Apuntes del inframundo
Anotaciones hechas de pasada, fragmentos de un texto infinito sin
comienzo ni final; memoria dispersa de aquello que rondó una vez
la cabeza sin tiempo de echar raíces, probablemente para perderse
sin remedio. Un cuaderno de notas que contiene apuntes rápidos,
esbozos de historias, notas al pie de libros inexistentes, etc. Un
work in progress que quizá pueda ser del interés de algún
lector.
[31] ¿Cómo podríamos
vivir sin narraciones? Éstas empezaron siendo orales, historias contadas al
grupo en torno a una hoguera; sólo mucho más tarde serían puestas por escrito,
perdiendo así su inmediatez, su carácter tribal, fundador de una comunidad;
pero ganaron con ello la eternidad: la palabra escrita se dirige a un
público siempre pospuesto, pero potencialmente infinito. La comunidad ya no
es su destinataria, sino la humanidad como tal. Sea como sea, tanto para
la cultura de transmisión oral como para la escrita, las narraciones son
necesarias; son un producto que segrega espontáneamente nuestra mente, la cual revela
de este modo mucho acerca de sí misma.
Las historias contadas desempeñan
un papel esencial vertebrando la comunicación del grupo ‒desde
la tribu hasta la nación‒,
que necesita unos referentes comunes que asienten su comprensión del mundo
y su orientación práctica en el mismo. Que esto deba tener la forma de
un relato, con trama (situación
hipotética, por lo general alegórica de la condición humana) y personajes
(modelos a imitar), responde a nuestra propia estructura psíquica, que mediante
aquél se “exterioriza”. Hay una serie finita de “arquemitos”, de protohistorias
fundamentales, depositarias del sentido que damos a la vida, el cual solamente
como historia puede
manifestarse, puesto que la vida misma se desenvuelve como una historia llena
de contingencias y adversidades, cuyo planteamiento, nudo y desenlace
intentamos mantener en lo posible bajo control (ya sea con la intervención de
agentes sobrenaturales o sin ellos, es decir, ya sea que hablemos de narrativas
sagradas o profanas).
La
unidad y funcionalidad del grupo dependen de la repetición de relatos
de gran valor como transmisores de experiencia colectiva y de los roles
esperados para cada individuo por la comunidad, según su posición en
ésta.
Experiencia colectiva y roles sociales que son adaptativos ‒o al menos lo fueron en su momento‒, y de ahí su éxito en la transmisión intergeneracional: formas
de organización del conocimiento socialmente acumulado, que se transmiten
filogenéticamente, hasta el punto de haber “imprimido” en nuestras mentes (evolutivamente)
la estructura universal de la narratividad misma (inseparable de la adquisición
y el uso del lenguaje), con independencia de que luego deba ésta recibir
contenidos que son siempre culturalmente particulares. Una estructura
filogenética que, a su vez, tiene traducción ontogenética, en el desarrollo
psíquico del niño; pues éste ‒y ello no lo abandonará nunca
del todo‒ quiere, necesita escuchar (o leer,
visionar, etc.) una y otra vez las mismas historias, que marcan indeleblemente su
concepción de la vida: sus esperanzas y temores, las aspiraciones fundamentales
que lo guiarán, su actitud por defecto ante las situaciones que salgan al
paso. En suma, el sentido que encuentre en lo que le ocurra y en lo que
haga, sentido tan imprescindible como la comida o el refugio o el afecto, pues
sin él la vida cae en lo absurdo y (auto)destructivo.
Las narraciones, por tanto, le
dan forma a la vida; la constituyen desde su dimensión psicosocial, en
cuanto son el tejido lingüístico comunitario que crea un proyecto y finalidades
compartidas. De hecho, las historias ‒una de las cuales, y no la más
importante, es la propia Historia‒ tienen cruciales efectos (trans)formativos
de la subjetividad. Aquí nos topamos con la curiosa correspondencia, malentendida
y soterrada por el posterior desarrollo de la racionalidad (que explica su
propia génesis como una ruptura total con algo previo a ella que siempre
tiende a oscurecer, cuando no a denigrar), entre este arte primordial humano
‒el arte de la palabra, anterior
tanto a la poesía como a la música o a cualquier arte plástica‒ y la magia. Hay que entender tal arte, en efecto,
como la producción de un influjo sobre la conducta ajena (¿incluso de la
propia?); la capacidad de alterarla, esto es, de ejercer poder. Las
palabras, ordenadas de maneras muy concretas para contar algo, son ciertamente los
conjuros que actúan sobre el espíritu humano; originariamente ‒muchísimo antes de su uso meramente retórico en un
mundo ya “desencantado”‒ se asumieron así, como secuencias
narrativas que producen ciertos efectos en el receptor, que modifican su
comportamiento. El aspecto performativo del lenguaje, en su sentido más antiguo
y literal.
De este modo, recitar o escribir esas palabras, las justas y apropiadas en cada caso, podría introducir cambios en la realidad, “inclinarla”
de algún modo, en la medida en que dicha realidad es socialmente compartida
y, por tanto, en ella se combinan elementos objetivos (materiales) con otros subjetivos
(simbólicos). Se aspira a producir efectos ‒que
siempre escapan al control del emisor, pues “los dioses” nunca se pliegan a la
voluntad de nadie‒ sobre otros, e incluso
sobre lo otro (sobre las cosas, en una concepción animista de la realidad),
partiendo de la base de que hay un “nosotros” universal, un “espíritu” del que los
seres humanos ‒y cualquier forma de vida, y
hasta lo inorgánico, dependiendo del marco de creencias‒ participamos. Ese espíritu al que hoy en día, radicalmente
modernos, ultrarracionales y plenamente profanos, llamamos “la cultura”, gracias
a la cual pretendemos seguir ejerciendo la misma influencia sobre la realidad
mediante las palabras. [31/10/2024]
[30] Este verano,
como es mi costumbre, lo he consagrado a la literatura “de género”,
interrumpiendo durante dos meses una lista de lectura “culta” que es mentalmente
tan enriquecedora como costosa. Estas otras lecturas, en cambio, suponen un
alivio para el intelecto y son un solaz para el espíritu, que encuentra en
ellas el retorno al hogar, a los rincones de la memoria donde reencontramos
la placidez, la evocación de tiempos mejores, el reposo de los sinsabores de la
vida. Un destello de infancia y adolescencia, el retorno a olvidadas atmósferas
cautivadoras, la recuperación de la entumecida capacidad de sorpresa ante lo
nuevo; en suma, todo el trabajo de la imaginación ‒y
no ya de la razón o del gusto‒ que es crucial no perder una
vez avanzada la vida, cuando ésta empieza a convertirse lentamente en el erial
del sinsentido. Sobre todo cuando uno se dedica a escribir, con independencia
de los géneros que cultive, creo imprescindible mantener ese cordón umbilical que
une con aquello que despierta y aviva la inventiva, que enriquece el suelo en
que cualquier otra narrativa habrá de brotar, por más “seria” que pretenda ser.
La razón ha de embridar las fuerzas desatadas de la imaginación, de la
capacidad creativa, para que de ella resulte algo sólido y perdurable; pero sin
ella, simplemente, no resulta nada, salvo la repetición de lo mil
veces hecho ya o simple erudición que, en el fondo, no conduce a ninguna
parte.
Entre mis lecturas, consistentes sobre todo en relatos (que
dan más juego cuando lo que quieres es alternar autores y temáticas, y no centrarte
en una sola o unas pocas novelas), han estado varias historias de los “mitos de
Cthulhu” de Blackwood, Chambers, Machen y del propio Lovecraft, por supuesto; a
continuación, un par de relatos de John Silence: investigador de lo oculto,
del mismo Blackwood; luego terminé el tomo que recopila todos los relatos de Solomon
Kane, de R. E. Howard, para pasar a otro tomo compilatorio del gran
personaje del autor, Conan el bárbaro; a éste lo siguió el terminar el Libro
de Hiperbórea de C. Ashton Smith (nótese que leo muchos libros a la vez, los
cuales voy dejando a medias y para retomarlos más adelante, según lo que me
apetezca degustar en ese momento), y después de éste, un par de relatos
preparatorios para Adiós, muñeca, de Chandler, que más tarde terminaron
refundidos en la novela; seguidamente, y ya que estaba con el género policiaco,
leí La ratonera de Agatha Christie, para pasar, en unos días en que subí
a Burgos, a leer algunos relatos de Michael Ende, pertenecientes a El espejo
en el espejo; a continuación retomé la estirpe lovecraftiana terminando uno
de los libros que integran La semilla de Cthulhu, de August Derleth; y
de ahí, de vuelta a Chandler con los relatos preparatorios, luego
canibalizados, para El sueño eterno; tras eso, empecé la novela ‒única del todo el verano‒
de ciencia ficción metafísica La invasión divina, de Philip K. Dick,
autor de cabecera para mí que nunca puede faltar en unas vacaciones estivales.
Hasta ahí he llegado.
