El espíritu de la Nochebuena
FANTASÍA NAVIDEÑA MÁGICA-PUNK
D. D. Puche
13/12/2025
El mayor de los dos hombres tenía
cuarenta y tantos años, el pelo completamente cano y llevaba una chupa de cuero
y un pendiente en una oreja. En el hombro opuesto de su chupa, lucía un parche
con una cruz templaria y, sobre ella, el Ojo de Horus. Hablaba animadamente
mientras se bebía su tercer whisky con cola. Junto a él, en la barra de La
Redoma, bar de copas donde solían reunirse los del Gremio, estaba un chico
joven, de unos veintimuchos, que intentaba seguirle el ritmo con su tercer gin-tonic,
aunque estaba empezando a afectarle visiblemente. Éste, bajo su chaqueta de
paño, llevaba la típica camisa blanca de cuello Mao de los iniciados, bordada
con los Votos. La conversación que mantenían, por lo demás, allí no llamaba
mucho la atención; en aquel garito de buscavidas del opus hermeticum,
era el pan nuestro de cada día, como lo eran los aires fanfarronería y
suficiencia del hombre canoso.
‒Así que empecé a salir con
aquella chica, ¿sabes? ‒contaba‒, y al principio parecía perfecta; estuvimos unas cuantas
semanas de puta madre, nos lo pasamos en grande, hicimos algunas escapaditas
memorables, y todo eso. Yo estaba encantado con ella. Pero, poco a poco, empecé
a darme cuenta de que tenía un montón de neuras; fueron aflorando unas rarezas
que me fueron preocupando. No es que yo no tenga las mías, pero, joder… En fin,
pensé, qué le vamos a hacer, esta mujer es así, ¿qué más da? Estoy bien con
ella, así que la aceptaré con todos sus defectos, aunque de vez en cuando me montaba
unas escenas que no veas, sin ningún sentido, y a menudo en público; eso ya me
hacía mucha menos gracia.
El hombre más joven lo escuchaba atentamente, como si ese
relato fuera muy importante para él. Sin embargo, estaba cada vez más achispado,
y se estaba empezando a poner bastante colorado. No obstante, hacía el
esfuerzo.
‒Luego vi que era algo más
‒prosiguió el canoso, haciendo un
expresivo gesto con el dedo‒. Porque, al margen del mal
carácter que mostraba a veces (pero siempre así, de repente, como te decía, y como
fuera de contexto) y de las cosas peculiares que ella pudiera tener, comencé a
notar que en su piso había una vibración rara. Cuando pasaba en él varias horas
seguidas, sobre todo después de pasar la noche allí (porque tenía ya mi cajón y
todo eso; íbamos en serio, no te vayas a creer), me levantaba inquieto, con esa
sensación de tener a alguien constantemente a tu espalda, observándote sin ser
visto, ¿sabes a lo que me refiero?
‒Sí, sí, claro que sí. Una
presencia.
‒Eso es. Imagínate, en el piso de
tu novia. Así que eché un vistazo, una mañana que ella se fue al trabajo con
algo de prisa y me dijo que me quedara en la cama el tiempo que me apeteciera.
En cuanto salió, me levanté y sondeé el Reverso psíquico. Y el caso es que
había algo residual, muy tenue, pero nada especialmente llamativo, ninguna
afección seria, ¿sabes? Y me largué un poco defraudado. Así seguimos aún unos
pocos meses, aunque cada vez me cansaba más de sus repentinos ataques e
incoherencias. Era una relación muy inestable, por más que yo la quisiera.
Desde luego, con ella no iba a sentar la cabeza precisamente. Más bien iba a
perderla.
‒Ya…
‒La cuestión es que algo la
seguía a través del Espíritu, pero estaba muy distante y yo nunca me acercaba
lo suficiente; no terminaba de ver qué coño era. Y, por más que ella me
gustara, nuestra relación fue convirtiéndose cada vez más para mí en un interés
profesional. Ya me picaba la curiosidad más que otra cosa. Quería salir de
dudas. Creo que, de lo contrario, la hubiera dejado mucho antes.
‒Claro.
‒Bueno, pues todo siguió así
hasta que me invitó a la cena de Nochebuena con su familia, y casi te digo que
sólo acepté por ese motivo. Poco después, en efecto, la dejé, pero con la
sensación del deber cumplido.
‒¡Ja, ja! Te entiendo ‒contestó el otro, al que se le empezaba
a notar la cogorza.
‒Sabía que me iba a encontrar
algo. Y joder si lo encontré. Escucha: el origen del problema era la familia,
que estaba parasitada. Todo venía de la casa paterna, y afectaba indirectamente
a los hijos que ya se habían ido de ella.
Su joven y ebrio interlocutor hacía un esfuerzo por atender
y asentía constantemente.
