nueve y media,
justo antes de la cena, cuando recibí una llamada de Sanabria. Era pura rutina;
quería comentarme por encima lo que había sacado en limpio de las visitas a los
vecinos y los trabajadores del edificio. No es que no pudiera esperar al día
siguiente, pero bueno, como uno va rumiando los casos en la cabeza, y cuanto
antes tengas la información, antes puedes sacar conclusiones ‒aunque sea de un modo inconsciente‒, no estaba de más ir adelantando datos, o al menos la
ausencia de los mismos. En realidad, incluso eso significa algo, porque de
algún modo tienes que encajarlo con lo que tienes y darle un sentido. Pero en
este caso sólo verificaba lo que ya sabíamos.
‒Así que nada, ¿eh? ‒le
respondí a lo que me decía.
‒Nada de nada, en efecto. Ni un quejido. Todos se
muestran incrédulos. Pero, vaya, que es coherente con lo del despacho
insonorizado. Todo tuvo que ocurrir allí dentro. No se escuchó ningún grito
previo de auxilio, ninguna amenaza, nada.
‒Ya. No es mucho, entonces. ¿Eran todos, los de la
lista?
‒Sí, estaba completa, para variar. Un par de viejas que
viven solas, un matrimonio también mayor… todos rentistas, ya sabes… ‒era obvio que Sanabria estaba leyendo su libreta de
notas‒; están muertos de miedo, he tenido que
tranquilizarlos. Creen que hay un asesino en serie que mata a gente respetable,
como ellos, cómo no… y un dentista con su ayudante (que está bastante buena,
por cierto), además de… los empleados de una correduría de seguros, son tres,
que aún estaban trabajando. El resto de las oficinas ya habían cerrado anoche,
está confirmado.
‒Pues nada. A ver si Rodríguez saca algo de las
cámaras, aunque lo veo menos probable todavía.
‒Sí. De ahí no va a salir nada.
‒Habrá que tirar por otro lado. Quizá la escritura.
Bueno, nos vemos mañana.
‒Hasta mañana.
Luego puse la mesa mientras
Ana se ocupaba del horno, y antes de las diez estábamos cenando. Por
descontado, la niña no tenía hambre, y Ana, que se había tirado un buen rato
cocinando, agarró un cabreo.
‒¿Lo ves? Eso pasa por darle cosas de merendar que no
debes; ¿cómo se te ocurre llevarla a tomar un helado a esas horas? Ahora, ¿qué?
¿Lo tiro? Pues no, nena, escúchame: lo que no te comas ahora, te lo vas a comer
mañana. No pienso tirarlo.
‒Jo, es que no tengo hambre, mamá…
Y la niña se puso de morros y
añadió:
‒¡No me gusta el pescado!
Ana no dijo nada más. No era
de montar escenas, sino más bien de poner cara de piedra y callarse, lo cual
era mucho peor que discutir. Pero me echó una mirada, según recogíamos la mesa,
que me acojonó más que una bronca de Prats en uno de sus días malos.
A propósito de Prats, después
de fregar los platos ‒cosa que me puse raudamente a hacer, por la cuenta que
me traía‒ lo llamé para contarle cómo iba la cosa, o sea, que
no habíamos hecho más que empezar la mano y de momento no teníamos cartas. El
jefe había pedido que lo mantuviera puntualmente informado, y sabía que podía
llamarlo a cualquier hora. Estaba disponible siempre; no había momento
del día en que pareciera no estar de servicio, el tío. Así que cumplí con mi
parte y él cumplió con la suya, que fue presionarme y decirme que quería
resultados lo antes posible y que nos pusiéramos las pilas, joder. Y yo le dije
que los tendría pronto y colgué. Era nuestra forma de comunicarnos. Directa y
funcional, sin florituras. A los dos nos gustaba así.
Más tarde, ya en la cama,
abrazaba a Ana por la espalda. Tenía su pelo en la cara, lo olía, y me
resultaba muy tranquilizador. Las personas que amamos son islas en mitad del
océano de miedo y derrota que es la vida. Y Ana había sido mi costa durante
aquellos buenos años, la playa dorada a la que siempre regresaba tras perderme
en alta mar. Siempre supo lo que quería, y me dio mucho más que yo a ella. No
puedo reprocharle nada. La echo mucho de menos. Pude ser mejor marido; debí
serlo. Desde luego, como marido fallé más que como padre; pero, claro, una cosa
va en los genes, la otra no. De hecho, en relación con el matrimonio, si hay
algo que va en los genes es precisamente la infidelidad.
Continuará en breve
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