Lo que la fantasía, el terror (en ambos casos, me atraen únicamente
los que tienen una impronta psicológica o metafísica), la ciencia ficción o el noir
tienen en común es que constituyen una excelente plataforma para jugar con
grandes ideas acerca del mundo; acerca del individuo y la sociedad, de su
estado actual y su futuro ‒incluso cuando se proyectan
sobre el pasado‒; proporcionan un punto de vista
fuertemente especulativo. Son géneros que juegan con la realidad, que
someten la inteligencia a la imaginación para forzarla a dar pasos que en la
literatura más “elevada” no suele atreverse a dar. En este sentido, tienen
mucho de filosófico, de ensayístico, a menudo por encima de los propios valores
literarios o estéticos, que pueden llegar a ser ciertamente cuestionables en
ocasiones. Pero ese ejercicio de reflexión y crítica de lo establecido ‒y esto incluye los propios límites de lo “literario”, que son
transgredidos‒, me resulta fascinante y es
precisamente lo que busco. Es lo que necesito. Ése es mi esparcimiento
mental, ésas son mis verdaderas vacaciones, más que los viajes o conciertos o
comidas fuera o incluso las cañas o copas en terrazas al anochecer, los cuales
parecen agotar la esencia de las vacaciones. Para mí, por el contrario, éstas
empiezan cuando, cumplidas las anteriores obligaciones sociales, y en la
soledad de mi habitación, puedo enfrascarme en mis lecturas, en mi verdadera
liberación. Son lo que refresca mi mente y recarga la fuente “espiritual”
de la que mana todo lo que hago y lo que soy ‒son
mi estro, mi manantial de inspiración‒, siempre amenazada con secarse
debido al tedio del trabajo y de la cotidianidad; de las obligaciones
profesionales y del trato social.
Estos efectos anímicos e inspiracionales son para mí una medicina,
en efecto, sin la que no me puedo pasar demasiado tiempo. Por más que adore ‒y cultive‒ las letras, necesito alternar
períodos largos de “alta literatura” (ahora, mismamente, voy a retomar Guerra
y paz, y en breve volveré a Faulkner con ¡Absalón, Absalón!, y luego
tengo planificado el Pantagruel de Rabelais, con el que seguramente
termine el año) con otros más breves de literatura “de género”, aunque la
expresión misma me parezca muy desafortunada. Más bien prefiero hablar de una
literatura que experimenta con la forma y otra que lo hace con el
contenido ‒y esto cuando la primera merece
llamarse “literatura”, y no mera “narrativa”, que no experimenta con nada‒. En la primera busco, como decía, cultivar el intelecto y el
gusto, mientras que de la segunda obtengo un entusiasmo, una “puesta a punto”
mental, que me resulta muy saludable como contrapunto de aquélla. [11/09/2024]
[29] LA LUZ DISTANTE
Quiso, pobre inocente, tocar el sol con las manos
y murió abrasado sin llegar siquiera a acercarse;
hay cosas que no están al alcance de los hombres
y tan sólo soñar con ellas ya es una desmesura
que la celosa vida se cobra muy caro.
No sabe el sol, atento al latir de otras estrellas,
que opacas rocas lo orbitan; es el centro en torno
al cual gira toda su existencia, pero permanece
indiferente a ellas, haciéndolas girar sin esfuerzo
como peonzas ebrias atrapadas en su estela.
Anhelan esos torpes cuerpos aferrar la luz
que los baña y les da aliento, mas no pueden;
y eso que les resulta imposible es su tormento,
el dolor para el que no hay alivio alguno,
porque nace de su propia indigencia.
Pero tarde o temprano han de comprender,
cegados por la ardiente corona que envuelve al astro,
que podrán admirar la luz del día, pero ésta nunca
será suya; que ha llegado el momento de decir adiós
a su resplandor y sumirse en la oscuridad.
La luz brilla ya muy distante, apenas un punto
en la negrura infinita, y esas piedras lanzadas
por una honda cruel hacia la nada sienten los dedos
de la noche gélida cerrarse en torno a sus almas,
condenadas por siempre a vagar sin rumbo.
Quiso, pobre inocente, tocar el sol con las manos
y murió abrasado sin llegar siquiera a acercarse;
hay cosas que no están al alcance de los hombres
y tan sólo soñar con ellas ya es una desmesura
que la celosa vida se cobra muy caro.
No sabe el sol, atento al latir de otras estrellas,
que opacas rocas lo orbitan; es el centro en torno
al cual gira toda su existencia, pero permanece
indiferente a ellas, haciéndolas girar sin esfuerzo
como peonzas ebrias atrapadas en su estela.
Anhelan esos torpes cuerpos aferrar la luz
que los baña y les da aliento, mas no pueden;
y eso que les resulta imposible es su tormento,
el dolor para el que no hay alivio alguno,
porque nace de su propia indigencia.
Pero tarde o temprano han de comprender,
cegados por la ardiente corona que envuelve al astro,
que podrán admirar la luz del día, pero ésta nunca
será suya; que ha llegado el momento de decir adiós
a su resplandor y sumirse en la oscuridad.
La luz brilla ya muy distante, apenas un punto
en la negrura infinita, y esas piedras lanzadas
por una honda cruel hacia la nada sienten los dedos
de la noche gélida cerrarse en torno a sus almas,
condenadas por siempre a vagar sin rumbo.
[01/08/2024]
[28] AUT OMNIA
AUT NIHIL.‒ Se me
perdonará que hoy me ponga filosófico en estas páginas, pero es lo que estos
días me exigen. Voy a hablar del amor, que es, no cabe duda, la experiencia ontológica más
intensa que hay; una experiencia de la realidad que, en otras palabras, nos
permite vivenciar la trascendencia de lo empírico, de todo lo sensible y
cotidiano, hacia “algo otro” por encima de nosotros mismos en lo cual radica el
sentido de la existencia. Dicha experiencia consiste en la superación de
los propios límites como entidad, en rebasar la propia individualidad
que nos separa de lo(s) demás, la subjetividad que nos permite ser humanos,
pero que en la misma medida nos ata e impide llegar más allá; el amor
es, así, lo contrario del odio, o sea, del enrocarse en dichos límites, el refugiarse
tras las diferencias individuales o grupales para, desde ellas, oponernos a
todo lo otro, a lo que no forma parte del “yo” o de ese reducido “nosotros”. El
odio, una huida de la realidad, se basa en el miedo (a la repetición de
un dolor, que vamos asociando con cada vez más cosas), mientras que el amor se
basa en la esperanza (de la repetición de un placer, que igualmente vamos
extendiendo a más y más cosas, y por ello, nos compenetramos con el mundo).
El amor es, así pues, la
tendencia ‒emocional, no intelectual‒ a la unión con todo lo demás; una experiencia de comunión,
que es lo que en el fondo constituye la experiencia ‒prefilosófica, espontánea‒
del Ser. Es cierto que el amor del que estoy hablando, y que es en el que
solemos pensar (el éros, el “amor de los enamorados”), se centra en un
único objeto, no aspira a esa totalidad; de hecho, en ello radica la diferencia
entre amor y religión. El “amor sentimental” es una peculiaridad
evolutiva, cuya base biológica es la necesidad reproductiva y, en esa medida,
como decía Nietzsche, es la “sublimación del sexo”. No obstante, algo se advierte
ya en ese amor centrado en un objeto (“alguien” que es una delimitación de la
totalidad, que no es los demás), pues representa ya de por sí la
posibilidad y el recordatorio de que hay un sentido por encima de nosotros y de
nuestra propia perpetuación; nos abre a esa experiencia, normalmente eclipsada
por la propia subjetividad ‒y por eso, sin amor sólo hay egoísmo‒. El éros (el amor sentimental a alguien), es así una
preparación para el agápe (el amor universal, o “a Dios”, como se
prefiera). Una preparación, eso sí, que por lo general suele verse frustrada,
dadas las insalvables deficiencias y miserias socioculturales en que nos
movemos, ahora y siempre.
El efecto fundamental del amor sobre el individuo es desplazar
el centro de la propia existencia, que podríamos entender como un círculo, fuera
de uno mismo; ese centro se mueve hacia otra persona con la que se quiere construir
una nueva existencia más allá de sí mismo, la cual nos representaríamos ahora
como una elipse con dos focos. De este modo uno crece, se convierte en
“otra cosa”, algo nuevo, integrante de una unidad mayor que nos acerca un poco
más a la totalidad (en ello consiste la “trascendencia”, “lo divino” que
se vislumbra al amar). Y ello implica forzosamente la renuncia a una parte de
sí, a seguir siendo tal y como se era: una pequeña fracción de la propia
existencia ha de morir para que nazca la existencia nueva, si es que ésta es
auténtica, y no un simulacro ‒como a menudo lo es‒. Esa nueva existencia con dos focos, en vez de un centro, a
su vez, aumentará más aún en intensión (en significado) al tener hijos, o al
vincularse con otras similares en una red (comunidad) creciente, etc. Se observa
así la verdad esencial, tantas veces desatendida, de que toda existencia es
relación, y cuando no es así, se ve “desrealizada”, vaciada de contenido y
de propósito.
Pero llevar lo anterior a cabo supone arriesgarse, salir
de sí; en efecto, hay que ex-ponerse, jugarse la propia existencia, invertirla
‒en términos de economía vital,
de ganancia o pérdida de sentido‒ en alguien. Y cuando no hay
retorno de esa inversión, la existencia de uno queda descentrada, y por ello
desestructurada (ha perdido su geometría, y ahora difícilmente puede volver a
su estado anterior), extraviada. El círculo se ha roto, y lo que queda
es una elipse inacabada, con un solo foco, algo que no cierra, que se desajusta
con su entorno y que pierde su horizonte vital y su dirección. El sujeto (ya)
no obtiene retroalimentación existencial de su objeto (que, en el amor, es
siempre otro sujeto), y esa pérdida de objeto, de finalidad, se
traduce en angustia. La angustia causada por un dolor del que no es capaz de
atisbar la salida, como si fuera a ser para siempre; la angustia por la
pérdida de todo horizonte, de un marco de referencias que ahora se volatiliza,
por lo que el sujeto se siente flotando en mitad de la nada. No cabe
duda de que en el amor correspondido se da la experiencia de la totalidad,
de la plenitud, mientras que en el amor no correspondido o inesperadamente
terminado se experimenta la nada, el alejamiento del mundo, la fuga de
todo sentido. Uno sacrificó cierta parte de sí mismo, pero no obtuvo lo que, a
cambio, debía completar ese vacío. Lo más parecido que hay a esto es la
amputación de un miembro, pero en este caso es la amputación de una parte
del alma; lo que se experimenta es, digámoslo así, una anticipación de
la muerte. [01/07/2024]
[27] Soy lo que
leo, soy lo que escribo. Lo primero, por la influencia que ejercen las lecturas
que uno ha hecho en general, pero especialmente las que está haciendo en un
momento dado; por el estado de ánimo que inducen, por esa atmósfera que impregna
todo lo que piensas y escribes, en función de con quién te estés batiendo. No
es lo mismo estar leyendo la alta literatura de Sterne o Proust que las
eficaces narrativas de ideas de Saramago o Murakami; no es lo mismo devorar en
unos pocos días la última novela de moda que todo el mundo lee en el metro ‒desde el premio Planeta a la última de ese gran autor recién
fallecido‒ que entretenerse unos
meses con un monumento literario que te fuerza a reflexionar día a día, como La
montaña mágica; no es lo mismo volver a los clásicos grecolatinos o a la
Biblia que leer novela negra, ciencia ficción o fantasía. No es lo mismo el
refugio de la novela en la mesilla de noche que exponerse, de cuando en cuando,
a uno o dos poemas de T. S. Eliot, con lo que tienen de dura prueba iniciática.