‒Los padres eran unos raros,
gente poco agradable con toda clase de síntomas de fractura anímica. Se veía en
sus gestos, en sus palabras, hasta en sus andares. Había una clara impostura en
su forma de recibirte, en su conversación, en su hospitalidad, que resultaba casi
inquietante. Me di cuenta enseguida de que el problema estaba allí, en esa
casa. Nos habíamos juntado para la cena los dos padres, mi novia y yo, otro
hermano de ella, soltero, y su hermana casada, que venía con el marido y dos
niños pequeños. Mucha gente, para mi gusto; demasiado ruido y cháchara de
cumplir, pero bueno… Cosas que se hacen por amor. Eso sí, mientras tomábamos unos
cócteles, esperando la cena, yo fingía hacer caso de todo lo que me decían, aunque
no escuchaba en absoluto, mientras me sumergía en la Malla, muy atento a cualquier
huella espiritual a mi alrededor. No tardé en captarla: una entidad menor, un
simple Gusano Emocional, uno de esos insignificantes diablillos de la Envidia;
pero, ya sabes, si no los purgas enseguida no se van nunca, y crecen y crecen con
los años. Aquél ya tenía un poder considerable, o sea, que llevaría décadas
enganchado a los padres, y más concretamente a la madre. Estaba claramente detrás
de todo: causaba ese ambiente de mal rollo constante, las tiranteces entre los
miembros de la familia, la conversación incómoda, la frustración y el
resentimiento acumulados, las discusiones estúpidas sin ton ni son… La mayor
parte de ello se debía en lo esencial a la puta sanguijuela, que se alimentaba
de esas emociones negativas, y estaba ya bien hinchada. Estaba claro lo que
pasaba con mi novia, que se había criado en esa casa; el parásito estaba
aferrado a sus padres, pero ella se había llevado los efectos puramente psíquicos
consigo al irse. Y los hermanos estaban más o menos igual, créeme. En esa
familia nadie estaba sano. Nunca suelen estarlo, en estos casos.
‒¿E interviniste? ‒preguntó el joven, con voz ligeramente gangosa.
‒Sí, claro que intervine. Estaba
allí, ¿no? Pues algo tenía que hacer… Porque además, si no, menuda cena me
esperaba… De modo que, en un momento especialmente incómodo, porque mi suegro y
mi cuñado político (o sea, el padre y el marido de la hermana de mi novia) se
pusieron a discutir sobre política, y aprovechando que alguien acababa de ir al
baño, yo me disculpé diciendo que tenía que ir al baño también, e insinué que
me estaba cagando (porque dije que era muy urgente, y que iba a tardar), lo
cual me supuso una mirada de asco e ira del viejo; pero fue la ocasión perfecta
para subir al baño libre de arriba, donde podría operar tranquilamente. Los
dejé en el comedor, haciéndose reproches y tirándose pullas mientras bebían
cava y lambrusco y chupaban cabezas de langostino ruidosamente. Era un
espectáculo bochornoso.
‒¡Ja, ja!
‒Subí las escaleras, me metí en
el baño, eché el cerrojo, me senté sobre la tapa de la taza y preparé la
intervención. El ritual abreviado, ya sabes: es el único al que puedes recurrir
en situaciones como ésta. No da tiempo ni hay manera de hacerlo mejor. Tuve
suerte, porque en el baño había unos palitos de incienso, de esos de sándalo,
para eliminar olores; a falta de otros elementos ceremoniales, me vinieron bien
para crear la atmósfera de introspección. Siempre es importante rodearse de
elementos ambientales, aunque no sean estrictamente necesarios.
‒Ya, entiendo.
‒Vale. Cerré los ojos, me
concentré, levanté las manos y comencé a recitar en voz baja, apenas susurrando
(no fuera a oírme alguien al otro lado de la puerta), las letanías para
abismarme en el Espíritu. Es crucial tener tal dominio de ti mismo y del
proceso que puedas hacerlo casi en cualquier lugar circunstancia y en cuestión
de segundos; esto se consigue con práctica, práctica y práctica, así que hay
que ponerse a prueba en gran variedad de situaciones. ¿Cuánto puedes tardar tú
en ensimismarte?
‒Pues… lo consigo como en diez
minutos…
‒Está bien, está bien, pero
todavía es mucho tiempo. En situaciones urgentes, necesitas lograr antes el
trance; puede ser cuestión de vida o muerte. Practica más, muchacho.
‒Sí, sí…
‒Bueno, el caso es que me sumerjo
en la Madeja y atravieso todo lo deprisa que puedo los umbrales psíquicos,
cruzando los tres Velos del Templo: el de la gnosis, contemplando mi alma en el
Espejo del Atrio, el de la comunión con el Coro Inferior, pasando entre la
muchedumbre a ambos lados del Corredor de la Nave, y el de la sumisión al Coro Superior,
subiendo hasta lo numinoso por las Escaleras del Altar. Para una operación como
ésta tampoco es preciso traspasar éste y llegar a la unidad con el Absoluto en el
Sagrario; esto aún pertenece al Arte Menor, como bien sabes; no hace falta
internarse más allá, que además siempre comporta riesgos. Nunca te alejes
demasiado de la Costa espiritual si no es imprescindible; procura no perderla
de vista.