Lo segundo, porque dependiendo
del género al que dedique hoy mi trabajo, seré una persona u otra, viviré de
este modo o de ese otro; me sentiré como un determinado personaje de ficción
creado por mí, o reviviré hasta cierto punto las inquietudes de uno histórico,
o estaré embebido en la argumentación de un ensayo, quizá devanándome los sesos
con los principios teóricos de un texto de filosofía que me mantendrá abstraído
de todo lo que me rodea, etc., etc. Mi proximidad o lejanía al mundo
circundante y a los demás siempre depende en estrecha medida de esto; cuando no
escribo, simplemente, me siento desrealizado, como si no estuviera ahí,
como si nada tuviera solidez ni interés alguno. Ex scripto sum. [13/06/2024]
[26] Llevo una
temporada de lecturas densas, complejas, alternando a Tolstói, Cervantes, Unamuno,
Novalis… Un placer que conlleva un esfuerzo, una belleza dolorosa, un trabajo
intelectual ciertamente estimulante. Alterno estos períodos de lecturas casi
compulsivas, como involuntariamente absorbido por los clásicos, con otros en los
que me centro en los contemporáneos; recientemente
volví a Salinger, un poco antes a Marías, y ahora toca hacerlo con
Auster, que
acaba de fallecer; siempre están por ahí Hesse o Faulkner, y por
supuesto Galdós,
como mi “fondo de armario”, los autores a los que releo continuamente.
Pero la
literatura renacentista y barroca castellana (Manrique, Lope, Quevedo,
Calderón, por supuesto el propio Cervantes, etc.) cada vez tira más de
mí, me siento
más en casa cuando me pierdo en sus páginas ‒una casa que antes encontraba en referentes temporalmente más
próximos‒; por otro lado, paulatinamente me
voy alejando de lo grecolatino, de lo antiguo, de unas letras que me fascinaron
en otras etapas de mi vida y ahora me resultan cada vez más indiferentes…
Mis clásicos se van tornando indefectiblemente autores de un mundo ya cristiano, donde la obsesión por dar forma a algún modo de trascendencia ‒incluso en la pura inmanencia, hasta en lo más contingente y azaroso, allí donde la Gran Ausencia de lo divino, a la sordina, afecta a cada aspecto de la vida‒ conforma la sustancia misma de la literatura. Un trasfondo de “mundo que se ha perdido”, de irrealidad y de locura y de absurda búsqueda de una virtud que va contra la lógica del mundo. El “caballero andante” caído, ridículo, fuera de todo contexto que justifique su existencia, pero que representa un ideal irrenunciable en ese mundo que ha olvidado la presencia de lo divino, el orden legitimador que había en la Antigüedad y se mantuvo aún en el Medioevo… Me cautiva esta actitud, me trae la luz en mitad de una noche sin luna ni estrellas, en mitad de un páramo desolado e inhóspito; refleja mi carencia, mi vacío, la exigencia que creo que hoy nos plantea lo humano en nosotros. Un estoicismo trágico, una defensa del sentido hoy irrisorio de la honra que, desde el punto de vista narrativo ‒en cuanto forma de belleza, de vivencia profunda‒, nos reclama para afrontar las vicisitudes de una existencia cada vez más incierta; para vivir con dignidad en un mundo que destruye cualquier propósito noble y cualquier reformulación de la virtus. [11/05/2024]
Mis clásicos se van tornando indefectiblemente autores de un mundo ya cristiano, donde la obsesión por dar forma a algún modo de trascendencia ‒incluso en la pura inmanencia, hasta en lo más contingente y azaroso, allí donde la Gran Ausencia de lo divino, a la sordina, afecta a cada aspecto de la vida‒ conforma la sustancia misma de la literatura. Un trasfondo de “mundo que se ha perdido”, de irrealidad y de locura y de absurda búsqueda de una virtud que va contra la lógica del mundo. El “caballero andante” caído, ridículo, fuera de todo contexto que justifique su existencia, pero que representa un ideal irrenunciable en ese mundo que ha olvidado la presencia de lo divino, el orden legitimador que había en la Antigüedad y se mantuvo aún en el Medioevo… Me cautiva esta actitud, me trae la luz en mitad de una noche sin luna ni estrellas, en mitad de un páramo desolado e inhóspito; refleja mi carencia, mi vacío, la exigencia que creo que hoy nos plantea lo humano en nosotros. Un estoicismo trágico, una defensa del sentido hoy irrisorio de la honra que, desde el punto de vista narrativo ‒en cuanto forma de belleza, de vivencia profunda‒, nos reclama para afrontar las vicisitudes de una existencia cada vez más incierta; para vivir con dignidad en un mundo que destruye cualquier propósito noble y cualquier reformulación de la virtus. [11/05/2024]
[25] EL RETRATO
DE HÉCATE (Microrrelato).‒ Sin apenas descansar, sin
dormir durante días, trabajando de forma compulsiva hasta perder la noción del
día y la noche y hasta el sentido de la realidad, se dejó la cordura, y casi la
vida, en aquel cuadro. En él aparecía una inquietante mujer joven, de una época
indeterminada ‒de todas y de ninguna‒, vestida con una túnica blanca y coronada de serpientes,
rodeada de seres grotescos, repugnantes parodias de ángeles. Su mirada era
penetrante y terrible, y sonreía con milicia, con una expresión tan desconcertante
como cruel. Asimismo, su cuerpo despertaba una intensa y contradictoria
sensualidad, pues algo en ella atraía y provocaba miedo a la vez, como algo
cuyo contacto resultara enfermizo o mortal; como la fascinación hipnótica que
un depredador pueda ejercer sobre su presa. De fondo se veían las calles de una
extravagante ciudad, aparentemente antigua, pero cuya arquitectura imposible no
cuadraría en ningún libro de historia del arte; sus edificios, columnatas y
terrazas formaban estructuras flotantes, ingrávidas, y sus calles estaban
vacías y neblinosas. Todo en ese cuadro evocaba un intranquilizador ensueño.
El pintor consagró su obra a esa aterradora joven, que no
era sino la diosa de los conocimientos ocultos y de la magia, Hécate, la
Triforme, en uno de los avatares en que suele presentarse a los mortales para
concederles sus favores, siempre a cambio de algo impredecible. Mientras lo
pintaba, durante semanas, ayunó y le cantó himnos, y recitó ensalmos consagrados
a la noche y la oscuridad, a los secretos que ella desvela a sus elegidos, y le
rogó que le fuera propicio en el Arte. Le encendía decenas de velas cada noche,
pues sólo empezaba a trabajar con la puesta del sol, y en un pequeño altar que
construyó él mismo en su estudio quemó perfumes y aceites en su honor; rezó y
meditó, y hasta durmió durante ese tiempo ‒en el que apenas comió ni habló
con nadie‒ frente a su obra. Cuando estuvo
terminada, se la dedicó a la diosa como humilde ofrenda, solamente para que
ésta se dignara a atender su petición ‒pues se dice de Hécate que
favorece especialmente a los artistas que ensalzan su nombre‒; le ofreció la obra, y con ella, cualquier otra cosa que
ella pidiera como pago por su divino auspicio.
Ese impresionante cuadro está hoy expuesto en el Palazzo
Mossolli de Florencia, entre otras pinturas del Seicento, y ante él se
detienen, tan admirados como turbados, con un inexplicable y malsano embeleso,
miles de visitantes cada año. Su autor, Vincenzo de Brescia, es conocido por
haber pasado de la noche a la mañana de ser un artista de orígenes inciertos, y
completamente ignorado, a la dignidad de ser el pintor de cámara del obispo de
Cremona. Se contaba en su tiempo que pintaba inspirado por el diablo, de lo
cual el obispo, hombre culto de ideas modernas, se reía públicamente, y le concedió
su protección incondicional, valiosísima en aquel círculo de peligrosas rivalidades
y asechanzas.
Pero no deja de ser cierto que los que contemplan el retrato
de Hécate, desde hace cuatro siglos, se sienten tan atraídos por él como, en la
misma medida, experimentan después inusuales y desagradables sueños, y hasta
visiones en pleno día; una vaga sensación de estar rodeados de tinieblas,
acompañada del atisbo de imágenes perversas de otros tiempos, anteriores al de
la Razón. Es el precio que pagar por el favor de la diosa, que sin embargo no le
cobró al autor del cuadro, sino a todos sus contempladores, mientras exista. Ése
es el pacto al que llegaron el pintor y la diosa, el interés a largo plazo que
ella obtiene a cambio de beneficiar a un solo hombre. Ése es el pago a Hécate,
quien a través de su retrato abre, en las almas de los que la admiran, ventanas
a su impenetrable oscuridad. [18/04/2024]
[24] En mis
sueños veo casi siempre ‒o
por lo menos casi siempre que los recuerdo‒
imposibles arquitecturas, paisajes urbanos abigarrados y retorcidos en los que
se yuxtaponen caóticamente construcciones de muy diferentes estilos y épocas;
edificios distribuidos en múltiples niveles y conectados por puentes, escaleras
y rampas, los cuales forman ciudades sin sentido por las que me encuentro a mí
mismo deambulando sin rumbo fijo. Por lo general es de noche, y camino errático
por esas calles y plazas extrañas y turbadoras, salpicadas de pequeños jardines,
estatuas y columnas azarosamente distribuidos; antiguos talleres, tiendas y
tabernas, que bien podrían ser romanos o medievales, a cualquier altura de una edificación
decimonónica; arcadas oscuras bajo las cuales se esconden personajes siniestros;
callejones empedrados entre fachadas combadas las unas contra las otras, bajo
faroles que arrojan luz mortecina; y, por todas partes, inquietantes
transeúntes, figuras que solamente caminan, como yo, sin propósito alguno, de
un lado para otro. Constantemente subo y bajo escaleras de piedra retorcidas
que llevan a otros niveles, atravesando insólitos templetes y altares de
diferentes religiones, cubiertos de hiedra y musgo; y recorro mortecinos
bulevares a la luz de la luna, y desciendo a túneles y galerías que albergan
desconcertantes submundos humanos; y a veces penetro en alguna de esas vastas
construcciones, cuyos interiores ‒vetustas bibliotecas en las que
busco un libro extraño; desasosegantes ministerios, cuya función desconozco, de
los que necesito algún permiso para no sé qué; monstruosas colmenas de
viviendas, con miles y miles de puertas a las que llamo, preguntando por el
nombre de algún inquilino olvidado‒ son no menos barrocos y
laberínticos que los propios exteriores, obra de urbanistas enloquecidos.
Todo lo que yo escribo es un
intento, siempre insatisfactorio, de plasmar esas estructuras inconscientes, de
recuperarlas y darles consistencia objetiva, de volver a vivir esos sueños que
se disuelven al poco de despertar, como la niebla al sol. Creo historias para
que transcurran en esas arquitecturas ‒que a veces proyecto hacia el
pasado y a veces hacia el futuro‒,
esos laberintos urbanos que son a la vez laberintos mentales; y para que, al poblarlas
con personajes de ficción, al darles una trama ambientada en semejantes escenarios,
las llenen de vida y me permitan a mí regresar a ellas. A lo más parecido que
tengo a una patria, una patria interior de la que vivo exiliado y a la que sólo
puedo regresar en sueños. [04/03/2024]
[23] Acabo de
releer El corazón de las tinieblas de J. Conrad, después de cosa de
veinte años, y todavía estoy admirado de su perfección literaria: de la eficiente
complejidad de la técnica empleada ‒un narrador recordando la
narración de otro‒,
del siniestro embrujo su prosa, de esas memorables frases que cortan la
conciencia como cuchilladas. Pero, sobre todo, estoy fascinado por su forma de acceso
a lo mítico-primordial, a una psicología profunda, una oscuridad del
alma humana (esa parte jamás iluminada por la luz del sol), que la literatura
sirve en este caso para iluminar, y además desde la experiencia personal del
autor, como pocos estudios.
Lo que relata esta novela corta,
con increíble economía de recursos, es la nékyia o “descenso a los
infiernos”, todo un género en sí mismo entre cuyos ejemplos canónicos están el
mito de Orfeo y Eurídice, el canto XI de la Odisea o la primera parte de
la Divina comedia de Dante. En este caso, el África colonial de finales
del siglo XIX se presta de forma excepcionalmente gráfica para describir ese
inframundo pavoroso ‒pero tengamos en cuenta que este
escenario representa el abismo de nuestra propia psique‒ cuya exploración nos expone a la muerte y la locura.
Así ocurre con el viaje de Marlow, el álter ego de Conrad, río Congo arriba,
hacia lo más profundo de la jungla africana, en busca de Kurz (el hombre a
quien la empresa exportadora de marfil para la que trabaja el protagonista lo ha
enviado para encontrarlo y traerlo de vuelta). Éste, según todos le cuentan,
era un ejemplo de santidad; pero lleva un tiempo enfermo, ha
interrumpido las comunicaciones con las estaciones de la empresa que están río
abajo, y lo único que se sabe de él son las alarmantes noticias de que está
cometiendo atrocidades indescriptibles entre los nativos del centro del
continente.
Conrad demuestra una agudeza sin par
para describir lo que el aislamiento y la ausencia de normas pueden llegar a
producir en la mentalidad de un “occidental civilizado” (en contraste con los “indígenas
salvajes”, caníbales incluidos, que demuestran un conocimiento mucho mayor de
ese “inframundo” ante el cual saben mantener la cordura). Pero no es tanto lo
que la soledad y la incomunicación absolutas, en el rincón más alejado de la
civilización de todo el mundo ‒a semanas de navegación río
arriba‒, puedan causarle a la
mente humana, sino lo que hacen salir de ésta, lo que liberan.
Los efectos más perversos de lo que Freud llamará la “pulsión de muerte”, de
las tendencias regresivas a lo originario de los seres vivos (aquí, la
inmensidad apabullante y ominosa de la jungla, que lo devora todo), y por
supuesto del ser humano, estaban ya perfectamente descritos por Conrad, quien
se basó en su propia experiencia personal del aterrador colonialismo en el
Congo dominado por Bélgica en los últimos años del XIX.
Esta obra nos recuerda lo extremadamente frágil que es
nuestra “psique moderna” (que se ha librado de la protección del todo un
espesor simbólico y ritual que podría protegerla de tal realidad inasumible), y
lo poco que hace falta para que ésta se quiebre y se desate el infierno. Un
infierno exterior que es siempre el reflejo de otro interior, del
horror ‒las famosas últimas palabras de
Kurz, fielmente mantenidas en Apocalypse Now: «¡el horror, el horror!»‒ que se oculta en el corazón de nuestras mentes, en el
corazón de las tinieblas. [10/02/2024]
[22] La literatura,
y esto incluye, por supuesto, la denominada “de género” (la ciencia ficción, la
fantasía, el terror, el noir…), puede ser entendida de muy diversos
modos. Pero creo que, más o menos, todos se pueden reducir a uno de estos tres:
1. Como evasión, mero
entretenimiento, distracción. Básicamente, una forma de huida del mundo, el
cual supone una carga demasiado difícil de sobrellevar; pero el rato dedicado a
leer no lo dedicamos a angustiarnos por otros problemas. Ésta es una forma de
entender las letras, y el arte en general, que me parece absolutamente banal;
dice mucho de quien la defiende, pero nada del arte, desde luego, que nunca ha
tenido ‒no el verdadero arte‒ semejante función.
2. Como compromiso crítico con el mundo, prolongación
“intelectual” o “cultural” de un intento de cambiarlo. Desde este punto de
vista, la literatura tiene ‒y, una vez más, esto se haría
extensible al arte en general‒ un fuerte papel político, en
cuanto forma de llegar al público y persuadirlo de una serie de ideas
fundamentales, de involucrarlo en una lucha ideológica. Ésta es una concepción
que respeto más que la anterior, sin duda; pero no la comparto, y de hecho, cada
vez lo hago menos. Pues, con independencia de la ideología del autor, que
siempre la tendrá, el arte no se agota en sus intervenciones políticas en favor
de un bando u otro. Esta forma de posicionamiento, el querer formar parte
permanentemente de las batallas político-culturales, el continuo activismo, ha
causado un enorme daño al arte en los últimos tiempos ‒sólo unos pocos de estos intentos salen bien‒ y ha terminado convirtiéndolo en algo tan hueco como
sectario, cuando no infantilizado hasta lo grotesco.
3. Como forma de estar en el
mundo, responsable y autónoma, pero no politizada. La literatura, el arte,
han de estar por encima de divisiones sociales, por más que el artista siempre
mostrará de algún modo sus simpatías o antipatías personales; pero la producción
estética es algo por completo independiente de eso. La literatura es ante todo
un depósito de experiencia subjetiva, acumulada durante siglos y hasta milenios.
Su función es, en lo esencial, expandir la consciencia mucho más allá de
los límites de una vida particular; elevar al alma, por decirlo de un
modo más lírico, hasta las más altas cotas accesibles a la humanidad. La belleza,
que es mucho más que el mero agrado sensorial, pues tiene un componente “espiritual”
(estimulante de las capacidades humanas), siempre ha consistido en eso. Tanto el
autor como el receptor de la obra artística, de la literaria en este caso ‒escritor y lector, así pues‒,
podrán implicarse en cualquier actividad política en la medida en que lo
deseen; pero la literatura no será literatura por ello, sino con
independencia de ello, e incluso pese a ello. La literatura es la
exploración de la condición humana a través de la narrativa, de la ficción, y dicha
condición incluye todos sus extremos ‒«Homo sum, humani nihil a me
alienum puto»‒; no puede identificarse con
ninguno de ellos sin dejar fuera facetas imprescindibles que necesitamos para
comprendernos a nosotros mismos. [26/01/2024]
[21] La literatura
nos proporciona tanto marcos generales desde los que comprender nuestra propia
experiencia del mundo como modelos prácticos de conducta para vivir en él. De
hecho, si puede hacer lo segundo es sólo porque puede hacer lo primero, es
decir, porque le da un sentido a dicha experiencia. A su vez, puede hacer lo
primero únicamente porque también hace lo segundo, esto es, incorporar el
conocimiento del mundo a una trama dotada de una cierta normatividad (original
o no) y encarnar nuestra experiencia subjetiva en unos personajes que “llenan” los
conceptos vacíos de la filosofía, o desarrollar la subjetividad particular del
autor hacia una subjetividad universalizable (lo cual permite la “identificación”
del lector), insuflando de estos modos vida tanto a uno como a otra (mundo y
conducta, respectivamente). Y así, de la literatura ‒de
la que verdaderamente merece ese nombre, claro‒
aprendemos, aumentamos nuestra experiencia propia mediante otra colectiva;
nos enriquecemos, aunque esta experiencia luego hay que confrontarla con la
propia para que se haga efectiva, y no una mera “huida estética”.