‒Claro.
‒Vale. Pues, una vez frente al
Altar, recito el salmo correspondiente e invoco al Guía oportuno (o sea, a Asclepio
o Imhotep o Dhanwantari, pero yo siempre me decanto por los grecolatinos, por
afinidad cultural) para preguntarle por la entidad que se ha enganchado a esta
familia. Y la Forma se materializa al cabo de unos segundos y me dice lo que ya
sabía, que es un skōlex. El maldito Gusano. Bien, confirmado. Es un daimon,
un intermediario descarriado que va por ahí a lo suyo; un ser menor,
afortunadamente. Se encuentra cerca de las Regiones Pobladas, no hay que internarse
en el Yermo para dar con él. No debería costarme mucho echarlo. Otra cosa es
cuando te encuentras con un numen, sobre todo en territorio abierto. En ese
caso corre, chaval. Corre, sal de ahí echando hostias. No tienes nada que
hacer, a menos que tengas muchísima experiencia.
El otro asintió, con los ojos vidriosos.
‒De modo que le pido al avatar de
Asclepio la fórmula para conjurarlo. Que no es que no me sepa unas cuantas para
casos como éste, entiéndeme, pero ya que lo has invocado, conviene tener su
venia y hacer lo que te recomiende. De lo contrario, los Guías se muestran
celosos y luego te mandan a paseo, tenlo en cuenta. Tú hazles siempre caso. O
casi siempre.
‒Vale.
‒Y me dice lo que ya pensaba, que
debo usar la liturgia Pestem arcere. Así que me retiro del Altar hacia
una capilla lateral del Templo, porque (y esto es muy importante) no debes
mantener nunca una confrontación con una entidad menor frente al Altar; es un
sacrilegio y te pasará factura. Acuérdate.
Su ebrio oyente asintió con la mirada algo perdida; no
parecía seguirle ya con la misma atención.
‒Ya en la capilla, me puse bajo la
advocación de Marte (pero te valen igual San Miguel o Thor, en un caso como
éste) con el agua bendita e invoqué al Gusano. Al cabo de un momento se
materializó, gordo y asqueroso como son estos bichos, y le ordené que dejara en
paz a la familia y se fuera a dar por culo a otra parte. Pero como los skōlex tampoco
son muy expresivos, tuve que suponer que no me hizo ningún caso, y comencé a
recitar la salmodia de destierro. Entonces sí que dejó un poco más claras sus
intenciones e intentó drenar mi voluntad mediante el miedo, abalanzándose sobre
mi alma. Llegada esta situación, tienes que centrarte; nada de distracciones,
ni de acojonarte, ¿eh?, porque si lo haces estás listo. Concentración máxima,
decisión, y al tajo. Visualicé los ingredientes necesarios (imagínate, allí
sentado en la taza del váter, murmurando las palabras y haciendo los gestos en
el aire) y me rodeé de un denso aroma de triaca, mirra y láudano mientras
recitaba el ensalmo y hacía resonar en mi cabeza la música de flauta, esa
tonadilla pastoril repetitiva, obsesiva, que tanto molesta a estos seres. No le
gustó, desde luego, y tras unas cuantas oleadas furiosas que me lanzó, conseguí
que se alejara lo suficiente como para que se rompiera el vínculo que tenía con
la madre de mi novia; tras eso se lo llevó el Maesltrom y dejó de tocar los
cojones.
El joven aprendiz lo miraba amodorrado y asentía, pero
podría haber estado asintiendo a cualquier cosa. El hombre del pelo cano echó
un trago a su cubata para refrescarse la garganta, y concluyó la narración:
‒Y así los liberé del parásito
que hacía que fueran tan insoportables, incluida mi por entonces novia. En fin,
otro día en la oficina; fue pura rutina. Bajé de vuelta al comedor y les dije
que no se preocuparan por mí, que estaba mejor. Me los encontré a todos
cambiados, como estupefactos. Parecía que la discusión se hubiera interrumpido
de repente, dejando a todos con la boca y los ojos muy abiertos, como diciendo qué
hacemos aquí, qué pasa. Y lo peor es que debían de llevar así ya como un
par de minutos, con esa expresión bobalicona. Mi suegra y mi cuñada, de hecho,
se echaron a llorar al unísono; yo tuve que hacer un esfuerzo para no reírme. Me
llevé un hermoso gambón a la plancha a la boca y me metí una copa de lambrusco
de un trago, a su salud. Y a la mía, qué coño; esa noche todo salió de puta
madre. Oye, por cierto, ¿estás bien, muchacho? Te veo mala cara.
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