Ahora bien, la literatura, como el arte en general, adolece
de dos grandes carencias: frente a la religión, el sentido que crea es siempre
visto como algo “artificial”, con un sesgo “arbitrario” que impide hacer de
ella objeto de convicción vital, de fe; y frente a la filosofía, el evidente
círculo en que se mueve ‒la mutua dependencia de ambos
factores, señalada antes‒, el cual hace que siempre se “desfundamente”
y tenga el carácter de algo “irracional”, que nunca consigue justificarse más
que por la experiencia de la belleza. Y cuando ésta se transforma
históricamente o falla, con el sistema estético se tambalea el mundo mismo.
Por eso, sus vínculos con lo numinoso y con lo sapiencial no se
romperán jamás, pues el arte los necesita para existir más allá de breves
períodos de rebeldía o extravagancia como este que ya toca a su fin. [26/12/2023]
[20] Quien se dedica hoy a escribir y cultiva los géneros de la fantasía o la ciencia ficción puede hacerlo de dos formas, y éstas marcarán necesariamente tanto el contenido como el estilo de su obra: tal vez considere que el propósito de tales ficciones es el puro entretenimiento, la evasión, la creación de mundos como ejercicio de la imaginación por la imaginación (esto es, del arte como juego sin un fin más allá de sí mismo); algo que, a lo sumo, puede aspirar a estimularnos de algún modo. Pero quizá considere que hay una cierta responsabilidad en lo que hace (lo cual no deja de tener algo de quijotesco, cuando no de soberbia); puede que estime que la creación de mundos tiene una finalidad ante todo crítica y propositiva, pues todo mundo ficticio (no ya trama, sino mundo) es un artificio valorativo que se pretende de modo más o menos explícito comparar con nuestra realidad, que se quiere usar como expositor de lo que en nuestro mundo sociohistórico funciona o no; y así, la función utópica (o distópica) de la narrativa consiste en crear un efecto de distanciamiento del mismo, una perspectiva desde la cual comprenderlo mejor para situarnos con propiedad ante él. Es poco o nada lo que esto permite hacer, pero no es desdeñable el empeño en crear una actitud ante el mundo así alimentada, cuando otro tipo de narrativas legitimatorias tradicionales (religiosas y políticas) están fracasando, y tenemos que llenar ese vacío de sentido de algún modo. En todo momento tenemos que saber quiénes somos y quiénes queremos ser, y el vacío de narrativas puede llevarnos a la desesperación y hasta a la enfermedad psíquica y social. Por eso necesitamos nuevas mitologías que alimenten una determinada manera de ser.
Quien cultiva estos géneros literarios en el primer sentido, por lo general cultiva un estilo sencillo, más o menos depurado y cuidado, pero siempre directo y efectivo, con el que llegar al público. Las funciones descriptiva y emotiva quedan por encima de todo y, con independencia de la ambición de la historia, del alcance de la trama, la forma queda sometida al contenido y no puede destacar por encima de éste. Por el contrario, quien responde más bien al segundo tipo de escritor suele preocuparse mucho de la prosa (cuando no incluso de lo poético y ensayístico), que puede ser más o menos clara y estilizada, pero siempre tenderá a una complejidad de la que aquéllos suelen carecer; el público al que éstos se dirigen es un público ideal, que quizá ni siquiera exista todavía (un público que la propia obra crea, pues nadie la esperaba con antelación), y el componente intelectual será siempre lo principal, por más que se enmascare tras lo narrativo. En otras palabras, el contenido se someterá a la forma, en lo cual, por cierto, radica precisamente lo que entendemos por "literatura". [24/11/2023]
Quien cultiva estos géneros literarios en el primer sentido, por lo general cultiva un estilo sencillo, más o menos depurado y cuidado, pero siempre directo y efectivo, con el que llegar al público. Las funciones descriptiva y emotiva quedan por encima de todo y, con independencia de la ambición de la historia, del alcance de la trama, la forma queda sometida al contenido y no puede destacar por encima de éste. Por el contrario, quien responde más bien al segundo tipo de escritor suele preocuparse mucho de la prosa (cuando no incluso de lo poético y ensayístico), que puede ser más o menos clara y estilizada, pero siempre tenderá a una complejidad de la que aquéllos suelen carecer; el público al que éstos se dirigen es un público ideal, que quizá ni siquiera exista todavía (un público que la propia obra crea, pues nadie la esperaba con antelación), y el componente intelectual será siempre lo principal, por más que se enmascare tras lo narrativo. En otras palabras, el contenido se someterá a la forma, en lo cual, por cierto, radica precisamente lo que entendemos por "literatura". [24/11/2023]
[19] No deja de rondarme la cabeza, como escritor, el sentido del ideal del "caballero", esto es, el de una "épica de la existencia" que la redime ateniéndose a cierta noción de los valores y de la virtud. Pero ‒y ésta es la clave‒ semejante ideal está siempre vinculado a un pasado (como lo estaba en el Quijote), y por eso mismo hoy ya no sirve. Representa los valores de una comunidad que ya no es la propia, que, consiguientemente, han quedado obsoletos. Por eso, salvar tal ideal exige trasladarlo al presente, llevar a acabo una actualización simbólica del mismo. Y eso quiere decir que, manteniendo ciertas constantes esenciales, hay que implantarlo en un contexto nuevo, en otro sistema de referencia comunitario y moral. Sin embargo, eso implica modificar el propósito de dicho ideal, torsionar su función. Ha habido intentos de hacerlo. Un análogo del caballero andante muy implantado en la cultura de masas del siglo XX ha sido el detective privado, al menos en su vertiente más romántica e idealista (que es la de Chandler); otro ha sido el superhéroe, verdadero personaje legendario de la tardomodernidad desencantada (piénsese, p. ej., en Batman, el "caballero oscuro"). Si el caballero era ya de por sí un personaje contrafáctico, en la medida en que era la encarnación de unos valores comunitarios que, de hecho, no se dan ya en el mundo empírico, o lo hacen únicamente por separado, o de forma siempre inútil, el detective privado o el superhéroe, en cambio, se caracterizan por estar donde hay que estar y hacer lo que hay que hacer (lo que otros no pueden, o temen llevar a cabo). No obstante, ambas figuras son bastante irreales ‒también el detective privado "literario", que no tiene nada que ver con los de carne y hueso‒, y no tienen acomodo en
el verdadero mundo actual; ni siquiera un detective a lo Philip Marlowe
sería hoy más verosímil que el antiguo caballero andante al que al fin y
al cabo emula, tras gruesas capas de alcohol y cinismo. Y la cuestión es: ¿no hay ninguna figura más realista y acorde con el mundo actual que ocupe hoy su lugar, es decir, la encarnación de esos valores comunitarios que pone en práctica contra toda adversidad? ¿No ha surgido ninguna alternativa en más de un siglo de producción cultural masiva? ¿Qué dice esto acerca de nuestra pobreza de espíritu? No tener héroes coherentes con nuestro tiempo, como los ha tenido toda época ‒tan sólo disponemos de figuras evocadoras del pasado‒ es otro manifiesto rasgo del desarraigo en que vivimos, de la incapacidad de producir algo nuevo y esencial que arroje alguna luz sobre el sentido y el destino que queremos darnos. [30/06/2023]
[18] Considera la crítica "seria" que autores como Lovecraft o R. W. Chambers, como Tolkien o R. E. Howard, como Philip K. Dick o William Gibson, no pertenecen por derecho propio a la más importante literatura contemporánea; que no son autores "serios", como sí lo han sido Kafka o Borges, o como también fueron "serios" en sus respectivas épocas Homero o Dante, o Rabelais o Shakespeare o Swift, quienes hicieron sus incursiones en los territorios de lo mítico-fantástico y, así, le dieron forma a nuestro mundo. Particularmente, como alguien que se dedica a las letras y se mueve de modo "híbrido" entre todos los frentes ‒también, cómo no, el de la novela considerada "culta"‒, he de decir que, si tuviera que elegir ‒y me alegro de no tener que hacerlo, porque no soy un "filisteo de la cultura", que diría Nietzsche‒, preferiría ser Tolkien antes que Flaubert; querría escribir antes como Lovecraft que como Vargas Llosa. La gran literatura imaginativa es uno de los factores que la humanidad más necesita para abrir nuevas perspectivas de la existencia; ventanas a otros mundos que nos dicen mucho sobre éste, tan gastado y viejo. Y, al fin y al cabo, esa crítica "seria" luego concede sus favores y premios de forma totalmente arbitraria (los Nobel, por ejemplo, que ya sólo se dan por la adscripción o el activismo político de los autores, por no hablar de casos como el de Bob Dylan), así que no merece la pena hacerle mucho caso. [19/04/2023]
[17] Cuarto domingo de adviento, empieza la cuenta atrás para la Navidad; fechas envueltas en un imaginario colectivo de transformación y pureza, de renovación. Buenas emociones y fraternidad universal para terminar el año y comenzar nuevo ciclo. Hay quien lo ve hipócrita, una impostura anual que carece de sentido y puede llegar a ser asfixiante. Pero no, es algo necesario. Las fiestas son momentos de excepción, rupturas con el tiempo lineal que nos recuerdan lo que éste nos lleva a olvidar; y nunca debe infravalorarse la función que desempeñan aunque eso evocado, tales ideales y valores, no se cumplan en su totalidad, o lo hagan muy brevemente; sería pedirle demasiado al ser humano, y uno (sobre todo si presume de pragmático) tiene que saber hasta dónde es lícito exigir. Aceptemos algo bueno sin tantas muecas cínicas, porque el "todo o nada" no es una actitud más racional que conformarse con una pequeña parte de lo prometido. Además, tampoco sabemos cómo sería la vida sin estos momentos cíclicos que interrumpen la rutina y reavivan emociones que el resto del año están tan aletargadas. Seguramente sería mucho peor. [18/12/2022]
[16] Nadie como P. K. Dick ha encarnado mejor, en obra y vida, el espíritu de la literatura posmoderna, por más que se reconozca a otros (Pynchon, DeLillo, Foster Wallace, Eco, Vonnegut, etc.) como "literatos" y a éste únicamente (pese a una celebridad que le llegó póstuma), como "autor de género". Tras el experimentalismo simbolista y modernista del paso del siglo XIX al XX, y el nihilismo y el absurdo del existencialismo de pre- y posguerra, lo "posmoderno" se caracteriza por el cuestionamiento de la cordura, por la imposibilidad de separar realidad y ficción, por la virtualización de toda experiencia humana; el individuo posmoderno es un antihéroe de lo cotidiano y banal que ya ni siquiera se puede decir que esté alienado, como el héroe crepuscular moderno, porque no queda (?) un sistema de referencia psico-moral desde el que hacer ese diagnóstico. Se enfrenta así a la más cruda carencia de sentido, pero lo hace de forma humorística, no trágica; ahora bien, es un humor empapado de locura. Ésta es nuestra situación vital, que la literatura, y singularmente autores como Dick, han captado y reflejado mejor, seguramente, que la propia filosofía "posmodernista". [24/11/2022]
[15] A propósito de Chandler y de su personaje fundamental, Philip Marlowe: éste representa el ideal de un caballero contemporáneo; es un defensor de las causas justas y de las damas en apuros (cuando lo son) que no por cínico es menos ético. Un paladín solitario que se enfrenta a la falta de valores y la ruindad del mundo moderno en ausencia de un sistema de caballería estructurado y reconocido, como el medieval, que lo respalde (todo lo más, tiene su licencia de investigador); en ausencia de una noción clara del honor y la decencia que, sin embargo, él se esfuerza por preservar, con el estilo del eterno derrotado orgulloso de no haber traicionado por ello su sentido del deber. Algo que la sociedad contemporánea, máxime en los tiempos de la Gran Depresión, no sólo no brinda, sino que casi representa el escenario de su absoluta imposibilidad. Y, pese a ello, él es el hombre aislado que reivindica con sus actos (no siempre con sus palabras) eso de lo que hoy carecemos y que llega a hacerse incluso contradictorio con nuestro modo de vida; y lo hace como movido por una necesidad insalvable, por una compulsión moral, si puede hablarse así, que lo convierte en un perfecto héroe kantiano. Y todo ello lo hace, al contrario de los herederos posmodernos del detective privado como icono de la cultura de masas (a saber, los superhéroes), sin ocultar su rostro ni su identidad, exponiéndose públicamente al peligro que confronta. Por eso es un personaje, un arquetipo, de hecho, por el que es imposible no sentir simpatía y admiración; el tipo duro que todos los hombres querrían ser y al que todas las mujeres (asumiendo el rol de femmes fatales) querrían seducir. Un tipo que, de darse realmente hoy en día, que a nadie le quepa duda, sería considerado un reaccionario y consecuentemente cancelado. [06/10/2022]
[14] Decía el maestro Chandler que "la salvación del escritor es escribir", y ciertamente, para quien vive entregado a esto, un día sin escribir es un desperdicio, y una semana una tragedia. Sin embargo, como la dedicación profesional plena está al alcance de muy pocos, y ganarse la vida por otros medios no se compagina fácilmente con la escritura (planificación, redacción, revisión, publicación, promoción, etc.), esa tragedia tiende a repetirse; dicho de otro modo, el escritor tiene muy difícil la salvación. Como si de un culto a las Musas se tratara, este oficio es un acto de fe; la fe en uno mismo, para empezar, y sólo después en los lectores y el mundo editorial. Pero uno no puede dedicarse a escribir si no tiene la esperanza inquebrantable de que la siguiente línea, el siguiente párrafo, la siguiente página, lo redimirán de alguna manera de la cadena perpetua que es vivir. [09/09/2022]
[13] VENCER SOBRE LA VIDA
Voy a vencer sobre la vida.
Escúchame, sí, voy a vencer sobre la vida.
No se trata de salir indemne de ésta;
eso no es posible, y al final ella siempre te dará
la certera puñalada con que todo se acaba;
no, no se trata de eso. Se trata de irse del mundo
riendo y cantando, triunfante y jocoso.
En eso radica la victoria, en haber pasado
la prueba de la vida, en la soberana dignidad
que hay en no cejar jamás en el empeño,
en no desistir ante la derrota
ni ante el peso de los días.
Que una sonrisa los torne de golpe livianos
y se los devuelva transformados en versos
del poema que fue el vivir;
lágrimas que no caen, sino ascienden
e iluminan el firmamento
de atardeceres bañados en fuego.
Voy a vencer sobre la vida.
Escúchame, sí, voy a vencer sobre la vida.
No se trata de salir indemne de ésta;
eso no es posible, y al final ella siempre te dará
la certera puñalada con que todo se acaba;
no, no se trata de eso. Se trata de irse del mundo
riendo y cantando, triunfante y jocoso.
En eso radica la victoria, en haber pasado
la prueba de la vida, en la soberana dignidad
que hay en no cejar jamás en el empeño,
en no desistir ante la derrota
ni ante el peso de los días.
Que una sonrisa los torne de golpe livianos
y se los devuelva transformados en versos
del poema que fue el vivir;
lágrimas que no caen, sino ascienden
e iluminan el firmamento
de atardeceres bañados en fuego.
[21/08/2022]
[12] Los rigores estivales no son muy propicios para los
esfuerzos intelectuales, así que, cuando llegan estas fechas, dejo de lado mi
programa de lecturas ‒sistemático, estricto,
planificado con bastante antelación‒ y me permito hacer algo que no
suelo hacer durante el “curso”: abandonarme a la literatura evasiva y leer por
el solo placer de leer. No es que no disfrute leyendo el resto del año; no es
que sea para mí un ejercicio de mortificación; pero no leo para
disfrutar, sino con un propósito metódico y formativo que en ocasiones reporta
grandes goces y otras muchas veces, en cambio, no. Sin embargo, nunca dejo una
lectura programada, una vez empezada, por más insufrible que me resulte: ese
libro “caerá”, con necesidad fatalista. Hago con la literatura como con la filosofía,
mi otra dedicación: no leo lo que me apetece; leo lo que tengo que
leer. Leo para enriquecerme, leo de forma ordenada y proyectada, y leo ‒digámoslo así‒ de forma profesional, como
alguien que ha hecho de las letras su oficio y tiene que curtirse en mil
batallas, todas las cuales, por cierto, es imposible ganar. A menudo uno sale
derrotado, pero de ello también se aprende. Hay esfuerzo, sacrificio y
disciplina en mi rutina. Y puede que sea un destino autoimpuesto, pero
no por ello es menos destino; ¿o acaso no lo son todos, en cierto
sentido?
No obstante,
como todo aquello que se fuerza demasiado termina rompiéndose, el verano llega como
la interrupción festiva ‒hasta los rigurosos hebreos se
dieron a sí mismos el sabbat‒
que me permite liberarme
de ese orden, improvisar, relajar la disciplina, que es necesaria, pero puede
llegar a ser asfixiante. Así es como, tras unos nueve meses de lecturas casi
ininterrumpidas ‒y a veces harto fatigosas‒ de los clásicos de las letras españolas (desde el Cantar
de mío Cid hasta el romanticismo), me he permitido dos meses de evasión
literaria por otros mundos. Esos mundos, para mí, cuando llegan estas fechas,
son ante todo los de la ciencia ficción, la novela negra, la fantasía y el
terror. O sea, eso que se acostumbra a llamar “literatura de género”. Y así he
sustituido, en estos tórridos días en que la concentración y la lectura atenta
se hacen tan difíciles, a don Juan Manuel, Quevedo o Espronceda por Andrzej Sapkowski,
Agatha Christie, William Gibson, Lorenzo Silva y otros, entre los cuales está, por
supuesto, el escritor que nunca puede faltar en mis vacaciones de verano, el
autor de ficción al que más he leído y con el que siento una más estrecha
afinidad, casi devoción: Philip K. Dick.
Curiosamente,
excepto un libro de mi lista ‒La espada del destino de Sapkowski‒, este verano todos los demás van a ser relecturas; es
algo que de un tiempo a esta parte vengo haciendo cada vez más, tanto con la
literatura como con la filosofía; de hecho, así ha sido con una buena parte de
los clásicos españoles. Cuando se empieza a releer tanto, en vez de seguir
leyendo ávidamente siempre cosas nuevas, es señal de que se ha llegado a cierto
punto en la vida, a un “ecuador vital”. Pues bien, excepto ese segundo tomo de
relatos de Geralt de Rivia, los demás libros ya los leí hace tiempo, mucho
tiempo, décadas en la mayor parte de los casos. Algunos, estando en secundaria,
o al poco de terminarla y entrar en la facultad. Diez negritos de
Christie, o Neuromante de Gibson, o El espía que surgió del frío
de Le Carré, o La niebla y la doncella de Silva, o un buen surtido de
relatos de Lovecraft, R. E. Howard, Kafka y Borges, o Ubik de P. K. Dick,
son lecturas que en su momento ya disfruté considerablemente y que dejaron su
poso en mí, como lector y como escritor, y a las que ahora regreso como se regresa
al hogar tras un larguísimo viaje. Títulos que no figuran entre eso que se
llama la “alta literatura” ‒excepto los relatos de Borges y
Kafka, quizá‒, pero que son indudablemente
buenos e inspiradores; obras de un incuestionable oficio de escritor y
con un valor para amenizar las horas, para destensar la vida y para transmitir
experiencia que es precisamente lo que piden estos meses de termómetro infernal.
Refrescos para el alma, como el cuerpo tiene los suyos. Si a esto le
sumamos la evocación de la adolescencia y de la primera juventud, que en estos
meses veraniegos siempre parece que retorna con fuerza, resulta un cóctel
maravilloso. Para mí, la mejor de las terrazas para disfrutar de la canícula. [15/07/2022]
[11] Si Kafka escribiera un relato sobre la sociedad actual, atenazada por una paranoia y una polarización política
que se derivan, fundamentalmente, de la ausencia de todo proyecto común
y de la incertidumbre ante unas terroríficas expectativas de futuro, le podría haber
salido algo como esto:
Tenemos a doce jurados encerrados en una sala de
deliberación de la que no pueden salir hasta haber dictado sentencia; pero no
saben a quién se juzga, ni cuáles son los cargos, ni siquiera si ha habido un
juicio o quién es el juez. Y cada día, un alguacil pasa por la sala y les
pregunta si han resuelto ya; cuando intentan explicarle que no saben de qué va
el asunto, que los han llevado allí una noche, sin explicaciones, y que están
esperando a que se les informe, el alguacil les responde que mientras no tengan
la sentencia seguirán allí recluidos hasta ponerse de acuerdo; pero que no
tarden mucho, pues están comiendo del erario público y son una carga para el
contribuyente. Y como no pueden resolver, no los dejan salir, y cada día les dan
un poco menos de comida; y los años pasan, y van envejeciendo, enloqueciendo y
muriendo, y ellos siguen sin saber por qué están allí.
Esto, naturalmente, si Kafka escribiera un relato al
respecto; porque el bueno de Franz tenía sus rarezas, ya lo sabemos, y lo
embargaban este tipo de obsesiones burocrático-metafísicas. [16/06/2022]
[10] El relato que cierra La historia de tu vida, de Ted Chiang, es quizá el más flojo desde un punto de vista literario, pero plantea una cuestión muy interesante.
En un futuro próximo se ha desarrollado una tecnología que permite inhibir a voluntad partes del cerebro, sin que ello afecte a su funcionamiento en ninguna otra área. De una de esas partes dependen nuestras respuestas emocionales ante la belleza de los demás; la forma en que ésta nos estimula o inhibe. "Apagando" esa zona cerebral, podríamos seguir sabiendo que una persona es atractiva, porque cumple una serie de condiciones formales perfectamente reconocibles. Pero no sentiríamos nada al contemplarla; nos afectaría tanto como mirar una mesa.
Pues bien, el relato está ambientado en un futuro próximo en el que la siguiente oleada social y mediática contra la discriminación está centrada en el "aspectismo", esto es, el hecho de que hay individuos con mayor éxito sexual (y por tanto social y laboral) que otros, lo cual, se entiende, es discriminatorio hacia estos últimos. Y en EEUU se organiza una tremenda polémica, que se vuelve cuestión nacional (y justo ahí empieza el relato), cuando una universidad privada decide someter a votación la obligatoriedad de implementar esa tecnología entre todo su alumnado. El relato, en realidad, está planteado como un "documental" en el que se alternan las intervenciones de estudiantes, profesores, expertos, miembros de lobbies, representantes de diversas industrias, etc. Son muy instructivas las argumentaciones que se dan en favor y en contra de la aplicación de esa tecnología.
Una idea interesante, ciertamente. Porque, ya que ese melón parece abierto actualmente (la buena ciencia ficción siempre es una metáfora del presente), ¿cuáles son los límites de aquello que podemos llegar a considerar "discriminatorio"? Si se trata de reducir las diferencias de partida entre individuos para garantizarles igual de oportunidades, no cabe duda de que la belleza es un factor clave. Pero, como contrapartida, ¿a qué aspectos de nuestra vida estamos dispuestos a renunciar? Y sobre todo, ¿quiénes están dispuestos a hacerlo? Pues, si esa tecnología existiera hoy, parece bastante claro quién preferiría que se implantara y quién no. Y otra reflexión: cualquier cosa que hoy no sea discriminatoria, mañana sí puede serlo... y los moralistas, por hacer lo que hoy está bien visto, mañana te podrán linchar. Nunca se sabe. Lecciones recientes, las tenemos a puñados. Cuidémonos de tales moralistas. [26/05/2022]
[9] Un bar cutre, que huela a cocina casera, con mesas pequeñas, de las
que invitan a conversar, o por lo menos una barra cómoda y bien
surtida de tapas y raciones; donde no haya mucho ruido, pero tampoco
tanto silencio como para que se pueda escuchar la conversación de al
lado; con un camarero diligente, que no sea antipático, pero que no
vaya de gracioso; donde el café lo sirvan en vaso (manías de
madrileño) y se pueda pedir algo de comer a cualquier hora del día; si
ponen música, me vale cualquier cosa, excepto reguetón y trap, y si
hay un televisor, que no estén poniendo ni fútbol ni el canal 24 horas
de TVE. Ése es mi pequeño paraíso terrenal; no le pido mucho más a la
vida. De sitios así han salido mis más memorables conversaciones, mis
más íntimas relaciones y hasta mis mejores libros.
[06/04/2022]
[8] Cuando un genio señala la luna, los tontos miran el dedo. Vale.
Una frase que se repite mucho. Pertinente. Ingeniosa. Pero la cuestión
es si hay alguien señalando la luna. Eso es lo que frecuentemente
falla. Pues que haya alguien señalando algo no significa que sea la
luna. Y a veces conviene mirar el dedo, no vaya a ser que te esté
intentando distraer de algo, como un vulgar trilero. A lo mejor no
siempre hay que creer a los que extienden el dedo.
Ni mucho menos tomarlos por genios.
[19/03/2022]
[7] ESE EFÍMERO RESPLANDOR
A veces, en la más densa oscuridad de la noche
parece resplandecer la negra cuenca vacía
como alentada por una sonrisa
tendida al otro lado; como si algo cordial
tintineara en el tapete enredado de estrellas,
sólo por un momento, pero con intenciones eternas.
Entonces la soledad, agrio abismo que se abre
entre el yo y la propia alma,
duda de sí misma y se siente llena de todas las cosas;
resuena en ese segundo de plata con un universo
que ya no se ve tan lejano, que parecen acariciar
las yemas de los dedos, como si pudieran
apresar todavía los años inocentes,
cuando uno era protagonista de comedias risueñas,
y no figurante de un vano drama;
cuando la risa y la sorpresa reinaban en
los fugaces días. El vivir se aligera
con ese efímero resplandor, se infla
como un globo caliente que asciende ansioso
para enfrentarse al suave horizonte infinito;
y luego, oh, luego, el sueño de lo cotidiano
cubre de nuevo los párpados cansados y todo regresa
a la dura calma de esta mecánica cuenta atrás.
parece resplandecer la negra cuenca vacía
como alentada por una sonrisa
tendida al otro lado; como si algo cordial
tintineara en el tapete enredado de estrellas,
sólo por un momento, pero con intenciones eternas.
Entonces la soledad, agrio abismo que se abre
entre el yo y la propia alma,
duda de sí misma y se siente llena de todas las cosas;
resuena en ese segundo de plata con un universo
que ya no se ve tan lejano, que parecen acariciar
las yemas de los dedos, como si pudieran
apresar todavía los años inocentes,
cuando uno era protagonista de comedias risueñas,
y no figurante de un vano drama;
cuando la risa y la sorpresa reinaban en
los fugaces días. El vivir se aligera
con ese efímero resplandor, se infla
como un globo caliente que asciende ansioso
para enfrentarse al suave horizonte infinito;
y luego, oh, luego, el sueño de lo cotidiano
cubre de nuevo los párpados cansados y todo regresa
a la dura calma de esta mecánica cuenta atrás.
[11/02/2022]
[6] Clave hermenéutica de la crítica cultural y artística actual,
también conocida como Inquisición 2.0: déjame echar un vistazo a los
antecedentes penales de un autor (especialmente por si hay algo
sexual o alguna locura de juventud) y ponme al día de cualquier
chascarrillo, cierto o no, sobre su moralidad o su posición
política, y te diré si su obra es
artísticamente buena o mala. Pues la "calidad" ya no es más
que la traducción, en términos de mercado, de una serie de factores
morales: los de un puritanismo neovictoriano (¡si al menos fuera
algo más elevado!) que reza al Dios de la "corrección política" y
encuentra en los censores de la cultura de masas a sus nuevos
sacerdotes.
[14/01/2022]
[5] La literatura, para mí ‒¿cómo no iba a ser
así?‒, mantiene una estrecha proximidad con la filosofía;
lo que una muestra en forma de metáforas, la otra lo hace
mediante conceptos. A veces (p. ej., en Nietzsche, Thomas Mann,
Herman Hesse o Albert Camus) puede llegar a ser muy difícil saber
dónde empieza una y termina la otra. Ambas, sin duda, cuando son lo
que tienen que ser, y no vulgares sucedáneos, hacen pensar,
contribuyen decisivamente a expandir la consciencia y a forjar la
subjetividad. Gracias a ellas, en gran medida, podemos “devenir yo
mismo”, lo cual, irónicamente, sólo se puede conseguir
a través de otro, en el diálogo silencioso que sostenemos, a
través del tiempo, con el escritor o el pensador. Se trata, siempre,
de una fuente de experiencia compartida tanto o más necesaria
hoy que nunca, en estos tiempos de exaltación esquizoide del yo
atomizado, tanto más aislado cuanto más acceso tiene a la información.
Y no hay más: ni la auténtica literatura ni la filosofía poseen fines
ajenos a esto ni, por supuesto, han sido jamás mero solaz o
entretenimiento, como suele entenderse lo que hoy se publica y vende
como “narrativa”. Lecturas insulsas que no enriquecen; que sólo
sirven, de hecho, para no pensar en otra cosa. Pero en el
extremo opuesto sigue estando el pensamiento escrito y trasmitido
intergeneracionalmente, los libros que verdaderamente
te cambian. Hay un antes y un después de encontrarse con ellos.
En eso consisten los “clásicos” (ya tengan veinticinco siglos o
cincuenta años): esos textos que estaban ahí “esperándote”, que eran
tu destino, porque te transforman decisivamente, en
pensamiento, sentimiento y voluntad. Los textos que te
reescriben.
[19/12/2021]
[4] A propósito de la comparación que he hecho en algún otro lugar
entre la escritura y la alquimia, ciertamente la primera es el arte
de manejar símbolos ‒los “reactivos”, siempre dados por una tradición cultural‒ mediante los cuales el operante se introduce en el
océano del sentido y somete el propio yo a la acción del
espíritu (lo que podríamos entender como el “inconsciente
colectivo”, que es también una herencia común, algo fuera de
nuestra mente, no dentro de ella). El uso de personajes,
entretejidos en la red narrativa, le hace posible el acceso
consciente y más o menos controlado al propio psicodrama universal
en el que él mismo, por supuesto, participa. El verdadero talento
consiste en saber llegar lejos en ese reino simbólico; en utilizar
los instrumentos narrativo-conceptuales adecuados para
alcanzar las profundidades del espíritu. El verdadero
genio radica, por el contrario, en no perderse allí y encontrar el
camino de regreso; en volver con algo ganado y, no obstante,
conservando la propia individualidad. En suma, en realizar el
viaje de la particularidad a lo universal, y de ésta a una nueva y
renovada particularidad. El lector puede después acompañar al
escritor en este viaje, como un Dante siguiendo a su Virgilio, y
atisbar lo que aquél le muestra. Pero el viaje ya se ha hecho
antes, y en solitario. Siempre en soledad.
[9/11/2021]
[3] Lo que estás leyendo en un momento dado tiñe inevitablemente lo
que escribes; no sólo las lecturas acumuladas en el tiempo, sino
todo lo que leas ese mismo día, el libro con el que llevas unas
semanas, unas páginas ojeadas esa misma mañana, etc., dejan marcas
en tus palabras, abren surcos por los que fluye tu texto. Una prosa
densa, pausada y rica en descripciones espesará la propia, así como
otra más ágil, sanguínea e inquieta hará vibrar las frases que se
recortan en la mente como relámpagos arrancados a la nada. Pero esa
“nada” no es tal
‒es “algo”‒, pues
se trata de los confines umbrosos de la propia mente, esas zonas
inconscientes que son como el mantillo donde todo germina; y sobre
esas zonas, las diferentes lecturas proyectan tenues rayos de luz
que permiten entrever profundos rincones y pasadizos desconocidos;
comprenderse un poco mejor, ser un ápice más dueño de uno mismo. En
rigor, sólo hay un texto, del que cada pasaje, cada relato o
poema, cada novela o ensayo, son únicamente fragmentos. Y
todos esos fragmentos del metatexto están conectados entre sí, como
puentes que unifican los rincones de la mente humana, que en cierto
modo también es sólo una, fragmentada en individuos que, en lo que
tienen de tales, se desconocen a sí mismos. La literatura es un
atisbo del espíritu, de la sustancia que nos une, y por eso
no podemos ser ajenos a otras voces cuyos ecos hablan
dentro de nosotros mismos y nos recuerdan que somos más de lo que
creemos. [23/10/2021]
[2] DIVINAS SOMBRAS
¿Adónde huyeron los dioses, voces inmortales
que susurraban en la noche de la conciencia?
¿En qué ignoto rincón de la tierra, en qué ángulo
del firmamento se cobijan tan magníficos seres?
Si es verdad que sólo toleran la vida en torno a sí,
si no son los ecos de una humanidad balbuciente
en el lejano amanecer del mundo, no ha de ser
posible matarlos; el dios no muere, sino los pueblos
que creían en él, agotados por la carrera de los siglos.
Pero los númenes perduran, y devuelven quizá
una fatídica carcajada, tal vez un irisado llanto,
y aguardan… y aguardan, porque la eternidad
está hecha de paciencia, incluso la de los soberbios
niños que juegan y ríen con efímeros universos.
Mas, ¿acaso es cierta su inextinguible vida? ¿Tenía
razón el melancólico paseante? ¿No fue el títere
quien creó a su titiritero? Yo no puedo saberlo,
pero concibo que puedan persistir de algún modo
al amparo del tiempo, el impasible Destructor.
Éste sabe sólo devorar sus propios frutos. ¿Lo son?
Me es imposible saberlo, ¿y a quién no?, pero sí sé
que, de existir, no serían como somos tú y yo,
como son la piedra o la nube, el jilguero y su rama,
como son la adusta montaña y el viejo templo.
Su sustancia sería muy otra, pese a haber sido
encerrados por nuestros abuelos en esas estrechas
formas, en tan toscos cuerpos; ellos no disponían
de las palabras adecuadas: sus labios modelaban
sólo el asombro y el miedo, el amor y el odio.
No, no alcanzamos ni a imaginarlos; si han de existir,
no descartes que estén tras unos ojos que te miran
con alegría, o en el llanto de un niño, o en el descanso
inquieto de una noche estival; finos hilos de plata
que entretejen las almas, la carne y los sueños.
El vínculo del género humano con la vibrante vida
del cosmos rebosante; voces con nuestros acentos que,
no obstante, entonan una eterna canción primordial,
imposible de componer por ningún poeta; totalidad
quebrada que ansía restañar la cruda herida del ser.
Salmos que no llegan de fuera, sino de un adentro
tan profundo y terrible como el batiente océano,
oleaje restallando contra broncíneos acantilados que
apenas sabemos o queremos ya escuchar; olvidada
ha sido la muda lengua del mar del espíritu.
Hasta recordarla, seguiremos huérfanos, hueste
expósita lenta y torpe en decidir lo que quiere para
cuando alcance su plenitud. ¿Qué luz nos guiará
en la acerba, inacabable noche sin luna ni estrellas?
[18/09/2021]
[1] En mí hay un yo que trabaja y hace la compra, que se relaciona
con amigos y compañeros, conocidos y familiares; que ve la tele y
escucha música y sale por ahí, y a veces se emborracha o viaja o hace
algo que rompe la rutina cotidiana; que va al médico y paga impuestos
y ocasionalmente tiene que llevar el coche al taller o llamar al
seguro de hogar; un yo como cualquier otro, con las mismas
preocupaciones y anhelos que los demás, tan anodino e insignificante
como en el fondo lo es todo el mundo. Y hay un yo que escribe. Un yo que es soledad pura, que vive enrocado en sí mismo y que no
tiene nada que ver con el anterior. O, en realidad, sí, porque
vive en él, es él, y desde luego se nutre de él; podría
decirse que lo parasita, que se alimenta de sus experiencias y las usa
como material para elaborar lo que escribe. Pero no pertenece al mismo
mundo, está en otro lugar, y nunca coinciden a la vez:
o está el uno o el otro. Saben de sus mutuas existencias,
claro, pero no están nunca en el mismo tiempo y lugar, y ni siquiera
parecen llevarse muy bien. Al parecer, sus intereses y necesidades van
por muy distintos caminos, y hasta puede que sean incompatibles entre
sí.
El segundo contempla el mundo desde lejos, con cierta indiferencia,
como a través de un cristal que lo tiñe o deforma de cierta peculiar
forma; lo observa desde una idealidad desconectada de lo inmediato,
de las personas y cosas que forman la vida del primero; su mundo es
otro, uno eterno e inmaterial, el abismo al que pertenecen las obras
inmortales del espíritu, en el que Homero o Shakespeare, Velázquez o
Mozart, Platón o Einstein, son simultáneos y constantemente dialogan
entre sí, en una misma lengua, bajo la idéntica luz del Espíritu.
Necesita al primer yo, que es como su medium; pero lo
trasciende, no se identifica con él, y por eso éste nunca podría
explicar, de palabra (uno siempre habla, el otro siempre escribe),
lo que aquél hace, qué es lo que pretende o cómo trata de
realizarlo. Y, a la inversa, el Yo no entiende las pequeñeces y
miserias del yo, los estrechos límites de su existencia, su
mezquindad y la poca altura de sus miras. Sin embargo, no cabe duda,
el yo podría existir sin el Yo, pero nunca a la inversa. El Yo es
una carga terrible. Una meta-subjetividad que expolia la vida misma.
Pero tiene algo bueno, algo grande: un propósito que va más
allá de la particularidad de su anfitrión y que se eleva hacia algo
universal con lo que éste ni siquiera sabría soñar. [02/09/2021]